Ciento Veinte Días

Stefan se quedó paralizado en el pasillo mientras las palabras de su abuelo resonaban en sus oídos como una sentencia sin apelación. Veinticuatro horas. Desheredado. A la calle.

Miró a Sofía llorando en brazos de su madre, luego el pasillo vacío por donde Luciana había desaparecido. La elección era simple: orgullo o supervivencia.

—Arreglaré esto.

Bajó las escaleras de dos en dos. El salón seguía sumido en un caos contenido con copas abandonadas y el murmullo de invitados que fingían no haber presenciado nada.

—¿Dónde está Luciana?

—Se fue hace diez minutos—respondió Thomas.

Stefan corrió hacia la noche sin abrigo. El frío de octubre le cortó la respiración mientras gritaba su nombre en la oscuridad. Reconoció al conductor del Bentley esperando junto al auto.

—¿Dónde está la señorita Sterling?

El hombre lo miró con desaprobación.

—Salió caminando, señor. Intenté detenerla pero me ignoró. Parecía en shock.

La imagen de Luciana caminando sola, en tacones, en vestido de seda, en plena noche lo golpeó. Corrió hacia su Aston Martin y el motor rugió cuando arrancó, las llantas chirriando contra el pavimento.

La mansión Sterling estaba a solo tres cuadras. Frenó en seco y golpeó el intercomunicador con urgencia.

—¡Abran! ¡Necesito hablar con Luciana!

La Señora Harrington apareció segundos después en bata, el rostro desencajado.

—Señor Vanderbilt.

Stefan ya estaba entrando, su voz resonando en el vestíbulo vacío.

—¡Luciana!

—No ha venido, señor —la señora Harrington lo siguió, cada vez más alarmada—. ¿Qué pasó? ¿Dónde está mi niña?

Si no estaba aquí, si no había vuelto a casa después de salir así...

—Si la ve, llámeme inmediatamente.

Corrió a su auto mientras marcaba al jefe de seguridad.

—Marcus. Luciana Sterling desapareció a pie desde la mansión Vanderbilt. Su auto sigue aquí. Necesito que revises cámaras de tránsito, estaciones de metro, cualquier cosa. Y consígueme las direcciones de Chloe Morrison y Lilly Chen.

La madrugada se convirtió en un desfile de puertas cerradas. Cuando llegó al apartamento de Chloe cerca de las dos y media, apenas había tocado cuando la voz de ella explotó desde adentro.

—¿Tienes el descaro de venir aquí? ¡Lárgate, monstruo!

En el apartamento de Lilly fue peor. Ni siquiera contestó.

Luego vinieron los hoteles. The Pierre, The Plaza, The Carlyle, St. Regis. En cada uno la respuesta era la misma: no había ninguna Luciana Sterling registrada. Los empleados lo miraban con curiosidad mientras él insistía, verificaba, rogaba.

Cerca de las cinco de la mañana, Stefan llamó a Marcus con los nudillos blancos sobre el volante.

—¿Algo? Dime que encontraste algo.

—Nada, señor. Es como si se hubiera desvanecido.


Mientras Stefan corría desesperado por Manhattan, Luciana seguía sentada contra las puertas de hierro del cementerio Oak Hill, ajena a la búsqueda. El frío de la madrugada le atravesaba la piel a través del vestido esmeralda. Los pies descalzos le sangraban donde los tacones habían dejado ampollas.

No se movía. Solo miraba el cielo que comenzaba a aclararse, pensando en su abuelo enterrado metros detrás de esas puertas. En Ethan, que la había mirado con tanto dolor. En Stefan, que había tenido las agallas de humillarla.

Cuando el sol salió, caminó descalza por las calles vacías mientras la ciudad despertaba. Nadie la reconoció. Era solo una chica más en vestido de fiesta arruinado.

Llegó a Greenwich Village. Un edificio de ladrillo rojo sin portero ni cámaras. Sacó el llavero de su clutch y abrió la puerta que no había abierto en cinco años. El apartamento de soltera de su madre la recibió con polvo y recuerdos que dolían menos que el presente.


Stefan regresó a la mansión Vanderbilt sin novedades. El personal trabajaba recogiendo restos de champán y cristales rotos.

Encontró a su abuelo en el despacho. Richard parecía haber envejecido diez años en una noche.

—No la encontré.

Richard lo miró con decepción.

—No. No lo hiciste.

—¿Dónde están Sofía y María?

—Se han ido. Las envié al campo esta madrugada. Lejos de ti, lejos de este desastre.

Stefan sintió un pinchazo extraño entre alivio y culpa.

—No les hagas nada, por favor. Haré lo que me pidas.

Richard se reclinó en su silla con un suspiro pesado.

—¿Sabes lo que me dijo Eduardo antes de morir? Me confesó que Luciana tenía novio. Ese chico del funeral, Ethan. Estaba enamorada de él.

Stefan sintió que el piso se movía bajo sus pies.

—Eduardo me dijo: "Protégela, Richard, pero no la obligues si se niega. No le rompas el corazón, no permitas que se apague su luz."

Richard se levantó lentamente.

—Pero yo, en mi arrogancia, pensé que sabía más. Pensé que tú eras un hombre de honor que aprendería a amarla con el tiempo.

Se inclinó sobre el escritorio.

—Me equivoqué terriblemente. Se acabó, Stefan. Vete. Eres libre de irte con Sofía. Fuera de mi casa. Fuera de mi empresa. Fuera de mi vida.

Stefan vio su futuro desmoronarse: perderlo todo, ser nadie, convertirse en un hombre sin nombre ni poder. Estaría con la mujer que amaba, pero como un don nadie.

Y entonces su ego herido rugió más fuerte que su sentido común.

—No puede ser verdad.

—¿Qué no puede ser verdad?

—Que ella no me quiere,

Richard lo miró como si viera a un extraño.

—¿Qué importa eso ahora, Stefan? La perdiste. La destruiste.

—¡Importa todo! —la voz de Stefan subió—. Yo pensé que estaba obsesionada conmigo, que había manipulado a su abuelo para atraparme. Siempre fue insoportable: aparecía en todos los eventos, me hacía regalos, buscaba cualquier excusa para hablarme... y yo la ignoraba, porque su perfección aristocrática me molestaba tanto como su insistencia.

Richard lo observaba con algo entre asco y fascinación.

—La acusé, la humillé públicamente, la destruí emocionalmente... ¿Y ahora me dices que era completamente inocente?

—Sí, Stefan. Era inocente. Ahora sal de mi vista.

—¡No! ¡Dame una oportunidad!

—¿Para qué?

—¡Para arreglarlo! ¡Puedo hacer que me perdone! ¡Puedo hacer que me elija!

Un silencio largo llenó el despacho. Richard estudió a su nieto y vio arrogancia desesperada, a un hombre que no soportaba perder, pánico en los ojos de alguien acostumbrado a tenerlo todo.

Y vio, quizás, una última oportunidad de salvar algo.

—Está bien. Ciento veinte días.

Stefan parpadeó.

—¿Qué significa eso?

—Ciento veinte días, Stefan. Cuatro meses. Encontrarás a Luciana dondequiera que esté. La traerás de vuelta. Pero no a la fuerza, no con amenazas, no con manipulaciones.

Richard hizo una pausa deliberada.

—La traerás a este despacho. Ella se parará frente a mí por su propia voluntad. Y me dirá, mirándome a los ojos, que quiere casarse contigo. No por deber. No por contrato. Sino porque genuinamente lo desea.

Stefan procesó la tarea. Era absurda, casi imposible. Pero era una oportunidad.

—¿Y si fallo?

—Entonces te irás sin un centavo. Sin tu fideicomiso, sin tu posición en la empresa, sin tu apellido si pudiera quitártelo legalmente. Te convertirás en nadie.

Richard abrió un cajón y sacó una carpeta, deslizándola hacia Stefan.

—Y hay más. Eduardo dejó una cláusula testamentaria: si no hay boda en seis meses, el cincuenta y uno por ciento de las acciones Sterling van a subasta pública. Los Blackwell y los Clark ya están preparando ofertas hostiles. Si alguno de ellos logra comprar esas acciones, tendrán el control. Y con ese poder podrán desestabilizar también a Vanderbilt Corp.. Todos pagaremos por tu arrogancia, Stefan, tu abuela, tus padres, yo... todos.

Stefan tomó el documento y lo leyó con detenimiento. Pensó en Sofía en el campo, en Luciana odiándolo, en su familia despreciándolo, en su herencia pendiendo de un hilo.

—Acepto el trato.

Richard asintió.

—El reloj empieza ahora. Y Stefan, cada segundo que Luciana permanece desaparecida es tiempo que pierdes.

Stefan salió con un solo pensamiento: tenía que encontrarla.


Pasaron dos días antes de que la viera.

Luciana pasó el primer día tendida en el suelo del apartamento de su madre, con la mirada fija en las grietas del techo. No comió. No lloró. Simplemente existió en ese espacio donde nadie la conocía, donde no era la heredera Sterling ni la prometida humillada.

El segundo día despertó con un propósito diferente. En un cajón encontró los cuadernos de su madre: bocetos a medio terminar, sueños abandonados por un matrimonio conveniente. La historia amenazaba con repetirse.

Tomó uno de los cuadernos y escribió:

Opciones: 1. Huir (¿adónde?) 2. Hacerme cargo de la empresa (¿con qué experiencia?) 3. Casarme con Stefan (nunca) 4. Encontrar una salida que aún no haya visto

Subrayó la número cuatro tres veces.

Cuando Chloe llamó esa mañana insistiendo en que saliera, Luciana ya había tomado una decisión: no sería víctima. Enfrentaría esto de pie.

Se duchó, se vistió y salió del apartamento. Columbia la esperaba con sus miradas y susurros, pero también con algo más: la oportunidad de demostrar que seguía siendo ella.

Se concentró en sus clases y en distraerse con sus amigas. Cuando pensó que se había librado del enfrentamiento, al finalizar su jornada lo vio.

Mientras Luciana entraba en el sector de los estacionamientos, Stefan cruzaba el campus con esa arrogancia que le hervía la sangre. Ella no corrió. Plantó los pies y lo esperó al lado de su auto, porque había pasado dos días planificando su supervivencia, y él no sería quien decidiera su siguiente movimiento.

Stefan la vio desde lejos. Luciana llevaba jeans y suéter oversized, sin maquillaje, el cabello recogido en una coleta. Se veía exhausta y frágil, pero aún así hermosa de una forma que lo desarmó.

Se acercó. Algo se apagó en los ojos de Luciana cuando lo vio.

—Necesitamos hablar —dijo él.

—Tienes cinco minutos —respondió ella sin apartar la mirada, su mandíbula tensa.

—Luciana, necesitas saber algo. Tu abuelo dejó una cláusula en su testamento: si no nos casamos en seis meses, el cincuenta y uno por ciento de las acciones Sterling que están en fideicomiso van a subasta pública. Cualquiera puede comprarlas.

La sangre se drenó del rostro de Luciana.

—¿Qué?

—Los Blackwell ya están preparando una oferta. Los Clark también. Competidores que llevan años esperando destruir Sterling Industries. Si compran esas acciones, toman control total. Doscientos empleados despedidos. La empresa desmantelada y vendida por partes.

—Eso no puede ser.

—Lo es. Eduardo quería proteger la empresa. La cláusula establece dos opciones: o te casas conmigo.

Stefan hizo una pausa, como si le costara continuar.

—O asumes el control operativo de Sterling Industries inmediatamente, con un fideicomiso de dos años supervisado por la junta directiva. Pero seamos realistas, Luciana. No tienes experiencia ejecutiva, nunca has trabajado en la empresa, y los tiburones de la junta te devorarían en semanas. Mi abuelo me dio ciento veinte días para convencerte de que el matrimonio es la única opción viable.

Luciana lo miró con una mezcla de incredulidad y rabia contenida.

—¿Y qué ganas tú con esto?

—Mi herencia, mi posición... y a Sofía. Mi abuelo la tiene encerrada en una casa de campo. Si no me caso contigo, la destruirá, arruinará a su madre. Estoy siendo totalmente honesto contigo, tu también amas a alguien más.

—Entonces haces esto por ella.

—Hago esto porque no tengo opción.

—Qué romántico. Me usas para salvar a tu amante.

—Te uso para que ambos salvemos lo que nos importa.

Luciana abrió la puerta de su auto, negándose a seguir escuchando.

—Adiós, Stefan.

—Luciana, solo dame los ciento dieciocho días que quedan.

—No perderé ni un día contigo.

Stefan dio un paso hacia el auto, su voz bajando a un tono más oscuro.

—Te lo advierto: será por las buenas o por las malas. Tú eliges, Sterling.

—Suerte con eso, Vanderbilt.

Luciana se metió en el auto y cerró la puerta con un golpe que resonó en el aire frío de octubre. El motor arrancó y ella desapareció entre el tráfico sin mirar atrás, dejando a Stefan en el estacionamiento, rodeado de estudiantes que lo observaban y murmuraban. Tenía los puños apretados y la certeza de que esto sería mucho más difícil de lo que había imaginado.

Día 2 de 120.

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