Mundo ficciónIniciar sesiónForzada a un matrimonio por conveniencia con el arrogante heredero que la desprecia, una brillante estudiante universitaria se convierte en el objeto de una apuesta desesperada: él tiene 120 días para ganar su corazón o perderá su imperio para siempre. La vida perfecta de la heredera Luciana Sterling se hace añicos tras la muerte de su abuelo. Su futuro planeado con su novio, Ethan, queda borrado por un pacto secreto que la encadena al irresistible CEO Stefan Vanderbilt, un hombre que no solo la desprecia, sino que además su corazón pertenece a otra. Tras un escandaloso acto de traición que humilla a Luciana, el patriarca Vanderbilt impone el ultimátum: Stefan tiene 120 días para encontrar a la mujer que despreció y lograr que acepte casarse por amor. Si falla, lo perderá todo. Comienza una cacería movida por el ego. Pero al infiltrarse en el mundo de Luciana, Stefan descubre que los celos que siente por Ethan son primitivos, y la atracción que crece entre ellos es un juego peligroso. Atrapada entre un amor seguro y una pasión arrolladora, Luciana debe decidir si su corazón es el premio final o si puede reescribir su propio destino.
Leer másStefan Vanderbilt cerró el contrato con un movimiento seco de muñeca y empujó los papeles hacia el otro lado de la mesa. James Lee, CEO de Chen Industries, intentaba mantener la compostura, pero el sudor en su frente lo delataba.
—El precio es ridículo, Vanderbilt. Estás comprando mi empresa por la mitad de su valor.
—Estoy comprando tus deudas —corrigió Stefan sin levantar la vista de su teléfono—. Hay una diferencia. Firmas ahora o mañana tus acreedores se encargan de ti. Al menos yo te dejo con algo de dignidad.
—Esto es...
—Negocios. —Stefan finalmente lo miró, y había algo frío en esos ojos azules que hizo que Chen retrocediera—. Tuviste seis meses para arreglar tus números. Elegiste gastarlo en fiestas y yates. Ahora pagas las consecuencias.
Lee firmó con manos temblorosas. Stefan tomó los documentos, los revisó con rapidez profesional y salió de la sala sin despedirse. En el pasillo, su asistente lo esperaba con una tablet.
—Señor, acaba de llegar la noticia. Eduardo Sterling falleció esta mañana.
Stefan se detuvo. Eduardo Sterling. El viejo que siempre lo había tratado con ese afecto incómodo, como si Stefan fuera parte de su familia en lugar de simplemente el nieto de su amigo.
—¿Funeral?
—Pasado mañana. Su abuelo ya confirmó asistencia para toda la familia.
Stefan asintió y siguió caminando. Otra obligación social. Otro día perdido en ceremonias vacías.
No sabía que ese funeral cambiaría todo.
La tierra cayó sobre la caoba pulida con un golpe sordo que quebró algo dentro de Luciana Sterling.
Había soportado el funeral entera. La espalda recta, la barbilla en alto, como su abuelo le enseñó. Pero ese sonido—final, irreversible—le robó el aire y sus piernas cedieron.
Un brazo firme la rodeó antes de que cayera. Ethan Cole olía a café y a las páginas de libros de Columbia, a normalidad y futuro.
—Te tengo —susurró contra su oído.
Luciana se aferró a él mientras lloraba, y las últimas palabras de su abuelo la perseguían: Nunca dejes que te obliguen a ser alguien que no eres. Se lo había prometido.
Al otro lado de la tumba, Stefan Vanderbilt la observaba. No con compasión, sino con la precisión fría de un estratega estudiando el tablero. Sus ojos azul hielo la recorrieron, deteniéndose en el brazo de Ethan alrededor de su cintura. Cuando sus miradas se cruzaron, la mandíbula de Stefan se tensó y apartó la vista con brusquedad, como si encontrarse con ella fuera una molestia que preferiría evitar.
Los invitados comenzaron a dispersarse hacia las limusinas negras que esperaban bajo el cielo gris de marzo.
—Deberíamos irnos —dijo Ethan—. Te llevo a casa.
Una mano enguantada se posó en su brazo. Richard Vanderbilt, imponente incluso a sus sesenta y ocho años, la miraba con una mezcla de afecto y algo que hizo que el estómago de Luciana se contrajera.
—Luciana, mi querida niña. Sé que este es un día terrible, pero hay asuntos de tu abuelo que debemos discutir. Promesas que le hice.
—¿Qué asuntos? —Ethan se puso más rígido—. Luciana acaba de enterrar a su abuelo.
—Ojalá pudiera esperar, joven Cole. Pero le di mi palabra a Eduardo, y un hombre de honor no rompe sus promesas.
El corazón de Luciana latió con fuerza.
—¿Qué promesa?
—Esta noche lo sabrás. En mi casa, siete en punto. La familia estará reunida.
—Iré contigo —dijo Ethan inmediatamente.
—Me temo que esto es un asunto familiar. Cuestiones legales. Solo familia directa.
Luciana apretó la mano de Ethan.
—Está bien. Iré sola.
—Pero...
—Por favor —le suplicó con la mirada—. Por mi abuelo.
Richard asintió con aprobación y caminó hacia su limusina. Stefan esperaba junto al auto, pero antes de subir miró hacia atrás. Sus ojos encontraron los de Luciana, y en ellos había algo oscuro e intenso, como si ella fuera apenas un problema más en su agenda.
Esa tarde Luciana intentó contactar a Ethan tres veces antes de subir al Bentley, pero la llamada derivaba al buzón de voz y los mensajes quedaban sin respuesta. Su teléfono murió en el tercer intento.
La mansión Vanderbilt se alzaba como una fortaleza de piedra caliza. Catherine la recibió en la entrada con un abrazo tenso.
—La familia está reunida —dijo, y algo extraño cruzó su rostro—. Richard quiere hablar contigo.
Las puertas de caoba se abrieron y Luciana se detuvo en seco. El gran salón estaba lleno: no solo familia inmediata, sino tíos, primos, abogados con maletines de cuero, personal de alto rango. Y Sofía Martínez, quien había crecido en esta casa, sosteniendo una bandeja cerca de la chimenea.
Todos se volvieron a verla y guardaron silencio.
Richard estaba frente a la chimenea. Stefan se recargaba contra la repisa de mármol con una copa de whisky, fingiendo aburrimiento. Cuando sus ojos se encontraron, algo frío y desafiante chispeó en su mirada.
—Luciana, siéntate —ordenó Richard.
Ella caminó con piernas temblorosas hacia el sofá y se sentó al borde.
—Eduardo y yo fuimos hermanos en todo excepto en sangre. Cuando supo que su salud estaba fallando, me hizo prometerle que cuidaría de ti, que no te dejaría sola. Me pidió que te asegurara una familia, que el imperio Sterling estuviera protegido.
El corazón de Luciana comenzó a latir más rápido. Esta mañana habían hablado de mudarse juntos después de su graduación: un apartamento pequeño, libros apilados en el suelo, domingos cocinando juntos. Un futuro simple que ella había deseado con cada fibra de su ser.
—Hay solo una manera de hacer eso. Por lo tanto, para cumplir mi promesa y asegurar el futuro de dos imperios, anuncio el compromiso formal entre mi nieto, Stefan Vanderbilt, y Luciana Sterling. La ceremonia de compromiso será en dos semanas. El matrimonio en seis meses.
El mundo se detuvo. Las palabras rebotaban en su cabeza sin encontrar sentido. Su abuelo la había vendido. Ese apartamento pequeño, las noches de pizza y películas viejas, todo acababa de convertirse en cenizas.
—¡NO!
El rugido de Stefan hizo vibrar los cristales. Se apartó de la chimenea con violencia y el whisky se derramó sobre la alfombra persa.
—¡Esto es una maldita farsa! ¡No voy a participar en esta transacción medieval!
—Stefan, cálmate —ordenó Richard.
—¡No me voy a calmar!
Se giró hacia Luciana con veneno puro en su expresión.
—Tú sabías, ¿verdad? ¿Mientras tu abuelo agonizaba conspiraste esto con él?
—Yo... no...
—¡No mientas! —Stefan cruzó hacia ella con pasos furiosos—. Siempre has estado obsesionada conmigo. Desde niños. Tus miraditas, tus regalitos. Patético.
—Stefan, suficiente —intervino Catherine.
Pero él la ignoró y se plantó frente a Luciana, inclinándose hasta quedar a centímetros de su rostro.
—¿Le suplicaste a tu abuelo moribundo que te consiguiera un esposo? ¿Usaste su muerte para atraparme?
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Luciana, no de tristeza sino de humillación pura.
—No sabía nada de esto. Tienes que creerme.
—Mentirosa.
Un estruendo de cristales estrellándose contra el suelo interrumpió el momento. Todos se giraron. Sofía Martínez estaba paralizada con los ojos fijos en Stefan y la bandeja volcada a sus pies, temblando visiblemente.
—Yo... lo siento, señor —susurró mientras se agachaba a recoger los pedazos.
Los ojos de Stefan volaron hacia ella y se encontraron a través de la habitación. En esa mirada había desesperación pura, un dolor que no tenía nada que ver con matrimonios arreglados, y un escalofrío recorrió la espalda de Luciana. Había algo más ahí, algo que ella no entendía todavía.
—¡Stefan! —rugió Richard—. ¡Suficiente! ¡La familia Sterling ha sido nuestra aliada por generaciones!
—¡No puedes obligarme a esto!
—Te estoy dando una orden y la obedecerás.
—¿O qué? ¿Me desheredarás?
—Sí, si es necesario.
El silencio fue absoluto. Stefan miró a Sofía, que lloraba recogiendo vidrios, y luego a su abuelo.
—Sales de esta casa sin nada: sin tu fideicomiso, sin tu posición, sin tu apellido. Te conviertes en nadie.
Las manos de Stefan temblaban, no de miedo sino de furia contenida que ardía bajo la piel. Poco a poco volvió la mirada hacia Luciana, y en sus ojos ella reconoció promesas de venganza.
—Está bien —dijo él con una calma que no era real—. Acepto.
Richard sonrió, satisfecho, sin notar el temblor apenas perceptible en la mandíbula de su nieto.
Stefan avanzó hacia Luciana con pasos lentos, casi ceremoniales. Ella quiso retroceder pero el respaldo de la silla la detuvo.
—El compromiso será en dos semanas, ¿verdad, abuelo? —dijo en voz alta sin apartar la vista de Luciana, con una sonrisa que nadie entendió.
Se inclinó apoyando las manos a cada lado de su cabeza, encerrándola entre sus brazos. El calor de su cuerpo la envolvió, tan cerca que podía sentir su respiración en la piel. Luego bajó la voz y su aliento rozó su oído.
—Prepárate, Sterling.
Se apartó con esa sonrisa. Mientras todos en el salón suspiraban aliviados, Luciana permaneció inmóvil. Acababa de ser vendida como ganado. El hombre que era ahora su prometido la odiaba con cada fibra de su ser, y en dos semanas tendría que pararse frente a toda la alta sociedad de Nueva York y fingir que esto era lo que quería.
Por un momento—solo un momento—el peso de todo la aplastó. Quiso encogerse, desaparecer, correr hacia Ethan y no mirar atrás. Pero mientras observaba a Stefan alejarse y veía el triunfo en los ojos de Richard, algo nuevo despertó en su pecho. No era miedo. Era furia. Stefan Vanderbilt acababa de declararle la guerra, pero había cometido un error: los Sterling no se quebraban ni se rendían. Y si iba a estar atrapada en esta jaula de oro, al menos se aseguraría de que él también sangrara.
Luciana no durmió. Pasó la noche mirando el techo mientras las palabras de Stefan resonaban como veneno: Prepárate, Sterling.
A las seis de la mañana su teléfono explotó con cincuenta notificaciones en minutos: llamadas de Chloe y Lilly, mensajes de compañeros de universidad, menciones en todas las redes sociales. Con manos temblorosas desbloqueó la pantalla y su mundo se desmoronó por segunda vez en menos de veinticuatro horas.
El titular de Elite Manhattan la golpeó como un puñetazo: ¡FUSIÓN DE TITANES! LA HEREDERA STERLING ATRAPA AL SOLTERO MÁS CODICIADO DE NUEVA YORK.
Debajo, una foto de anoche saliendo de la mansión Vanderbilt, pálida y con rastros de lágrimas. Pero el ángulo la hacía ver calculadora, fría, implacable. El artículo la pintaba como una estratega maestra que había usado la muerte de su abuelo para forzar la fusión, y citaban "fuentes cercanas" diciendo que había llorado en el hombro de Stefan durante el funeral, calculando su vulnerabilidad.
Mentira absoluta. Ella ni siquiera había hablado con él. La estaban retratando como cazafortunas cuando ella misma era la fortuna.
El teléfono vibró. Ethan. El corazón le dio un vuelco de alivio y terror mezclados.
—¿Ethan? —su voz se quebró.
—Necesito verte. Ahora. Biblioteca de Columbia.
Colgó antes de que ella pudiera decir no es lo que crees.
El apartamento de su madre era un secreto que Luciana había guardado celosamente. Nadie conocía ese lugar—ni siquiera Ethan. Un refugio de dos ambientes en Greenwich Village que su madre había comprado años antes de casarse, cuando todavía soñaba con ser pintora en lugar de esposa de un magnate.Llevaba cinco días moviéndose como un fantasma entre la universidad y ese apartamento. Gorras, lentes oscuros, puertas traseras que Chloe y Lilly le ayudaban a encontrar. Sus amigas no preguntaban—solo le mandaban mensajes verificando que seguía viva y le llevaban café cuando la veían en los pasillos.Columbia era un campo minado. Los murmullos la seguían, las miradas, los teléfonos que se alzaban apenas la reconocían. Así que Luciana había perfeccionado el arte de la invisibilidad: llegaba cinco minutos antes de clase, se sentaba al fondo, salía antes de que terminara.Era agotador, pero funcionaba.Hasta esa tarde.Estaba en la biblioteca, enterrada entre libros, cuando su teléfono vibró. Un
Stefan entró en la torre Vanderbilt al día siguiente con la mandíbula apretada y las manos hechas puños dentro de los bolsillos. Los empleados del vestíbulo se apartaron a su paso sin mirarlo a los ojos, como si pudieran oler la furia que emanaba de cada poro de su piel.El ascensor privado lo elevó cincuenta pisos en silencio. Su reflejo en las puertas de acero le devolvió la imagen de un hombre que no reconocía: traje arrugado, corbata torcida, ojos inyectados en sangre. Había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, escuchando una y otra vez las palabras de Luciana."No perderé ni un día contigo."Y luego había cerrado la puerta del auto. Como si él no existiera.Las puertas se abrieron directamente a su oficina. Esquina noreste, vistas completas de Manhattan, escritorio de nogal italiano que costaba más que la matrícula anual de Columbia. Su reino. Pero hoy se sentía como una jaula.Stefan aflojó la corbata con un tirón violento y la arrojó sobre el sofá de cuero. Se sirvió
Stefan se quedó paralizado en el pasillo mientras las palabras de su abuelo resonaban en sus oídos como una sentencia sin apelación. Veinticuatro horas. Desheredado. A la calle.Miró a Sofía llorando en brazos de su madre, luego el pasillo vacío por donde Luciana había desaparecido. La elección era simple: orgullo o supervivencia.—Arreglaré esto.Bajó las escaleras de dos en dos. El salón seguía sumido en un caos contenido con copas abandonadas y el murmullo de invitados que fingían no haber presenciado nada.—¿Dónde está Luciana?—Se fue hace diez minutos—respondió Thomas.Stefan corrió hacia la noche sin abrigo. El frío de octubre le cortó la respiración mientras gritaba su nombre en la oscuridad. Reconoció al conductor del Bentley esperando junto al auto.—¿Dónde está la señorita Sterling?El hombre lo miró con desaprobación.—Salió caminando, señor. Intenté detenerla pero me ignoró. Parecía en shock.La imagen de Luciana caminando sola, en tacones, en vestido de seda, en plena no
Luciana entró en la mansión Vanderbilt sintiendo que cada paso la alejaba más de quien había sido.El vestido esmeralda le pesaba. Había practicado esa sonrisa durante horas—educada, distante, vacía—hasta que su propio reflejo se volvió irreconocible. Los flashes estallaban a su alrededor pero el ruido llegaba amortiguado, como si nadara bajo el agua sin poder salir a respirar."Ahí está", susurraban. "La heredera Sterling."Richard Vanderbilt la interceptó junto a la escalinata.—Luciana, querida. Estás deslumbrante. Absolutamente perfecta.Perfecta. La palabra que su abuelo nunca había usado porque él la amaba imperfecta, real, viva.—Gracias por organizar todo, Richard.—Solo lo mejor para ti, mi niña. Para ambos —miró alrededor, la sonrisa flaqueando—. ¿Has visto a Stefan?Ni siquiera había bajado a recibirla.—No desde el anuncio.—Ese muchacho. Estará nervioso. ¡Jackson, champán para la señorita Sterling!La siguiente media hora fue un borrón. Sonrió a socios que veían en ella u
Luciana llegó cuarenta minutos después. Las gafas de sol ocultaban sus ojos hinchados, pero no el temblor de sus manos mientras empujaba las puertas de la biblioteca.Tercera planta, literatura clásica. La mesa junto a la ventana donde habían compartido tantos cafés mientras estudiaban, donde ella había apoyado la cabeza en su hombro creyendo que tenían todo el tiempo del mundo.Ethan se puso de pie cuando la vio. Mandíbula tensa. Manos cerradas en puños.—¿Un compromiso? —su voz salió baja, contenida—. ¿Y me entero por Elite Manhattan?—Ethan, yo no sabía nada. Te juro que...—¡No me mientas! —golpeó la mesa y los libros saltaron. Media docena de estudiantes que fingían leer dejaron de disimular—. ¿Les dijiste que no? ¿Les dijiste que estabas enamorada de mí?Las palabras se le atoraron en la garganta. Porque no lo había hecho. Ni siquiera había pensado en defenderse. Solo había estado ahí sentada, paralizada, mientras Richard anunciaba su destino.—Estaba en shock. Stefan se opuso..
Stefan Vanderbilt cerró el contrato con un movimiento seco de muñeca y empujó los papeles hacia el otro lado de la mesa. James Lee, CEO de Chen Industries, intentaba mantener la compostura, pero el sudor en su frente lo delataba.—El precio es ridículo, Vanderbilt. Estás comprando mi empresa por la mitad de su valor.—Estoy comprando tus deudas —corrigió Stefan sin levantar la vista de su teléfono—. Hay una diferencia. Firmas ahora o mañana tus acreedores se encargan de ti. Al menos yo te dejo con algo de dignidad.—Esto es...—Negocios. —Stefan finalmente lo miró, y había algo frío en esos ojos azules que hizo que Chen retrocediera—. Tuviste seis meses para arreglar tus números. Elegiste gastarlo en fiestas y yates. Ahora pagas las consecuencias.Lee firmó con manos temblorosas. Stefan tomó los documentos, los revisó con rapidez profesional y salió de la sala sin despedirse. En el pasillo, su asistente lo esperaba con una tablet.—Señor, acaba de llegar la noticia. Eduardo Sterling f
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