La Caída

El salón brillaba con luz dorada que rebotaba en los cristales de los candelabros. Luciana sostenía la mano de Stefan mientras los flashes estallaban a su alrededor como explosiones silenciosas, cegándola.

Su mano ardía donde él la tocaba. Demasiado apretada. Demasiado posesiva. Como si fuera un objeto que necesitaba mantener controlado.

—Sonríe más —murmuró Stefan entre dientes, su boca cerca de su oído pero sus palabras filosas como vidrio—. Pareces una rehén.

Soy una rehén, pensó Luciana. Pero sonrió más ampliamente, sintiendo cómo los músculos de su cara protestaban por la falsedad.

Los invitados los rodeaban en círculos concéntricos, como tiburones que olían sangre en el agua. Todos querían un momento con la pareja del año, con la fusión que haría historia.

—¡Stefan! ¡Luciana! Una foto para Vanity Fair!

—Señorita Sterling, ¿cómo se siente al unir dos dinastías?

—¡Stefan! ¿Cuándo supiste que era ella?

Stefan soltó una risa que sonaba practicada, perfecta.

—Siempre lo supe.

La mentira era tan descarada que Luciana casi se atragantó con su champán.

Richard apareció a su lado, radiante, con una mano en el hombro de Stefan y la otra extendida hacia Luciana en un gesto paternal que la hizo sentir náuseas.

—¡Queridos amigos! —Su voz resonó por el salón, silenciando las conversaciones—. Esta noche celebramos no solo un compromiso, sino la unión de dos familias que han construido este país. Eduardo estaría orgulloso de ver a su nieta...

Luciana dejó de escuchar. Las palabras de Richard se convirtieron en ruido blanco mientras miraba alrededor del salón.

Quinientos invitados. Diamantes que valían más que casas. Vestidos que costaban más que autos. Y ni una sola persona que realmente le importara.

Chloe y Lilly no estaban invitadas. No eran "apropiadas" para un evento Vanderbilt.

Ethan... Ethan probablemente estaba en su dormitorio empacando sus cosas, preparándose para dejar Columbia porque ya no podía pagar la matrícula.

Su abuelo estaba muerto.

Y ella estaba aquí, sonriendo como un maniquí mientras un hombre que la odiaba fingía amarla.

—...y ahora, el anillo —dijo Richard con flourish teatral.

Un empleado apareció con una caja de terciopelo negro. La abrió.

El anillo era obsceno. Un diamante del tamaño de su uña rodeado de esmeraldas más pequeñas. Debía costar más que la educación universitaria de cincuenta estudiantes.

Stefan lo tomó con dedos que temblaban ligeramente. ¿De furia? ¿De asco?

—Luciana Sterling —dijo en voz alta para que todos escucharan, mirándola con ojos que prometían venganza—. ¿Aceptas casarte conmigo?

Las palabras correctas. El tono correcto. Todo perfectamente ensayado.

Pero sus ojos decían: Te odio. Te odiaré cada día de este matrimonio falso.

Luciana extendió su mano. Tembló solo un segundo antes de que lograra controlarla.

—Sí, acepto.

Las palabras salieron más fuerte de lo que esperaba. Más firme.

Stefan deslizó el anillo en su dedo. Frío. Pesado. Como un grillete de oro y diamantes.

Los aplausos explotaron. Los flashes se volvieron frenéticos.

Stefan la atrajo hacia sí y la besó.

Fue breve. Mecánico. Sus labios tocaron los de ella por menos de dos segundos, sin calor, sin emoción. Como besar mármol.

Cuando se separaron, la sonrisa en su rostro totalmente fingida.

—Ya eres mía, Sterling —susurró solo para ella—. Y te voy a destruir por esto.

Se alejó antes de que ella pudiera responder, tragado por la multitud de felicitaciones.

Luciana se quedó ahí parada, con el anillo pesándole en el dedo como plomo.

Y entonces, a través del mar de rostros sonrientes, sus ojos se encontraron con otros.

Sofía Martínez, todavía junto a las puertas del jardín, la observaba con una intensidad que la atravesó como una bala.

En sus ojos no había confusión o curiosidad.

Había odio puro.

Un recuerdo le llegó de gole.

Once años. Fiesta de cumpleaños de Richard. Su abuelo la había obligado a ponerse un vestido de encaje que le picaba.

—Ve con Stefan, cariño —dijo su abuelo.

Lo encontró junto a la piscina rodeado de adolescentes. Sofía estaba sentada en el borde del agua, riendo. Tocándole el brazo. Stefan la miraba como si fuera lo único que existía.

—Hola, Stefan.

Él apenas giró la cabeza.

—¿Qué quieres, niña?

—Mi abuelo dijo que tal vez...

—Estoy ocupado.

Sofía se inclinó hacia adelante con esa sonrisa dulce y terrible.

—¿Todavía juegas con muñecas, Luciana? Quizás podría conseguite una.

Risitas sofocadas. Crueles.

—Vete a jugar con los niños de tu edad.

Luciana retrocedió, las mejillas ardiendo.

Ya se habían olvidado de ella. Stefan susurraba algo a Sofía. Ella reía.

Luciana corrió hacia el interior de la mansión, lágrimas quemándole los ojos.

Desde la ventana del segundo piso los vio durante horas. Stefan con su brazo alrededor de Sofía. Ella con la cabeza en su pecho. Cuando Luciana pasó cerca camino al auto, los escuchó susurrar. Vio cómo Sofía la señalaba. Vio cómo Stefan sonreía—no con maldad, sino con indiferencia.

Como si ella fuera tan insignificante que ni siquiera merecía su crueldad. Solo su olvido.

Luciana parpadeó.

Nada había cambiado en la actitud de Sofía hacia ella.

La siguiente media hora fue un borrón de conversaciones forzadas.

Sonrió a socios de Vanderbilt Corp que veían en ella un activo multimillonario, no una mujer de luto. Estrechó manos de mujeres de la alta sociedad que analizaban su vestido, su maquillaje, su anillo, buscando defectos que reportar en sus almuerzos del martes.

Nadie mencionó a su abuelo. Nadie preguntó cómo estaba. Solo hablaban de la fusión, del futuro brillante, de lo perfecta que era la unión.

Su abuelo llevaba muerto dos semanas y ya lo habían olvidado.

—Luciana, querida —Catherine apareció a su lado con una copa de champán—. Estás deslumbrante. Absolutamente perfecta.

Perfecta. La palabra que su abuelo nunca había usado porque él la amaba imperfecta, real, viva.

—Gracias, Catherine. La fiesta es hermosa.

—Solo lo mejor para la familia. —Sus ojos escanearon el salón—. ¿Has visto a Stefan? Hace diez minutos que desapareció.

Luciana miró alrededor. Catherine tenía razón. Stefan no estaba.

—Estará... en el baño, supongo.

—Hmm. —Catherine frunció el ceño—. Ese muchacho. Siempre desapareciendo en el momento equivocado.

Se alejó, claramente molesta.

En el tercer piso, Stefan cerraba la puerta de su habitación.

—Van a notar que no estoy —dijo, pero su voz ya no sonaba preocupada.

—Que lo  noten —susurró Sofía. Llevaba un negligé de seda borgoña que él nunca le había visto. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros desnudos. Había encendido velas. El cuarto olía a vainilla.

—Sofía, esto es una locura. Abajo hay quinientas personas...

—¿Y? ¿Vas a sonreír para las cámaras mientras finges que no existo?

Stefan había pasado diez días lastimando a Luciana desde las sombras. Mensajes anónimos. Rumores filtrados. Pequeños golpes que nadie podía rastrear hasta él. Había planeado bajar esta noche, sonreír junto a ella, hacerla sentir cada segundo de su prisión compartida. Pero mirando a Sofía, con sus ojos suplicantes, la venganza contra Luciana pareció distante.

—No voy a fingir —dijo—. No más.

La besó.

—Cuando nos descubran —susurró Sofía contra sus labios—, el compromiso se cancelará. El escándalo será demasiado grande. Richard tendrá que dejarte ir. Y cuando todo se calme, podremos estar juntos.

Stefan se aferró a ese plan como un hombre que lucha por respirar. Nada más existía. Después de tanto esperar, después de tanto desearla, Sofía sería suya por primera vez.

La empujó suavemente hacia la cama.

Sofía se aferró a él, uñas clavándose en su espalda. Solo un poco más, pensó ella. Déjalos subir. Déjalos encontrarnos.

Luciana aprovechó el momento de soledad para respirar. Se movió hacia uno de los balcones franceses que daban al jardín, buscando aire fresco, espacio para pensar.

Pero incluso ahí la siguieron.

Alexander y Victoria Vanderbilt—los padres de Stefan—se acercaron con sonrisas.

—Luciana, qué alegría tenerte en la familia —dijo Victoria, besándola en ambas mejillas con labios que apenas rozaron su piel—. Eduardo habría estado tan orgulloso.

No. No lo habría estado.

—Eres exactamente lo que Stefan necesita —agregó Alexander, su voz ronca por años de whisky y puros—. Una mujer con cabeza sobre los hombros. Alguien que entienda el peso de un apellido.

Luciana sonrió con labios apretados.

—Haré mi mejor esfuerzo.

—Stefan puede ser... difícil —continuó Victoria, bajando la voz como si compartiera un secreto—. Pero es un buen hombre. Solo necesita la influencia correcta. Una esposa que lo mantenga enfocado.

¿Enfocado en qué? ¿En destruirme?

—Estoy segura de que encontraremos nuestro ritmo.

Habló con ellos durante quince minutos más. Respondió preguntas sobre la boda, sobre sus planes de mudarse a la mansión Vanderbilt, sobre herederos futuros que la hicieron querer vomitar.

Cuando finalmente se alejaron, Luciana se dio cuenta de que habían pasado treinta minutos desde que vio a Stefan por última vez.

La tensión comenzó a filtrarse entre los invitados. Las conversaciones se volvían más forzadas. Las miradas se dirigían hacia las escaleras, esperando. La ausencia de Stefan ya no era excentricidad de heredero caprichoso.

Era un insulto deliberado.

Richard apareció junto a Catherine, su rostro tenso.

—¿Dónde demonios está? —siseó—. ¡Es la hora de abrir el vals!

—He enviado a Jackson a buscarlo —respondió Catherine, sus dedos apretando su copa hasta que los nudillos se pusieron blancos—. Debe estar en su habitación.

—¿En su habitación? ¡Durante su propia fiesta de compromiso!

Luciana sintió algo retorcerse en su estómago. Algo estaba mal. Algo más allá de la humillación obvia de estar sola en su propia fiesta.

Había una corriente subterránea de pánico en los ojos de Richard que no entendía.

Jackson—el mayordomo principal—regresó cinco minutos después. Su rostro estaba pálido.

Se inclinó hacia Richard, susurrando algo que Luciana no pudo escuchar.

Pero vio cómo el rostro de Richard se transformaba. De molestia a furia. De furia a algo cercano al terror.

—¿Estás seguro? —Su voz salió estrangulada.

Jackson asintió, miserable.

Richard cerró los ojos por un largo momento. Cuando los abrió, había tomado una decisión.

—Catherine. Alexander. Victoria. —Su voz era de acero—. Vengan conmigo. Ahora.

Se volvió hacia Luciana. Sus ojos estaban llenos de algo que parecía peligrosamente cercano a la lástima.

—Tú también, querida. Esto... te concierne.

El estómago de Luciana se hundió.

—¿Qué está pasando?

—Ven.

No fue una invitación. Fue una orden.


Subieron la escalinata alejándose del ruido de la fiesta. Luciana sentía que cada paso la llevaba hacia algo terrible, inevitable.

El silencio del ala residencial era pesado, opresivo. Los pasos sobre la alfombra persa sonaban demasiado fuertes en sus oídos. Su corazón latía tan rápido que le dolía el pecho.

Quería estar en cualquier otro lugar. En la biblioteca de Columbia con Ethan. En la mansión Sterling con su abuelo. En cualquier momento de su vida que no fuera este.

—Richard, ¿qué está pasando? —preguntó Catherine, su voz subiendo una octava—. ¿Dónde está Stefan?

—En su habitación —respondió Richard sin mirarla—. Con compañía.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

—No —susurró Victoria—. No puede ser tan estúpido.

—Vamos, cariño —Alexander tomó el brazo de Luciana con gentileza inesperada—. Su habitación está al final del pasillo.

Caminaron como procesión funeral. Richard adelante, Catherine y Victoria a los lados, Alexander guiando a Luciana, Jackson cerrando la marcha.

Se detuvieron frente a una puerta de caoba con herrajes de bronce.

Luciana podía escuchar su propia respiración, acelerada, superficial.

Richard no tocó. No dio advertencia.

Abrió la puerta de golpe.


El tiempo se detuvo.

Stefan sobre la cama, sin camisa, el smoking tirado en el suelo. Pantalones desabrochados. Cabello revuelto.

Debajo de él, Sofía Martínez, vestida solo con un negligé de seda borgoña que se deslizaba por sus hombros desnudos.  Su rostro no mostró vergüenza. Mostró frustración.

Los habían encontrado demasiado pronto.

Las velas estaban encendidas por toda la habitación. El aire olía a vainilla y sudor.

Por una fracción de segundo, nadie se movió.

Stefan y Sofía, congelados en el acto. Él sobre ella, las manos en su cintura. Ella con las piernas enrolladas alrededor de sus caderas. 

Luego el mundo explotó.

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