Mundo ficciónIniciar sesiónÁmbar pensaba que tenía una vida perfecta hasta que la traición más cruel la golpeó de frente: su esposo Vidal la engañaba con su hermana gemela, Alaska, y juntos habían tramado usarla como simple incubadora para engendrar al hijo de ambos. Desgarrada y humillada, se prepara para librar una guerra contra ellos, pero un giro inesperado cambia el rumbo de todo. Lo que Ámbar llevaba en su vientre no era fruto de ese perverso plan, sino de una inseminación artificial ligada a un hombre que yacía en coma. Ámbar se divorcia y une su destino al de ese hombre silencioso, un esposo que nunca conoció… hasta que, contra todo pronóstico, él despierta. Juntos intentarán construir una vida marcada por la existencia de ese niño y el surgimiento de un nuevo amor, mientras el pasado regresa con fuerza. Porque Vidal no está dispuesto a perderla y hará lo imposible por recuperarla, aunque eso signifique desatar la tormenta que amenaza con destruirlos a todos.
Leer más“Los declaro marido y mujer”
El juez de paz pronunció la frase. No había invitados, ni música, ni decoración: solo paredes blancas, un par de testigos y el zumbido constante de los monitores médicos.
En la camilla yacía un hombre en estado de coma, conectado a diversos equipos que registraban su respiración y ritmo cardíaco. Sus manos estaban quietas, apoyadas a los costados del cuerpo, y su rostro, sereno no mostraba reacción alguna ante lo que ocurría.
Una mujer vestida de blanco, con un vestido sencillo, se acercó al extremo de la camilla. Sostenía un pequeño ramo de flores y se inclinó lo suficiente para depositar un beso en sus labios. Con movimientos precisos, le colocó el anillo en su dedo, para luego colocarse uno a sí misma, recordando que él no podía hacerlo.
La declaración del juez había concluido, la acción de la mujer completó lo que la ceremonia exigía, y en ese espacio clínico, oficialmente, se habían convertido en esposos.
Sin embargo, nadie contaba con que, al poco tiempo, el hombre despertaría de su estado de coma, descubriendo que lo habían casado con una mujer que ni siquiera conocía.
—Así que, ¿tú eres mi esposa?
—Sí. Soy tu esposa, y estoy esperando a tu hijo.
Pero la pregunta permanecía: ¿cómo habían llegado a ese punto?
[Dos meses antes]
—Ah… ah… mmm… —los gemidos suaves y entrecortados viajaban a través del silencio. No eran demasiado altos, pero en el pasillo reinaba tal quietud que cada exhalación de placer se volvía más nítida. Entonces, unos pasos empezaron a acercarse hacia la habitación de donde provenían aquellos gemidos.
Ámbar avanzó despacio hasta llegar a la puerta y posó su mano sobre el frío picaporte para girarlo cautelosamente, lo suficiente para permitir que una rendija de luz escapara de la habitación. Ámbar se inclinó hacia adelante y asomó un ojo, a lo que su pupila se hizo pequeña al ver por sí misma aquella turbia escena.
Allí, en el centro de la cama deshecha, dos cuerpos se entrelazaban con frenesí. Brazos y piernas se enredaban en un vaivén hipnótico, lleno de un deseo brutal. Un hombre y una mujer. Su marido, y su hermana gemela.
Ámbar se quedó paralizada, con el ojo clavado en aquella rendija que le mostraba la escena más cruel de su vida: el instante exacto en el que su marido, Vidal, y su hermana gemela, Alaska, se entregaban a un engaño imperdonable.
Su corazón se comprimió de golpe y un nudo áspero trepó por su garganta. Sin darse cuenta, llevó una mano a la boca para sofocar el sollozo que amenazaba con escapar. En su mente estallaron mil formas de reaccionar. Quiso irrumpir en la habitación de un golpe, abrir la puerta con violencia, señalar a los dos culpables con la ira de una mujer ultrajada y gritarles en la cara la traición de la que estaba siendo testigo.
Sin embargo, su cuerpo no respondió a esos impulsos. Estaba paralizada, en un estado de conmoción tan profundo que las piernas se le entumecieron, como si se hubieran convertido en raíces que la mantenían anclada al suelo. Era incapaz de moverse, incapaz de reaccionar, atrapada en un estado de shock absoluto.
Finalmente, apartó la mirada de la rendija, como si hacerlo pudiera devolverle el aire que sentía perder. Se apoyó con la espalda contra la pared, cerró los ojos y trató de respirar con calma, aunque cada inhalación le resultaba difícil. Apretó los labios, conteniendo un gemido ahogado de dolor, cuando de pronto escuchó la voz entrecortada de Vidal, tan cercana que le taladró los oídos.
—Alaska… me gustas. Me gustas mucho… —expresó él.
Ámbar se quedó helada, con las manos heladas contra su vientre, como si necesitara un ancla para no desplomarse. Entonces, escuchó la voz de su hermana respondiendo a aquella declaración.
—¿De verdad? ¿Más que mi hermana? —preguntó, con una ansiedad que se confundía con la excitación del momento—. Soy mejor que ella, ¿verdad?
Vidal no respondió al instante. Para Ámbar, cada segundo de esa pausa se convirtió en una eternidad. Podía escuchar sus propios latidos golpeándole las sienes, podía sentir el vértigo de la espera en cada fibra de su cuerpo.
En el fondo de su corazón, una parte ingenua y herida aún esperaba que él negara, que saliera huyendo de aquella cama maldi*ta. Pero esa esperanza se desmoronó con la contundencia de la respuesta que llegó.
—Sí… —dijo Vidal, con una certeza cruel—. Me gustas más que ella.
El dolor que invadió a Ámbar era indescriptible. Allí estaba la voz del hombre al que había entregado su vida, el hombre que juró amarla, protegerla y honrarla. Allí también estaba la voz de su hermana gemela, a la que había cuidado desde niñas, a quien siempre defendió con uñas y dientes, a quien amaba con la fuerza de un lazo inquebrantable. Y ahora, esas dos voces que eran parte esencial de su mundo se mezclaban en un susurro prohibido de placer que le demostraba que todo lo que había creído real no era más que una cruel mentira.
Los escuchaba. Escuchaba los besos húmedos, los chasquidos sofocados de labios que se buscaban con desesperación. Escuchaba los jadeos de Alaska, suaves pero insistentes, como un veneno que se colaba en cada rincón de su pecho. Escuchaba los movimientos, el roce de las sábanas, los murmullos llenos de pasión.
Entonces la voz de su hermana se hizo clara y maliciosamente sincera.
—Creí que esta noche no me visitarías… —dijo Alaska—. Hoy es tu aniversario con Ámbar, celebraron siete años de casados.
Ese día, para Ámbar, era un símbolo, un día de amor, de unión, de promesas renovadas. Y allí estaba su hermana, mencionándolo como si no tuviera valor, mientras yacía en la cama con el hombre que había jurado amarla eternamente.
—Hace tiempo que no dormimos en la misma cama, lo sabes bien —expuso Vidal—. Sabes que Ámbar ha tenido tantos problemas para embarazarse, y ahora que gracias a la fecundación in vitro finalmente lo logró después de muchos intentos, le dije que era mejor dormir separados. Así pude venir a ti. De todos modos, ya no la soporto, prefiero estar contigo.
Ámbar sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. El esfuerzo, las lágrimas, las esperanzas depositadas en aquel embarazo eran para ella un milagro, una bendición. Y escuchaba ahora cómo él lo usaba como excusa para engañarla, como si sus sacrificios fueran solo un pretexto para abandonarla.
—Sí, desde que mi hermana anunció su embarazo, has venido a mí con más frecuencia —resaltó Alaska—. Te quedas conmigo por las noches, amaneces a mi lado. Es lo mejor que nos ha podido pasar. Y lo mejor de todo es que Ámbar lleva a nuestro bebé en su vientre. Por eso debe cuidarse tanto, ¿no?
—Así es. Fue una buena idea mía… —susurró Vidal con complacencia—. Que pusiéramos nuestro embrión en ella. El tuyo y el mío, que lo implantáramos en su cuerpo. Ahora Ámbar llevará a nuestro hijo, lo llevará por nosotros. Y tú no tendrás que sufrir los síntomas del embarazo, ni sacrificar tu hermoso cuerpo.
—Sí, esa fue tu idea, pero… ¿no crees que fue algo cruel?
—Para nada. Ámbar siempre ha querido un hijo, si ahora podrá tener la experiencia de un embarazo es gracias a nosotros.
El eco de esas palabras se estampó en la mente de Ámbar con una fuerza brutal. Sintió que se desmoronaba por dentro, como si cada fibra de su ser se resquebrajara al comprender la magnitud de la traición. No era solo la infidelidad. No era únicamente el engaño. Era algo mucho más perverso: un plan tramado a sus espaldas, un destino cruel en el que la habían convertido en simple recipiente, en un vientre usado como instrumento, mientras se reían de su ingenuidad.
Aquello terminó de destruir por completo a Ámbar. Había creído, con el corazón henchido de esperanza, que al fin había logrado concebir. Que la fecundación in vitro había sido la respuesta a sus súplicas y que en su vientre crecía el hijo tan esperado: fruto de su propio óvulo y del esperma de Vidal, el hombre al que amaba con devoción.
Había acariciado su vientre con ternura cada noche, había hablado con esa diminuta vida, creyendo que era su hijo, el hijo que tanto había deseado. Pero ahora comprendía la verdad monstruosa: no era suyo. No llevaba a su hijo. No llevaba el fruto de su amor. Ella era solo un receptáculo, un vientre prestado para incubar al hijo de Vidal y de Alaska. Un vientre de alquiler. Una farsa.
El impacto la golpeó de tal manera que sintió que se quedaba sin fuerzas. Su cuerpo comenzó a temblar mientras se apartaba de la puerta. Sus pies, pesados, apenas respondían. Caminaba arrastrándolos torpemente por el pasillo, como una marioneta a la que se le hubieran roto los hilos. Sus manos se elevaron hasta la cabeza, apretándola con desesperación.
«No puede ser… no puede ser real…» Se repetía en silencio una y otra vez, que debía tratarse de una pesadilla, un mal sueño del que en cualquier momento despertaría.
Se alejó cada vez más de la habitación de Alaska hasta que finalmente se apoyó contra la pared. El sudor frío empapaba su frente, su piel había perdido todo rastro de color y el aire se negaba a entrar en sus pulmones. Sentía que el pecho se le cerraba, que el mundo daba vueltas a su alrededor. El estómago le dio un vuelco, la náusea subió con violencia y tuvo arcadas que la obligaron a inclinarse, sofocada, buscando expulsar aquel dolor que la ahogaba.
De pronto, un mareo intenso la embargó, debilitando sus piernas hasta que ya no pudieron sostenerla. El pasillo se desdibujó frente a sus ojos y la oscuridad empezó a invadirla como un velo pesado. Se desplomó lentamente, deslizándose por la pared hasta caer al suelo.
Y justo antes de perder el conocimiento, escuchó una voz femenina, lejana pero alarmada:
—¡Señora! ¡Señora, ¿qué le pasa?! ¡Señora, por favor, conteste!
Era una de las sirvientas, que al verla desplomarse en el pasillo corrió hacia ella, sacudiéndola suavemente, intentando evitar que se sumiera en ese vacío. Pero Ámbar ya no tenía fuerzas; sus párpados se cerraron y, envuelta en la traición más cruel, se entregó a la inconsciencia.
Ámbar despertó avanzada la mañana con los ojos hinchados, ardiendo todavía por el llanto que la había acompañado durante la noche. Dormir le había resultado casi imposible; las horas en que había logrado cerrar los ojos no pasaban de cuatro, y aun así, su sueño había sido entrecortado, inquieto, atravesado por imágenes que le desgarraban el pecho.El cansancio la envolvía por completo, un cansancio físico, emocional y casi espiritual, como si cada fibra de su cuerpo hubiese padecido la misma tormenta. Todavía sentía aquella presión en el pecho, un peso que le impedía respirar con normalidad, y también el retrogusto ácido que anunciaba que, si se descuidaba, podía volver a vomitar.No se encontraba bien, era evidente, pero aun así se obligó a recordar que debía mantenerse firme por el bien de su hijo; la fragilidad de la noche anterior no podía repetirse, no debía permitirse otro colapso, no podía exponerse a una recaída que la condujera una vez más al hospital.Con movimientos lentos
Raymond, aún respirando con dificultad, sintió el agarre desesperado de Layla aferrándose a su torso como si pretendiera retenerlo a la fuerza. Entonces él tomó los brazos de Layla y la apartó de su cuerpo, logrando que sus dedos cedieran, que la piel de él se liberara de aquella sujeción obstinada.Luego, con esfuerzo, retiró también las piernas con las que ella lo rodeaba por la cintura, deshaciendo aquel nudo de sujeción que lo aprisionaba. Se apartó de la cama con rapidez mientras su cuerpo seguía ardiendo y la sangre golpeándole las sienes, pero la lucidez había regresado con ligereza y él se aferró a su razocinio. Caminó hacia la puerta, necesitaba salir de allí, apartarse de aquel escenario que había estado a punto de consumar.Layla, lejos de resignarse, se levantó de un salto. Corrió tras él, descalza, con la bata aún entreabierta, y lo alcanzó antes de que cruzara el umbral. Lo tomó del brazo con ambas manos, jalándolo hacia ella con una súplica desesperada.—Raymond… no, po
A Ámbar le dolía que Raymond le hubiera dicho aquello. Le dolía profundamente. Porque él había afirmado con tanta convicción que no era ese tipo de hombre, que nunca haría algo semejante, que jamás provocaría en ella la humillación que Vidal le había hecho vivir.Y Ámbar, casi contra toda lógica, le creyó. Se había aferrado a esa afirmación como quien se sostiene de un fragmento de madera en medio de un naufragio. Había querido confiar en él, quizá más de lo que se había permitido reconocer.Pero lo que acababa de ver… aquello anulaba cualquier palabra. Había visto a Raymond besando a Layla con una pasión evidente, con una entrega física que no daba lugar a interpretaciones; y Ámbar sabía perfectamente qué seguía después de un beso como ese. Lo sabía con la claridad de quien ha conocido el amor, el deseo, y también la infidelidad. La escena que había presenciado era la antesala inequívoca de lo que sucedería a continuación.Cerró los ojos con fuerza, como si ese gesto pudiera borrar l
Ámbar cruzó el umbral de su dormitorio, empujó la puerta con una brusquedad desesperada y se precipitó hacia el baño. No tuvo tiempo de pensar, ni de respirar siquiera: cayó de rodillas frente al inodoro y empezó a vomitar con una violencia que la desgarraba por dentro. El cuerpo entero le temblaba; el estómago se le contraía una y otra vez, como si quisiera expulsar no solo el contenido de sus entrañas, sino también la escena que la había lacerado hacía unos instantes. Un sudor frío le perlaba la frente mientras las arcadas se repetían sin tregua. El asco no era solo físico: era un estremecimiento moral, una sacudida que le recorría la espina dorsal y que se incrustaba en lo más profundo de su pecho, allí donde comenzaba a formarse el dolor más insoportable. Mientras vomitaba, los sollozos empezaron a escapar de su garganta, como si cada lágrima fuese una grieta adicional en un corazón ya resquebrajado. Le dolía el vientre, le dolía el estómago y le dolía el pecho con una presión in
Ámbar permaneció anclada al umbral como si sus pies hubieran echado raíces en el suelo. La débil abertura de la puerta se convirtió en una ventana hacia una verdad que jamás creyó posible. Raymond estaba sobre Layla, devorando su boca con un frenesí casi incendiario.Era un acto inequívoco, una entrega corporal que Ámbar no había visto jamás en él. La escena, iluminada por luz del dormitorio, parecía irreal, pero el movimiento de sus cuerpos, el ardor evidente en la respiración de Raymond, la forma en que Layla lo recibía con tanto gusto, le confirmaban que aquello no era un espejismo ni un malentendido. Era la realidad. Y entonces, un recuerdo antiguo se abrió paso desde lo más profundo de su memoria. El pasado regresó con el mismo filo con que la había atravesado meses atrás: volvió a verse abriendo una puerta, escuchando gemidos que no reconoció al principio, sintiendo un escalofrío que recorrió su columna antes de comprender lo que estaba a punto de descubrir.Volvió a verse enco
Layla permaneció frente a él, con los ojos suavemente fijos en su rostro.—Tranquilo, todo va a estar bien —articuló.Raymond permaneció en silencio, mientras tomaba conciencia de cada reacción de su propio cuerpo. De pronto, intentó incorporarse para recuperar algo de control.—Tengo que irme.Pero antes de que pudiera levantarse del todo, Layla colocó su mano con delicadeza sobre su pecho, asegurándose de que sus dedos descansaran sobre el torso de Raymond.—Espera, Raymond —susurró—. Solo espera un momento.El contacto provocó una reacción inmediata en él; cada fibra de su cuerpo pareció estremecerse ante la suavidad de sus manos, como si se hubiera vuelto súbitamente hipersensible a cualquier roce.Layla, consciente de ello, empezó a deslizar sus dedos con movimientos medidos por su torso, acompañado con una voz sensual.—Solo quiero cuidarte, nada más —murmuró, inclinándose un poco más para acortar la distancia entre ambos—. Me preocupa que estés así. Es la primera vez que te veo





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