Mundo ficciónIniciar sesiónLuciana llegó cuarenta minutos después. Las gafas de sol ocultaban sus ojos hinchados, pero no el temblor de sus manos mientras empujaba las puertas de la biblioteca.
Tercera planta, literatura clásica. La mesa junto a la ventana donde habían compartido tantos cafés mientras estudiaban, donde ella había apoyado la cabeza en su hombro creyendo que tenían todo el tiempo del mundo.
Ethan se puso de pie cuando la vio. Mandíbula tensa. Manos cerradas en puños.
—¿Un compromiso? —su voz salió baja, contenida—. ¿Y me entero por Elite Manhattan?
—Ethan, yo no sabía nada. Te juro que...
—¡No me mientas! —golpeó la mesa y los libros saltaron. Media docena de estudiantes que fingían leer dejaron de disimular—. ¿Les dijiste que no? ¿Les dijiste que estabas enamorada de mí?
Las palabras se le atoraron en la garganta. Porque no lo había hecho. Ni siquiera había pensado en defenderse. Solo había estado ahí sentada, paralizada, mientras Richard anunciaba su destino.
—Estaba en shock. Stefan se opuso...
—Claro. En shock —rio sin humor—. ¿Sabes qué pensé cuando leí ese artículo? Recordé todas esas veces que mencionaste tus "reuniones familiares". Las veces que cambiabas de tema cuando hablábamos de mudarnos juntos.
—Eso no es justo...
—¿No es justo? —se acercó a ella, y Luciana vio algo romperse en sus ojos—. ¿Sabes lo que no es justo? Que me hicieras creer que teníamos futuro mientras negociaban tu matrimonio.
—¡Mi abuelo acaba de morir! —las lágrimas comenzaron a caer—. Fue su última voluntad. Lo hizo porque estaba preocupado por mí. No puedes pensar que yo planeé algo así.
—No lo sé, Luciana. Ya no sé nada —recogió su mochila—. Lo claro es que: yo, un estudiante con beca, nunca voy a poder competir con el imperio Vanderbilt.
—¡Te amo! —extendió la mano hacia él, pero Ethan retrocedió como si su toque quemara.
—Entonces demuéstralo. Diles que no aceptas. Pelea por nosotros.
El silencio se extendió entre ellos. Luciana pensó en Richard, en la confianza inquebrantable que su abuelo siempre le había tenido. Pensó en Stefan, que había aceptado a pesar de su odio . Pensó en su abuelo y en el peso de un legado que nunca quiso, pero que ahora solo le pertenecía a ella.
No dijo nada.
Y en ese silencio, Ethan encontró su respuesta.
—Se acabó, Luciana —su voz se quebró, pero su decisión era firme—. No voy a ser el secreto sucio de la futura señora Vanderbilt.
Se fue sin mirar atrás.
Luciana se quedó ahí parada, rodeada de estudiantes que susurraban. En menos de setenta y dos horas había perdido a su abuelo, su futuro y al único hombre que había amado de verdad.
Cuando regresó a la mansión Sterling, un sobre esperaba en la mesa. Sin remitente. Papel grueso, caro.
Dentro, una sola hoja con membrete de Columbia:
La Beca Eduardo Sterling ha sido revocada debido a conflictos de interés con beneficiarios familiares. Efectivo inmediatamente.
La beca que creo su abuelo para estudiantes sin recursos. La que mantenía a Ethan en la universidad sin deudas.
Sacó su teléfono. Un mensaje de número desconocido, enviado hace tres horas:
"Te dije que te prepararas. Esto es solo el comienzo. -S"
Arrugó el papel mientras las uñas se le clavaban en las palmas. Stefan no solo la había atacado a ella. Había destruido la beca de su abuelo. Había usado su legado como arma, sabiendo exactamente a quién lastimaría.
Se dejó caer en el sofá, aún sosteniendo el papel arrugado, y un recuerdo llegó sin permiso.
Tenía once años. Stefan dieciséis. La fiesta de cumpleaños de Richard Vanderbilt llenaba los jardines de la mansión con invitados importantes, y su abuelo la había obligado a ponerse ese vestido ridículo con encaje que le picaba el cuello.
—Ve a socializar, cariño —le había dicho Eduardo—. Los Vanderbilt son nuestra familia. Ve con Stefan.
Lo encontró junto a la piscina con unos adolescentes. Sofía Martínez estaba ahí, sentada en el borde con los pies en el agua, riendo de algo que Stefan acababa de decir. Luciana se acercó con pasos tímidos.
—Hola, Stefan.
Él apenas la miró.
—¿Qué quieres, niña?
—Mi abuelo dijo que debería... que podríamos...
—Estoy ocupado.
Sofía sonrió. Esa sonrisa que Luciana aprendería a reconocer con los años. Dulce en la superficie. Cruel debajo.
—Luciana ¿Todavía juegas con muñecas? Te puedo coseguir una.
Las risas de los adolescentes la rodearon.
—No... yo... —Luciana retrocedió, las mejillas ardiendo.
—Vete a jugar con niños de tu edad —dijo Stefan sin siquiera voltear.
Se fue corriendo hacia el interior de la mansión, las lágrimas quemándole los ojos.
Desde una ventana del segundo piso, los vio durante el resto de la tarde. Stefan y Sofía, siempre juntos. Siempre riendo. Siempre mirándola cuando pasaba cerca, susurrando cosas que hacían que Sofía soltara esas risitas molestas.
Durante años lo intentó. Cada reunión familiar, cada evento, cada oportunidad que tenía. Luciana se ponía sus mejores vestidos, practicaba conversaciones inteligentes, intentaba interesarse en las cosas que le gustaban a Stefan.
Nada funcionaba.
Él siempre estaba demasiado ocupado. Siempre la recibía con esa mirada de fastidio que ella conocía bien.
—Son cinco años de diferencia —se decía a sí misma—. Por eso no quiere hablar conmigo.
Pero sabía que no era solo eso. Era algo en ella. Algo que él encontraba molesto, insignificante, digno de burla.
Con el tiempo, se cansó de intentar. Se aburrió de ser la niña persistente que todos veían con lástima. La pequeña Sterling que no entendía que el nieto Vanderbilt solo la veía como obligación social.
Cuando Stefan se fue a Harvard, Luciana sintió alivio. Ya no tendría que soportar esas reuniones incómodas, esas sonrisas falsas, esa sensación constante de no ser suficiente.
Durante años no supieron nada el uno del otro. Luciana creció, fue a Columbia, conoció a Ethan. Construyó una vida donde Stefan Vanderbilt no existía.
Cuando Stefan regresó.
Lo vio por primera vez en una gala benéfica. Alto, elegante, con ese traje oscuro que le quedaba perfecto. Ya no era el adolescente arrogante que la había ignorado. Era un hombre. Poderoso. Atractivo. Distante.
Sus miradas se cruzaron a través del salón.
Él levantó su copa. Un saludo cordial. Educado.
Ella asintió.
Y eso fue todo.
En los eventos que siguieron, el patrón se repitió. Un "hola" cuando se cruzaban. Un intercambio breve sobre negocios o clima. Nada más. Como dos extraños que compartían apellidos famosos pero ninguna conexión real.
Luciana nunca le contó a nadie sobre esos años de humillación infantil. Sobre las veces que había llorado después de sus rechazos. Sobre cómo Sofía la había hecho sentir pequeña, tonta, inadecuada.
Había enterrado todo eso.
Hasta ahora.
Abrió los ojos y miró el papel arrugado en su mano. Stefan había pasado años ignorándola, años haciéndola sentir invisible. Y ahora, cuando finalmente la veía como algo más que la niña molesta con vestidos de encaje, era solo para destruirla.
Los siguientes diez días fueron un limbo.
Dejó de ir a clases. Dejó de contestar llamadas. Los paparazzi acampaban frente a las puertas de la mansión Sterling. Chloe vino tres veces. Luciana la vio desde la ventana del segundo piso pero nunca bajó.
—Luciana, querida —la voz de Catherine sonó por teléfono al tercer día—. El diseñador vendrá mañana para la prueba del vestido. He elegido esmeralda. Resaltará tus ojos en las fotografías.
Luciana, envuelta en la bata de su abuelo, sentada en el suelo del vestidor donde solía esconderse de niña, apenas murmuró un "está bien".
—Come algo, por favor. Necesitamos que te veas radiante.
Radiante. Como si pudiera brillar cuando todo dentro de ella se había apagado.
Al día siguiente la convirtieron en muñeca. La midieron, la pincharon con alfileres, la vistieron. El vestido era perfecto, pero era como si hubiera sido diseñado para otra persona. Se miró en el espejo de cuerpo entero. No reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. Parecía fría. Inalcanzable. Exactamente lo que Elite Manhattan había descrito.
Stefan no volvió a contactarla. Ni llamadas, ni mensajes, ni siquiera otra amenaza. El silencio era peor que cualquier insulto.
Pero los golpes seguían llegando. Pequeños. Precisos. Un artículo en el Times sobre su "ambición calculada". Rumores en Columbia sobre cómo había "usado" a Ethan como pantalla. Comentarios en redes sociales que la llamaban manipuladora. Cada golpe tenía las huellas de Stefan, aunque nunca podría probarlo.
La noche antes de la fiesta, Luciana se quedó frente al espejo de su vestidor hasta el amanecer. Había llorado todo lo que tenía. Había rogado todo lo que podía rogar.
Mañana sonreiría para las cámaras. Tomaría su mano. Usaría su anillo. Y mientras el mundo los veía como la pareja perfecta, ella encontraría lo que él estaba escondiendo.
Porque todos tenían secretos. Especialmente los hombres que atacaban con tanta precisión.
Mientras Luciana afilaba su furia en silencio, Stefan descargaba la suya en el único lugar donde podía respirar.
—Queda un día —Sofía cerró la puerta de su oficina con los ojos rojos—. Mañana te verán ponerle un anillo.
—Es solo teatro. Sabes a quién...
—Lo sé —lo interrumpió con una sonrisa triste—. Pero la mujer que amas no dormirá en tu cama, Stefan. La mujer que amas no llevará tu apellido.
Se acercó lo bastante para que él sintiera el perfume de su piel.
—En seis meses, ese matrimonio será solo una firma más. Una farsa más. Y cuando todo se derrumbe, ¿a quién vas a mirar buscando aire? —susurró, rozándole la mejilla con los dedos—. A mí, Stefan. Siempre terminas volviendo a mí.
Él la atrajo hacia sí sin pensar. La besó con rabia, con una desesperación que no entendía.
—La noche de la fiesta —susurró Sofía contra sus labios—. Antes de que sea demasiado tarde. Demuéstrame que soy yo.
Stefan, atrapado entre lo que le ordenaban ser y lo que realmente era, asintió. No sabía que estaba cavando su propia tumba.
La tarde de la fiesta llegó con nubes grises que no se decidían a soltar la tormenta.
Luciana se vistió en silencio. El vestido esmeralda se sentía pesado. La señora Harrington, quien la había cuidado desde niña, la observaba con tristeza.
—Se ve hermosa, señorita Luciana. Su abuelo estaría...
—No —la cortó con voz plana—. No lo estaría.
No quedaba nada de la estudiante que había llorado en la biblioteca. La mujer que se puso los pendientes Sterling tenía los ojos secos y la espalda recta.
El Bentley se detuvo frente a la mansión Vanderbilt. Cientos de invitados llenaban los jardines. Los flashes de los fotógrafos estallaban desde las vallas como relámpagos constantes.
El chofer abrió la puerta.
Luciana respiró hondo. Sintió el peso del vestido, de dos apellidos, de la mirada de Stefan que sabía la estaría esperando en algún lugar.
Y salió del auto.
La música flotaba en el aire. Las luces la cegaban. Caminaba hacia el centro de la jaula que habían construido para ella, pero por primera vez en diez días, no se sentía como víctima.
Su ejecución social estaba por comenzar. Pero su mente no estaba en el qué dirán. Estaba en la beca de Ethan. En el legado de su abuelo. Estaba en esa niña de once años que había llorado junto a la piscina de los Vanderbilt.
Stefan creía que había ganado. Creía que la había doblegado.
Pero su abuelo le había enseñado que los Sterling no se quebraban. Aprendían, esperaban, y cuando llegaba el momento, devolvían cada golpe con intereses.







