Mundo ficciónIniciar sesiónLuciana entró en la mansión Vanderbilt sintiendo que cada paso la alejaba más de quien había sido.
El vestido esmeralda le pesaba. Había practicado esa sonrisa durante horas—educada, distante, vacía—hasta que su propio reflejo se volvió irreconocible. Los flashes estallaban a su alrededor pero el ruido llegaba amortiguado, como si nadara bajo el agua sin poder salir a respirar.
"Ahí está", susurraban. "La heredera Sterling."
Richard Vanderbilt la interceptó junto a la escalinata.
—Luciana, querida. Estás deslumbrante. Absolutamente perfecta.
Perfecta. La palabra que su abuelo nunca había usado porque él la amaba imperfecta, real, viva.
—Gracias por organizar todo, Richard.
—Solo lo mejor para ti, mi niña. Para ambos —miró alrededor, la sonrisa flaqueando—. ¿Has visto a Stefan?
Ni siquiera había bajado a recibirla.
—No desde el anuncio.
—Ese muchacho. Estará nervioso. ¡Jackson, champán para la señorita Sterling!
La siguiente media hora fue un borrón. Sonrió a socios que veían en ella un activo multimillonario, no una mujer de luto. Nadie mencionó a su abuelo. Nadie preguntó cómo estaba. Solo hablaban de la fusión, del futuro brillante, de lo perfecta que era la unión.
Su abuelo llevaba muerto dos semanas y ya lo habían olvidado.
Entonces Stefan apareció al pie de la escalinata.
Smoking impecable. Expresión de aburrimiento que podría haber sido ensayada. Sus ojos encontraron los de Luciana a través del salón sin calidez. Ni siquiera odio. Solo indiferencia glacial.
Caminó hacia ella mientras los invitados observaban, esperando el momento romántico que nunca llegaría.
—Luciana —dijo su nombre como si le dejara mal sabor—. Qué vestido tan... apropiado.
El insulto era claro. Apropiado para un funeral, no una celebración.
—Stefan. Qué puntual eres.
Él se inclinó, fingiendo besarle la mejilla. Sus labios apenas rozaron su piel.
—Disfruta esta farsa mientras puedas. Es lo único que tendrás de mí.
Desapareció entre la multitud antes de que ella pudiera responder.
Luciana se quedó sola con una copa de champán que no quería, rodeada de extraños que la felicitaban por una jaula que nadie más parecía ver.
Habló con Alexander y Victoria, quienes parecían genuinamente aliviados de tenerla como nuera. Como si ella fuera la solución a un problema que llevaban años tratando de resolver. Luciana sonrió hasta que le dolieron las mejillas. Asintió en los momentos correctos. Dijo las palabras correctas.
Pero el centro de la fiesta seguía faltando.
La tensión comenzó a filtrarse entre los invitados. Las sonrisas de Catherine y Richard se volvían más tensas con cada minuto que pasaba. La ausencia de Stefan ya no era excentricidad de heredero caprichoso.
Era un insulto deliberado.
—¿Dónde está? —siseó Catherine a su esposo—. ¡Es la hora del anuncio!
—Lo encontraré —dijo Richard, y algo oscuro cruzó su rostro.
Luciana sintió un escalofrío. Algo estaba mal. Algo más allá de la humillación obvia de estar sola en su propia fiesta de compromiso.
En el tercer piso, Stefan cerraba la puerta de su habitación.
—Van a notar que no estoy —dijo, pero su voz ya no sonaba preocupada.
—Que lo noten —susurró Sofía.
Llevaba un negligé de seda borgoña que él nunca le había visto. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros desnudos. Había encendido velas. El cuarto olía a vainilla.
—Sofía, esto es una locura. Abajo hay quinientas personas...
—¿Y? ¿Vas a bajar y ponerte ese anillo? ¿Vas a sonreír para las cámaras mientras finges que no existo?
Stefan había pasado diez días lastimando a Luciana desde las sombras. Mensajes anónimos. Rumores filtrados. Pequeños golpes que nadie podía rastrear hasta él. Había planeado bajar esta noche, sonreír junto a ella, hacerla sentir cada segundo de su prisión compartida.
Pero mirando a Sofía, con sus ojos suplicantes, la venganza contra Luciana pareció distante.
—No voy a fingir —dijo—. No más.
La besó.
—Cuando nos descubran —susurró Sofía contra sus labios—, el compromiso se cancelará. El escándalo será demasiado grande. Richard tendrá que dejarte ir. Y cuando todo se calme, podremos estar juntos.
Stefan se aferró a ese plan como un hombre que lucha por respirar. Nada más existía. Después de tanto esperar, después de tanto desearla, Sofía sería suya por primera vez.
La empujó suavemente hacia la cama. Sofía se aferró a él, uñas clavándose en su espalda.
Solo un poco más, pensó ella. Déjalos subir. Déjalos encontrarnos.
Abajo, el pánico se instaló.
—¡Jackson, búsquelo! —ordenó Richard—. ¡Revisen su habitación! ¡Ahora!
Se formó un grupo de búsqueda: Richard, Catherine, Alexander, Victoria y, por obligación, Luciana. Subieron la escalinata alejándose del ruido de la fiesta. El silencio del ala residencial era pesado. Los pasos sobre la alfombra persa sonaban demasiado fuertes.
Luciana sentía que el corazón le iba a explotar. Quería estar en cualquier otro lugar. En la biblioteca de Columbia con Ethan. En la mansión Sterling con su abuelo. En cualquier momento de su vida que no fuera este.
—Vamos cariño, su habitación está al final —le dijo Victoria a Luciana.
Richard llegó primero a la puerta de caoba. No tocó. La abrió de golpe.
Stefan sobre la cama, sin camisa, pantalones desabrochados. Debajo de él, Sofía, solo con el negligé de seda deslizándose por sus hombros. Su rostro no mostró vergüenza. Mostró frustración.
Los habían encontrado demasiado pronto.
Sofía soltó un grito y se cubrió. Stefan se levantó de un salto, el rostro pasando de shock a furia en un segundo.
Catherine gimió como si le hubieran clavado un cuchillo. Alexander maldijo. Victoria se llevó una mano a la boca.
Y Luciana sintió que algo dentro de ella simplemente se apagaba. No era dolor por Stefan. Nunca lo había amado. Era la fatiga de cargar con todo: la muerte de su abuelo, la última voluntad que la había encadenado, el odio de Stefan, esa indiferencia hacia ella que él jamás se molestó en disimular. Era el cansancio de tener veinte años y sentirse como si ya hubiera vivido toda una vida de traiciones. Era darse cuenta de que incluso en su humillación, era invisible.
—¡Abuelo! —rugió Stefan, poniéndose delante de Sofía—. ¡No es lo que parece!
—¡Parece exactamente lo que es! —gritó Alexander—. ¿Te has vuelto loco?
—¡Estamos enamorados! ¡Me quiero casar con Sofía, no con... ella!
Señaló a Luciana con desdén.
La furia familiar cayó sobre Sofía.
—Tú —siseó Catherine—. ¡Pequeña trepadora! ¡Te dimos un hogar! ¡Te tratamos como familia!
—¿Así pagas nuestra generosidad? —escupió Victoria.
Sofía se encogió. El cariño que había conocido desde niña se evaporó. Esto no era lo que había planeado. Había esperado escándalo que cancelara el compromiso. Libertad para Stefan. Un futuro para ambos.
—¡Señor, por favor! —lloró, pero su voz se perdió en el caos.
La voz de Richard cortó el aire.
—María.
El nombre fue suficiente.
—Ve a buscar a su madre, Jackson. Que venga a recoger a su hija.
En medio del escándalo—gritos de Stefan, acusaciones de Catherine, sollozos de Sofía—nadie se fijó en Luciana. Nadie la vio dar un paso atrás. Nadie la vio darse la vuelta con el rostro convertido en una máscara pálida. Nadie la vio bajar la escalinata con piernas que apenas la sostenían, atravesar el salón lleno de invitados que ahora la miraban con curiosidad, y salir por la puerta principal.
Pasó junto al Bentley que esperaba. Siguió caminando por el camino de grava, los tacones hundiéndose en la piedra, tropezando pero sin detenerse. Atravesó las puertas de hierro, dejando atrás la música, las luces, todo.
No miró atrás. No lloró. Solo caminó.
El primero en notar su ausencia fue Richard. Sus ojos se desviaron hacia el umbral vacío donde había estado Luciana hace apenas minutos. El pánico lo golpeó. Había fallado a Eduardo. Le había prometido cuidar de su nieta y acababa de presidir su humillación.
Se volvió hacia su nieto.
—Has destruido todo.
—¡Yo amo a Sofía! —insistió Stefan, pero su voz ya no sonaba tan segura.
—¡No me importa! —bramó Richard—. ¡Acabas de humillar públicamente a Luciana Sterling! ¡Has puesto en riesgo una fusión de mil millones de dólares y deshonrado el nombre de esta familia!
Señaló a Sofía y a María, que acababa de llegar pálida.
—Si Luciana no está de vuelta en esta casa pronto... tú —señaló a Stefan— estás fuera. Desheredado. Sin fideicomiso. Sin apellido. Y estas dos mujeres se van a la calle esta noche. Sin carta de recomendación. Sin nada.
El ultimátum resonó.
—Tienes veinticuatro horas para encontrarla y lograr que te perdone. Y te lo advierto, Stefan, después de lo que ha visto esta noche... dudo que Dios mismo pueda convencerla.
Stefan miró hacia la puerta vacía. La chica que había ignorado toda la noche ahora tenía todo el poder. Y él tenía veinticuatro horas para conseguir lo imposible.
Luciana no supo cuánto tiempo caminó. Los tacones se le rompieron en algún momento y siguió descalza. El vestido se manchó de lodo. El maquillaje se corrió con el sudor.
Cuando finalmente se detuvo, estaba frente a las puertas del cementerio Oak Hill. Cerradas.
Se dejó caer contra ellas y finalmente dejó que todo saliera. No lloró con elegancia. Lloró como niña perdida. Con sollozos que le dolían en el pecho, con lágrimas que no podía parar.
—¿Por qué? —le preguntó al cielo vacío—. ¿Por qué tomaste esta decisión?
Pero Eduardo Sterling estaba muerto y enterrado, y sus últimas voluntades se habían convertido en cadenas.
Su teléfono vibró. Luego otra vez. Diecisiete llamadas de Richard. Veinte de Catherine. Mensajes desesperados. Incluso uno de Stefan: "Vuelve."
Como si tuviera derecho.
Luciana miró la pantalla iluminada. Todos esos nombres. Todas esas personas que decían preocuparse pero que realmente solo querían lo que ella representaba. Nadie preguntaba cómo estaba. Solo dónde estaba.
Con el pulgar temblando, apagó el teléfono y vio cómo la pantalla se volvía negra, sintiendo que con ella, una parte de sí misma desaparecía del mundo.
Se quedó ahí sentada, con la espalda contra las puertas del cementerio donde descansaba su abuelo, con el vestido hecho jirones. Ya no pensaba en Stefan ni en Richard ni en imperios.
Pensaba en su abuelo diciéndole: Nunca dejes que te obliguen a ser alguien que no eres.
Y se dio cuenta, sentada en el lodo y la oscuridad, que ya no sabía quién era. Solo sabía quién no quería ser.
El teléfono vibró una última vez en su mano, la pantalla quedó negra.
Luciana cerró los ojos, dejando que el frío de la noche la envolviera como un abrazo que nadie más le había dado esa noche.







