La Trampa se Cierra

Sofía soltó un grito—agudo, perfecto, como si lo hubiera ensayado—y se cubrió el pecho con las manos.

Stefan se levantó de un salto, el rostro pasando de shock a algo más oscuro. ¿Culpa? ¿Furia? ¿Alivio?

No, pensó Luciana aturdida. No alivio. Eso no puede ser alivio.

Catherine gimió como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho. Victoria se llevó una mano a la boca, sus ojos enormes. Alexander maldijo en voz baja, una sarta de obscenidades que sonaban ensayadas.

Y Luciana...

Luciana no sintió nada.

Esperó el dolor. La traición. La humillación.

Pero no llegó.

Porque no podías traicionar a alguien que nunca había sido tuyo. No podías herir a alguien que nunca te había amado.

Lo que sí sintió fue algo mucho peor.

Fatiga.

La fatiga de cargar con todo: la muerte de su abuelo, la última voluntad que la había encadenado, el odio de Stefan, su indiferencia cruel que él nunca se molestó en disimular.

Era el cansancio de tener veinte años y sentirse como si ya hubiera vivido toda una vida de traiciones.

Era darse cuenta de que incluso en su humillación más absoluta, seguía siendo invisible.

Porque todos gritaban. Todos se movían. Todos reaccionaban con furia y horror.

Pero nadie la miraba a ella.

—¡Abuelo! —Stefan finalmente encontró su voz, poniéndose delante de Sofía como escudo humano—. ¡No es lo que parece!

—¡Parece exactamente lo que es! —bramó Richard, su rostro rojo de furia—. ¿Te has vuelto completamente loco?

—¡Estamos enamorados! —Stefan extendió las manos, su voz subiendo hasta convertirse en rugido—. ¡Siempre lo hemos estado! ¡Me quiero casar con Sofía, no con... ella!

Señaló a Luciana con desdén, como si fuera basura en el piso.

Ni siquiera dijo su nombre.

La furia familiar se volcó sobre Sofía como una avalancha.

Catherine cruzó la habitación en tres pasos y abofeteó a la chica con fuerza suficiente para dejar marca roja en su mejilla.

—¡Pequeña trepadora! —escupió las palabras como veneno—. ¡Te dimos un hogar! ¡Te tratamos como familia!

—¿Así pagas nuestra generosidad? —Victoria temblaba de rabia—. ¿Seduciendo a nuestro hijo? ¿Destruyendo su futuro?

—¡Señora, por favor! —Sofía lloró, encogiéndose contra los almohadones—. ¡Yo lo amo! ¡Él me ama!

—¡Amor! —Catherine rio sin humor—. ¿Crees que el amor importa? ¿Crees que importas más que siglos de tradición?

—¡Basta! —Stefan se interpuso entre su madre y Sofía—. ¡Déjenla en paz! ¡Si quieren culpar a alguien, cúlpenme a mí!

—Oh, te culpamos —dijo Richard con voz peligrosamente tranquila—. Créeme, Stefan. Te culpamos.

El silencio cayó como guillotina.

Richard miró a su nieto con expresión que Luciana nunca había visto antes. No era solo decepción. Era algo más frío. Más final.

—María —dijo, su voz cortando el aire como cuchillo.

El nombre resonó en la habitación.

—Jackson, ve a buscar a la madre de la señorita Martínez. Que venga a recoger a su hija.

—¡No! —Sofía se levantó de la cama, aferrándose a la sábana—. ¡Por favor, señor Vanderbilt! ¡Esto no es justo!

—¿Justo? —Richard la miró como se mira a un insecto—. Te daré lo que es justo. Esta noche, tú y tu madre abandonan esta casa. Sin referencias. Sin recomendaciones. Sin nada excepto la ropa que puedan llevar.

—¡Abuelo! —Stefan avanzó hacia él—. ¡No puedes hacer eso!

—Puedo. Y lo haré. A menos que...

Se volvió hacia Luciana.

Y en ese momento—solo en ese momento—todos los ojos del cuarto finalmente la encontraron.

Luciana estaba apoyada contra el marco de la puerta. No había dicho una sola palabra desde que entraron. No había gritado, llorado, se había desmayado.

Solo observaba. Como si estuviera viendo una obra de teatro particularmente mala y estuviera considerando irse antes del final.

Su vestido esmeralda brillaba bajo las luces tenues. El anillo de compromiso pesaba en su dedo. Su rostro era una máscara perfecta de... nada.

Absolutamente nada.

—Luciana —dijo Richard, su voz suavizándose—. Mi querida niña. Sé que esto debe ser...

—¿Sabe qué debe ser, Richard? —Luciana lo interrumpió con voz plana, sin emoción—. ¿Tiene idea?

Él se quedó en silencio.

Luciana empujó su cuerpo fuera del marco de la puerta. Cada movimiento era lento, deliberado, como si estuviera aprendiendo a caminar de nuevo.

Pasó junto a Catherine. Junto a Victoria. Junto a Alexander.

Se detuvo frente a Stefan.

Lo miró directamente a los ojos por primera vez desde que entraron a la habitación.

—Diez días —dijo en voz baja—. Pasé diez días encerrada en mi casa mientras tú destruías mi vida pieza por pieza. Perdí a mi novio. Perdí mi reputación. Perdí cualquier posibilidad de futuro normal.

Stefan abrió la boca pero ella levantó una mano.

—Y pensé que era lo peor que podía pasar. Pensé que ya habías hecho todo el daño posible.

Se quitó el anillo de compromiso con un movimiento brusco que le lastimó el nudillo.

Lo lanzó hacia él. Rebotó en su pecho desnudo y cayó al suelo con un tintineo que resonó como campana funeral.

—Pero esto —miró alrededor de la habitación, a las velas, al negligé de Sofía, a la cama revuelta—. Esto es nuevo. Esto es creativo.

Su voz seguía siendo plana. Muerta.

—Gracias, Stefan. Gracias por demostrarme exactamente cuánto valgo para ti. Para todos ustedes.

Se dio vuelta.

—Luciana, espera —Richard extendió una mano—. Podemos arreglar esto. Stefan va a...

—¿Va a qué? —Lo miró por encima del hombro—. ¿Disculparse? ¿Prometer que no volverá a pasar? ¿Casarse conmigo de todas formas?

Caminó hacia la puerta con pasos firmes.

—No.

Y salió de la habitación.


Atravesó el pasillo con pasos que resonaban en el silencio. Bajó la escalinata. El salón seguía lleno de invitados que ahora la miraban con curiosidad y algo que parecía peligrosamente cercano a la lástima.

Sabían. De alguna manera, ya sabían.

Los rumores viajaban rápido.

Luciana atravesó el mar de cuerpos con la cabeza en alto. No miró a nadie. No habló con nadie.

Pasó junto al Bentley que esperaba en el círculo de entrada.

—Señorita Sterling, déjeme llevarla...

Siguió caminando.

Por el camino de grava, los tacones hundiéndose en la piedra, tropezando pero sin detenerse. Atravesó las puertas de hierro forjado, dejando atrás la música que todavía sonaba, las luces doradas, el brillo falso de todo.

No miró atrás. No lloró.

Solo caminó.

Los paparazzi todavía acampaban fuera de las puertas. Los flashes explotaron cuando la vieron.

—¡Luciana! ¡Señorita Sterling! ¿Qué pasó?

—¡Luciana! ¡Hay rumores de que Stefan...!

—¡Sterling! ¡Una declaración!

Sus voces se convirtieron en ruido. Ella siguió caminando, un pie delante del otro, como autómata.


Arriba, en la habitación del tercer piso, el caos continuaba.

Richard se quedó mirando la puerta por donde Luciana salió.

El pánico lo golpeó como puño en el estómago.

Había fallado. Había fallado a Eduardo. Le había prometido cuidar de su nieta y acababa de presidir su humillación más absoluta.

Se volvió hacia su nieto con furia que hizo que Stefan retrocediera.

—Has destruido todo —su voz era baja, peligrosa—. Todo lo que construimos. Todo lo que prometí.

—¡Yo amo a Sofía! —insistió Stefan, pero su voz ya no sonaba tan segura.

—¡No me importa a quién amas! —Richard rugió, avanzando hacia él—. ¡Acabas de humillar públicamente a Luciana Sterling! ¡Has puesto en riesgo una fusión de mil millones de dólares y deshonrado el nombre de esta familia!

Señaló a Sofía, que lloraba envuelta en la sábana. María Martínez había llegado, pálida, temblando junto a la puerta.

—Si Luciana no está de vuelta en esta casa antes del amanecer... —Richard respiró profundo, sus manos temblando de furia—. Tú —señaló a Stefan— estás fuera. Desheredado. Sin fideicomiso. Sin posición en la empresa. Sin apellido.

El silencio fue absoluto.

—Y estas dos mujeres —continuó, señalando a Sofía y María— se van a la calle esta noche. Sin carta de recomendación. Sin referencias. Sin nada. Las aseguraré de que nadie en Nueva York las contrate jamás.

—No puedes... —empezó Stefan.

—Puedo. Y lo haré. —Richard se acercó hasta quedar a centímetros de su rostro—. Tienes veinticuatro horas para encontrar a Luciana Sterling y lograr que te perdone. Y te lo advierto, nieto... después de lo que ha visto esta noche, dudo que Dios mismo pueda convencerla.

Se dio vuelta hacia Jackson.

—Encuentra a la señorita Sterling. Ahora. Usa todos los recursos necesarios.

Salió de la habitación sin mirar atrás.

Stefan se quedó ahí parado, con Sofía sollozando en la cama detrás de él, su madre y abuela mirándolo con desprecio, su futuro desmoronándose como castillo de naipes.

Miró hacia la puerta vacía.

La chica que había ignorado, humillado, destruido sistemáticamente durante diez días ahora tenía todo el poder.

Y él tenía veinticuatro horas para conseguir lo imposible.


Luciana no supo cuánto tiempo caminó.

Los tacones se le rompieron en algún momento—primero el izquierdo, luego el derecho—y siguió descalza. Los pies le sangraban. El vestido se manchó de lodo cuando tropezó y cayó de rodillas en un charco.

Se levantó y siguió caminando.

El maquillaje se corrió con el sudor y lágrimas que finalmente comenzaron a caer. Pero no lloraba con sonido. Solo lágrimas silenciosas que dejaban rastros oscuros por sus mejillas.

Manhattan de noche era hermosa y terrible. Las luces de los rascacielos se reflejaban en charcos dejados por la lluvia anterior. Autos pasaban, algunos tocando la bocina. Una pareja la miró con preocupación pero no se detuvo.

Nadie se detiene en Nueva York. No por extraños. No de noche.

Cuando finalmente levantó la vista, estaba frente a las puertas del cementerio Oak Hill.

Cerradas. Las cadenas brillaban bajo la luz de la luna.

Se dejó caer contra el hierro frío y finalmente dejó que todo saliera.

No lloró con elegancia. Lloró como niña perdida. Con sollozos que le dolían en el pecho, que le robaban el aire. Con lágrimas que no podía parar, que caían y caían hasta empapar el escote de su vestido.

—¿Por qué? —le preguntó a las puertas cerradas, al cementerio oscuro más allá, a la tumba que sabía estaba ahí aunque no podía verla—. ¿Por qué tomaste esta decisión?

Pero Eduardo Sterling estaba muerto y enterrado, y sus últimas voluntades se habían convertido en cadenas.

Su teléfono vibró en su pequeño bolso de mano. Luego otra vez. Y otra.

Lo sacó con dedos temblorosos.

Diecisiete llamadas perdidas de Richard. Veinte de Catherine. Doce de números desconocidos—probablemente reporteros.

Mensajes desesperados:

"Luciana, por favor, vuelve. Podemos hablar de esto."

"Querida, sé que estás molesta, pero tu seguridad..."

"Sterling, necesito saber dónde estás. Esto es importante."

Incluso uno de Stefan: "Vuelve."

Como si tuviera derecho. Como si tuviera cualquier maldito derecho.

Luciana miró la pantalla iluminada. Todos esos nombres. Todas esas personas que decían preocuparse pero que realmente solo querían lo que ella representaba.

Nadie preguntaba cómo estaba. Solo dónde estaba.

Nadie decía "lo siento". Solo "vuelve".

Con el pulgar temblando, presionó el botón de apagado y lo sostuvo hasta que la pantalla se volvió negra.

El silencio que siguió fue absoluto.

Se quedó ahí sentada, con la espalda contra las puertas del cementerio donde descansaba su abuelo, con el vestido hecho jirones y los pies sangrando.

Ya no pensaba en Stefan ni en Richard ni en imperios ni en fusiones.

Pensaba en su abuelo diciéndole: Nunca dejes que te obliguen a ser alguien que no eres.

Y se dio cuenta, sentada en el lodo y la oscuridad, que ya no sabía quién era.

Solo sabía quién no quería ser.

No quería ser la heredera perfecta. La prometida complaciente. La víctima silenciosa.

No quería ser invisible.

El frío de la noche la envolvió como abrazo que nadie más le había dado esa noche.

Cerró los ojos.

Y por primera vez en dos semanas, dejó de pelear contra el agotamiento.

Se dejó caer de lado sobre el cemento frío, enrollándose en posición fetal, el vestido esmeralda desplegándose a su alrededor como alas rotas.

Su último pensamiento antes de que la oscuridad la arrastrara fue simple:

Que vengan a buscarme.

Que me encuentren así.

Que vean lo que han hecho.

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