NO HAY ROSA SIN ESPINAS

NO HAY ROSA SIN ESPINASES

Romance
Última actualización: 2025-08-30
Tatty G.H  En proceso
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Resumen
Índice

Cuando Edith ayuda a su adinerada amiga a fugarse para huir de un compromiso arreglado, automáticamente se condena como su sustituta. El prometido, más que un magnate ruso con gran fortuna resulta ser más de lo que dice, un agente líder del Spetsnaz del FSB, una unidad especial y secreta rusa. Y el matrimonio es más que una unión: es una asociación avalada por 2 países rivales para asegurar una alianza y el control "amigable" de una familia corrupto y potencialmente amenazante.

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Capítulo 1

NO COMENTAS ACTOS MALOS QUE PAREZCAN BUENOS

La lluvia fina de LA, apenas una brisa nocturna, empañaba los cristales del desgastado Fiesta que Edith conducía, difuminando las luces de los elegantes faroles a los costados de la casi vacía carretera. Sus nudillos estaban blancos, aferrados al volante con una fuerza que delataba el nudo de ansiedad y la tensión que le estrujaban el pecho. En el asiento trasero, en una maleta Louis Vuitton de tamaño mediano, que Edith había sacado del enorme y bien surtido vestidor de su adinerada amiga, iba empacada toda la locura que llevaría a cabo esa noche.

¿En qué momento decir "sí" a tu mejor amiga se convirtió en un posible delito? Se preguntó por centésima vez, mordiéndose el labio hasta provocarse dolor y con más ganas de dar un volantazo y volver por la misma calle.

Sin embargo, la imagen de Amelie, arrodillada en la alfombra persa del recibidor de la rica mansión, con gruesas lágrimas surcando su impecable maquillaje, aún quemaba la retina de Edith.

"¡Es un monstruo, Edie, un tirano enfermo! ¡Un tipo frío con apetitos retorcidos que te pondrían los pelos de punta! Le había dicho Amelie noches atrás, cuando volvió abruptamente a medianoche de un viaje al extranjero, donde conoció por primera vez al hombre con quien su familia quería casarla. ¡No puedo casarme con él! ¡No quiero! ¡Me moriría! ¡Él me mataría! ¡Sí me caso, viviré un infierno al lado de ese hombre!

Edith no conocía los rumores vagos y siniestros sobre el hombre extranjero, de lazos politicos invaluables, ahogado en una inmensa fortuna y con un increíble patrimonio en bienes, con quién Amelie debía casarse por decisión de su padre, y nunca los hubiese tomado en serio... De no ser porque Amelie había ido a conocerlo en persona a su país, confirmando cada rumor...

Edith respiró hondo. Lo hacía por su amiga, por la hermana de crianza que había tenido todo, pero que había crecido sin libertad. ¿Cómo no ayudarla cuando practicamente le había rogado?

Apretó el acelerador, dirigiendo el coche hacia la dirección que Amelie le había susurrado horas antes: una mansión modernista de concreto y cristal, imponente, que se alzaba sobre una loma en la parte más cara de LA, donde solo residían famosos, políticos y grandes figuras.

Cuando llegó, estacionó en la sombra de un gran árbol, lejos de los demás vehículos, que eran deportivos exóticos y otros discretamente lujosos con los vidrios polarizados negros. Apagó el motor y reclinó el asiento para esconderse. Solo podía esperar ahora; el resto dependía de Amelie.

La lluvia golpeaba suavemente el techo del auto, marcando un tranquilizador compás en su acelerado corazón. Las horas pasaron. Risotadas y música clásica escapaban por las ventanas, colándose por los gruesos muros de esa mansión como susurros lejanos.

Finalmente, cerca de las 3 de la madrugada, la pesada puerta principal se abrió, derramando un cuadro de luz dorada hacia la oscuridad del exterior. Una figura esbelta y elegante caminó cuidadosamente por los escalones, andando con tacones que crujían sobre la gravilla mojada. Era Amélie.

Respirando con gran alivio, Edith encendió el motor y se acercó en el mayor silencio. Amelie abrió la puerta trasera, mojando el asiento con su abrigo de piel real.

—¡Gracias, Edie! —le sonrió temblorosamente—. Empezaba a temer que te arrepintieras, que fueses con mis padres...

Su voz dulce se apagó, pero los ojos siguieron brillándole con una mezcla de pánico y euforia. Edith le devolvió una sonrisa nerviosa y se giró en el asiento para ver a su amiga.

—No soy una traidora —le sonrió, para hacerla sentir menos nerviosa—. ¿Ahora qué sigue?.

La chica rica le entregó a Edith un juego de llaves, con un llavero de metal colgando.

—Toma. El auto es un Aston Martin negro, está estacionado junto a la fuente. Sube a él y espera.

Confundida, Edith tomó las llaves y miró el pesado llavero, que más que metal, parecía ser de plata.

—¿Y esto?

—Son del dueño del auto. Debes irte con él, en mi lugar —le dijo Amelie, sacándose el mojado abrigo y explicando todo como si fuese lo más obvio del mundo.

—¿Qué? —Edith vio a su amiga con ojos grandes apenas oyó lo último—. ¡No! Yo solo vine a dejarte mi coche y traer tu equipaje. ¡¿Irme yo con un extraño?!

—¡Es la clave para que no sospechen! —insistió Amelie, adelantándose en el asiento para ponerle una mano en la boca a Edith y mirando con nervios al exterior. Sus manos estaban hechas hielo—. Todos creerán que soy yo. Qué me fui con ese... tipo. Es lo normal aquí y nadie notará mi ausencia hasta mañana. Solo sube al auto, no hables y déjate llevar a casa.

Edith vio cómo los ojos de su amiga le suplicaban, pero no se convenció.

—¿Me llevará a casa? —preguntó con la voz ahogada por la mano de Amelie.

La joven rica asintió de inmediato y sonrió.

—Lo hará. Él ni se dará cuenta de que no soy yo, porque no sabe a quién llevará en su auto. Es un juego.

Estas palabras extrañaron muchísimo a Edith. ¿Cómo es que un hombre cede las llaves de su auto a una mujer sin saber quién es?

—No entiendo...

Amelie movió la cabeza con exasperación, incrédula de que Edith no la entendiera.

—La fiesta termina con un juego —explicó rapidamente, revisando que sus documentos importantes estuviesen en la maleta Louis Vuitton—. Los varones en la fiesta ponen las llaves de sus autos en un jarrón y, al terminarse todo, las mujeres toman una llave y eso decidirá qué hombre las... lleva a casa.

Antes de que Edith pudiera protestar o decir que ese juego sonaba ridículo, Amelie le quitó la mano de la boca y la hizo salir del coche, para tomar el lugar del piloto y mirarla una última vez.

—Gracias por esto, Edie. Te llamaré tan pronto como pueda —le sonrió y desapareció en la noche, dejando a Edith sola bajo la llovizna con las llaves de un desconocido y un plan que ya tenía un sabor a arrepentimiento.

Segundos después de que Amelie se perdiera en la calle, con el corazón latiéndole con fuerza, Edith miró las llaves en su mano. Ya estaban empapadas. Con un suspiro de resignación, buscó el Aston Martin negro. Lo encontró desactivando la alarma; estaba al fondo de una fila, estacionado como un animal elegante dormido bajo la tenue luz.

Abrió la puerta y se deslizó en el asiento del copiloto, sintiendo como un agradable olor a cuero nuevo y limpio le impregnaba el olfato. Puso las llaves en el lugar del piloto y esperó, sintiéndose como una impostora, una intrusa en un drama que no era suyo.

A diferencia de Amelie, el dueño del coche no tardó en salir de la casa. Como una sombra, se acercó a la fila de autos y la puerta del conductor se abrió. Después de verla sentada, el hombre se acomodó detrás del volante. Edith contuvo el aliento.

El tipo era... impactante. No parecía común en absoluto. Y tampoco era alguien similar a los amigos de Amélie, tampoco se parecía a nadie de la ciudad; no, más que eso, no se parecía a nadie de ese país. Sus rasgos, todo su aspecto, eran increíblemente únicos y distintos.

El hombre llevaba el cabello rubio casi blanco, peinado con precisión militar, y unos ojos azules que, incluso en la penumbra que reinaba dentro del auto, resplandecían como joyas bajo el mar y parecían capaces de verlo todo. Su complexión era poderosa, llenando el espacio en el coche con una presencia tangible y abrumadora, demasiado intensa que Edith sintió que la aplastaba.

Vestía un traje negro impecable que no lograba ocultar los músculos en sus hombros y tampoco disimulaba para nada los impresionantes 2 metros que medía el tipo. Edith notó que olía a whisky caro y a aire frío.

—Buenas noches. —La miró, hablándole con una voz difícil y diferente, rasposa.

En la oscuridad, las mejillas de Edith se pusieron rojas como manzanas y no pudo devolverle el saludo porque las palabras se quedaron atoradas en el fondo de su garganta. Al verla así de nerviosa, una sonrisa leve, casi burlona, se dibujó en los labios del hombre. No le dijo nada más, solo encendió el motor con un rugido suave y potente, y salió a la carretera.

Mientras cruzaban las calles bajo la llovizna, Edith se mordió el labio, recordando las instrucciones de Amelie: ve con él, no hables. El silencio era denso, cargado con una electricidad que erizaba la piel. Él conducía con confianza, dueño de cada movimiento y luciendo mucho más relajado que ella. ¿Un tipo que lucía tan serio e imponente como un león había aceptado participar en un juego tan ridículo como el de las llaves? A Edith le pareció absurdo.

Y sus alarmas comenzaron a activarse cuando se dio cuenta, demasiado tarde, de que iban en dirección contraria a la casa de Amelie. Él la llevó a un barrio de embajadas, hasta una casa imponente y silenciosa.

El motor se apagó y el hombre salió del auto. Edith, con las piernas temblorosas, lo siguió. La entrada estaba a oscuras. Después de cerrar a sus espaldas, él encendió una sola luz, una lámpara de pie que proyectaba sombras largas en el vestíbulo. Y entonces, mientras Edith paseaba la vista por la casa, sin mediar palabra, él se quitó la chaqueta y comenzó a desabrocharse la camisa.

El pánico, como un gato que se eriza, se despertó en el estómago de Edith.

—¡¿Qué... hace?!

Él se detuvo, con los dedos aferrados a los botones superiores y una ceja arqueada en un gesto de genuino desconcierto.

—¿No lo sabe? —se mofó de ella. Su voz era profunda, con un acento ruso que envolvía cada palabra como seda áspera.

Edith apartó la vista del cuerpo semidesnudo del hombre, tan ofendida como ruborizada.

—Yo... solo vine por el auto. Para que me llevara a...

La interrumpió una risa baja, carente de diversión, pero llena de fastidio.

—¿Cree que esto es un servicio de Uber? ¿Es su primera vez jugando?

Sacándose las llaves del bolsillo, se las mostró. El llavero, con una R rusa grabada, se balanceó frente a la cara desconcertada de Edith.

—Usted tomó estas llaves. En mi juego, eso solo significa una cosa: consentimiento íntimo.

El juego de las llaves. Edith lo entendió, sonó como un clic en su cabeza. Las piezas encajaron con un golpe seco y horrible. El famoso juego era un intercambio sexual.

Mientras Edith miraba las llaves balanceándose frente a su rostro, sujetas entre dos de los dedos de ese hombre, pensó rápido. Una fiesta privada, casi secreta. Los invitados eran exclusivamente parejas, amantes, esposos, novios y prometidos. Un juego sexual de intercambio. 

Es un juego. Eso le había dicho Amelie cuando le entregó a Edith las llaves de ese Aston Martin, como si fuese poca cosa, simple diversión para ella y las personas de su círculo social... Lo que no había mencionado fue el trasfondo sexual de ese juego. 

Amelie lo sabía. Lo sabía y no se lo dijo. ¿Se lo había ocultado deliberadamente para que Edith no se negara a suplantarla por el resto de la noche? La vergüenza y la rabia encendieron su rostro. 

—¡Yo no soy...! —se detuvo a punto de delatarse—. Yo no... vine aquí para eso. No quiero hacer nada con usted. Hay un error...

Roja hasta la raíz del cabello, intentó esquivar al tipo para llegar a la puerta, pero el brazo, largo y fuerte como una barra, se interpuso en su camino. Edith se quedó de piedra, conteniendo el aliento.

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