Mundo ficciónIniciar sesiónBarbara Smith es acusada de un robo que no cometió, y la policía exige que devuelva un dinero que no tiene. El único capaz de salvarla es Connor Anderson, un hombre arrogante y dominante, dispuesto a pagar el precio… siempre que ella le entregue su cuerpo. Cuando Barbara cree que todo está perdido, regresa Matthew, su amor prohibido del pasado. Lo que nadie imagina es que Matthew y Connor son hermanos… y Connor aún no sabe que la mujer que desea con obsesión fue también amante de su propio hermano.
Leer másElla había llorado tanto que temía que de sus ojos no salieran más lágrimas, sino sangre.
El ardor punzante que sentía en los parpados era resultado de días sin descanso, noches sin consuelo y madrugadas plagadas de desesperanza.
Había gritado tanto defendiendo su inocencia que su voz se había transformado en su susurro ronco, apenas reconocible, pero nadie quería escuchar a una mujer con una reputación marcada por su pasado.
Barbara sabía que palabra valía menos que el polvo.
A pesar de que todas las pruebas demostraban que lo contrario, la ciudad entera la señalaba como culpable. Para la opinión pública, Barbara ya había sido juzgada y condenada.
El escarnio era absoluto. Arrojó su teléfono al suelo con fuerza y después lo pateó, como si de ese modo pudiera deshacerse de todos los mensajes e insultos y amenazas que había recibido durante las últimas horas.
Ni siquiera su propio abogado parecía confiar plenamente en ella. Y eso la destrozaba.
Se dejó caer en el sofá como una muñeca rota.
Encendió la televisión buscando distracción, un mínimo respiro, pero lo primero que apareció fue su rostro en pantalla, distorsionado por los titulares sensacionalistas que la catalogaban como una criminal.
Un demonio con cara de ángel. Una ladrona sin escrúpulos.
—Esto no puede estarme pasando… —murmuró, llevándose las manos al rostro, avergonzada.
Anhelaba despertar de esa pesadilla que había transformado su vida en un infierno. Su sueño de trabajar en una escuela para niños con discapacidades se había hecho realidad años atrás, y siempre había utilizado cada centavo de las donaciones para mejorar la calidad de vida de sus pequeños estudiantes. Era su vocación, era su mundo.
Pero un solo rumor bastó para destruirlo todo. Bastó con que alguien mencionara que ella se había quedado con cien mil dólares destinados para los niños, para que la ciudad la juzgara como una culpable sin dudar.
La directora la despidió sin siquiera darle la oportunidad de defenderse. Y como si fuera poco, su pasado como bailarina exótica resurgió de las sombras como un arma que nadie dudó en usar en su contra.
—Yo jamás haría algo así —murmuró, apretando los dientes—. ¡Jamás!
Pero nadie la escuchaba. Nadie quería hacerlo. Ni siquiera su madre había salido a defenderla. Estaba completamente sola.
O eso pensaba.
A kilómetros de distancia, en la torre más alta de un edificio de acero y cristal, en magnate Connor Anderson reía frente a la televisión.
—Las consecuencias de rechazarme, Barbie —dijo en voz baja con una sonrisa ladeada que revelaba más crueldad que felicidad—. Ahora te tendré exactamente donde quiero.
Se puso de pie con elegancia, como si su cuerpo hubiese sido diseñado para mandar. Aunque él sabía muy bien que, si bien Barbara parecía ser una mujer fuerte, había algo en su mirada que siempre la desarmaba. Aun así, la rabia de saber que había sido rechazado por ella lo carcomía desde hacía años. Y en aquel instante, con todo aquel escandalo tenía la oportunidad perfecta para obtener su venganza.
La acusaban de haberse robado cien mil dólares. Para él, eso no era más que el precio de un reloj, pero sabía que para ella eso significaba la ruina.
—Te destruiré, mi amor —musitó, casi con dulzura.
Un leve toque en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Su sirvienta apareció para recordarle que los invitados lo esperaban abajo.
Había olvidado por completo la celebración. Su empresa acababa de posicionarse como la tercera más exitosa en ventas inmobiliarias de toda la ciudad. Un logro colosal, pero nada comparado con el sabor dulce de ver a su antigua amada desplomarse ante todos.
Bajó las escaleras, envuelto en su propia gloria. Todos creían que su sonrisa era por el éxito que tenía, pero la verdad era mucho más oscura: estaba a punto de quebrar la voluntad de la mujer que jamás había podido doblegar.
—Muchas felicidades, señor Anderson —le dijo una de sus secretarias, deslizándole la mano por el pecho.
—Gracias, cariño —respondió, con una mirada que prometía demasiado.
—¡Felicidades, hijo! —dijo su padre, abrazándolo con orgullo.
—No habría llegado hasta aquí sin ti, papá.
—Te presento a Mary, una socia de la empresa. Desea hablar contigo.
Connor apenas la miró, por como ella vestía sabía que no solo buscaba una reunión de negocios con él. Se le llevaría a la cama y la humillaría, como siempre hacía.
—Luego, ahora tengo que hacer una llamada importante.
Se alejó con su copa de vino en la mano y marcó el número que conocía de memoria. El teléfono sonó seis veces antes de que ella contestara.
—Aló.
Su voz, aunque suave, llevaba un tono quebrado, agotado, como si cada palabra le costara respirar.
—¿Quién me habla?
—Vi las noticias, Barbie.
Un escalofrío recorrió la espalda de Barbara. Solo una persona en el mundo la llamaba así.
—Connor.
—Llámame Anderson, como solías hacerlo.
—No puedo hablar ahora.
—Vi las noticias. Estás en problemas.
—Si vienes a burlarte, puedes irte al infierno.
—Te llamo para ayudarte.
—¿Ayudarme? Tú no sabes ni como ayudarte a ti mismo, enfermo.
—Hablas mucho para alguien que no tiene como pagar su deuda.
—¡Yo no robé nada, fui incriminada!
—Lo sé, al menos lo supuse, pero los demás no. Y mientras tanto, estás sola, arruinada y desesperada.
—Voy a limpiar mi nombre.
Él alzó una ceja, como si ella pudiera verlo.
—Te daré los cien mil dólares mañana mismo.
Barbara tragó saliva con dificultad.
—¿Y qué quieres a cambio?
—Tu cuerpo.
La frase quedó suspendida en el aire como una amenaza. Como una sentencia.
—¿Qué… qué dijiste? —preguntó, sintiendo como el estómago se le revolvía.
—Un mes conmigo. En mi casa, en mi cama. Todo ese tiempo serás mía. Después de eso, tendrás el dinero y podrás desaparecer. Nadie sabrá jamás que yo te lo di.
Barbara sintió que el mundo se le venía encima. Su dignidad, su integridad, su alma misma se veían amenazadas por aquella propuesta indecente. Pero también sabía que si no aceptaba, no solo podría terminar en la cárcel, sino que jamás volvería a pisar una escuela como maestra.
—¿Qué dices, Barbie?
Ella abrió la boca para responder, pero entonces en ese mismo instante, el timbre de su casa sonó con urgencia. No una, ni dos, sino cinco veces seguidas.
Se levantó lentamente, como si su cuerpo pesara toneladas. Caminó hacia la puerta con el teléfono aún en la mano, mientras Connor, del otro lado de la línea, no decía ni una palabra.
—¿Quién… quien es? —preguntó con voz temblorosa.
Del otro lado no respondieron.
Volvió a preguntar, pero solo el silencio contestó.
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, giró la perilla y abrió la puerta de golpe…
Pero no había nadie.
Solo una pequeña caja negra colocada cuidadosamente frente a la entrada.
Barbara miró a ambos lados de la calle, pero no vio ni un alma, la calle estaba desierta.
Se agachó, tomó la caja con manos temblorosas y cerró la puerta con rapidez.
La colocó sobre la mesa del comedor, como si temiera que pudiese explotar.
No tenía remitente. No tenía notas. Solo un lazo rojo atado con una perfeccion enfermiza.
Respiró hondo, desató el lazo y levantó con cuidado.
Dentro, había algo que hizo que sus piernas flaquearan.
Un sobre manilla.
Con su nombre escrito a mano…
Y dentro de este, una fotografía antigua.
Tan antigua que juraría haberla olvidado por completo.
Pero allí estaban…
Ella.
Su madre.
Y él.
Un hombre que había jurado no volver a ver nunca jamás.
Un hombre del que Connor conocía existencía, pero no sabía.
Un secreto que había enterrado hace años.
Y en el reverso de la foto… una sola palabra escrita con tinta negra:
«Recuérdame».
Barbara dejó caer la caja al suelo.
Connor aun en la línea, la escuchó jadear.
—¿Qué ocurre, Barbie? ¿Qué fue eso?
Pero ella no respondió.
Su mirada estaba clavada en la fotografía.
Y en los fantasmas que esta acababa de resucitar.
No le quedaban ahorros; la mente le bullía de problemas y la barriga le rugía como un animal rabioso. Caminó la habitación con pasos cortos, la luz mortecina apenas delineaba las grietas de la pared. No sabía qué hacer. Todo le pesaba: la humillación, la amenaza, la sensación de que su vida se deshacía en un manojo de pequeños fracasos. Aquella pregunta de Marcos seguía retumbándole en la cabeza como una sentencia que no permitía réplica.Aunque le doliera aceptarlo, él había tenido razón. ¿Cuál era el sentido de resistirse si él se convirtió en la única salida? La razón se le escapaba entre los dedos como agua caliente; la dignidad no llenaba estómagos ni pagaba cuentas. Por la noche, cuando el silencio la envolvía, la idea se colaba con frío: ceder y acabar con la deuda. No era valentía lo que la detenía, sino una mezcla de orgullo herido y un remanente de temor que no sabía nombrar.En la semioscuridad, con la cortina dejando pasar una franja de faroles, Barbara tomó el teléfono co
Habían pasado dos días desde que Matthew le había hecho aquella amenaza. Cada amanecer desde entonces se había sentido como una sentencia que la perseguía y la agotaba.Ella, que antes encontraba en las mañanas una promesa de reinicio, ahora despertaba con la pesadez de un nombre que se repetía en la garganta.Se había asustado y había decidido no responder; había bloqueado su número y eliminado cualquier rastro digital que lo conectara con ella, aunque sabía, en lo más hondo, con la certeza de quien conoce las constantes del peligro, que él encontraría la manera de dar con ella de nuevo. Siempre lo hacía. Cuando estuvieron juntos, su persistencia fue una de las cosas que en algún momento la atrajo y después la condenó.Barbara se preparó para otro día con una mecánica que ya no era rutina sino supervivencia. El reloj marcaba las siete de la mañana y la luz colaba su indiferencia por la cortina raída. Los pocos ahorros que tenía se le agotaban como arena entre los dedos; cada moneda e
Ella sintió cómo el miedo la atravesaba, frío y fino, como un animal que la devoraba desde adentro. Nunca había imaginado que el día en que su pasado saliera a mordisquear su presente llegaría tan pronto; sin embargo, Connor olfateaba el temor con la precisión de un sabueso: lo detectaba en la respiración, en el temblor apenas perceptible de las manos. Por eso ella supo de inmediato que debía mostrarse firme, aunque por dentro la sangre le corría en estampida y la cabeza le latía con demasiada fuerza.—No sé —fue lo único que ella respondió—. No sé porque tu hermano sabe mi nombre. Seguro lo escuchó en las noticias.Las palabras salieron torpes, envueltas en un intento de sarcasmo que apenas cubría la grieta del pánico. Barbara trató de poner distancia con la broma, de convertir la acusación en un episodio mundano y risible, pero la ironía no alcanzó: su propio interior se deshacía en ese momento. Podía explicar todo; podía decir que no había nada, que las piezas no encajaban como él
La voz de Matthew se coló entre sus huesos y aunque no lo vio, pudo darse cuenta de las intenciones que él tenía. Un hilo eléctrico recorrió la piel de Barbara desde la nuca hasta la punta de los dedos; el sonido de aquella voz la desarmaba y, a la vez, la encendía de pavor. Su perfume la invadía aun desde la distancia, una mezcla amarga de tabaco y madera vieja que traía memorias que ella creía enterradas; cada inhalación lo acercaba más, como si el aire mismo conspirara para unirlos.Sabía que no había escapatoria. La casa de Connor tenía ventanas que miraban al jardín, muebles que hablaban de dinero y control, y pasillos que se alargaban como veredictos. Allí, en ese escenario opulento, los recuerdos se volvían más nítidos, más dolorosos. La famélica esperanza de encontrar una salida se le hiciera diminuta, casi ridícula, frente a la certeza de que Matthew había venido con intenciones que no podían ser buenas para ella.—Iré a casa —murmuró ella, queriendo correr hacia la puerta.La
La pregunta la dejó helada, como si un balde de agua gélida le hubiese recorrido la espalda. Aunque lo esperaba, aunque sabía en lo más íntimo de sí misma que él sacaría aquel tema tarde o temprano, no dejó de estremecerse al escucharlo. La certeza de que sus labios pronunciarían esas palabras no la preparó para el impacto brutal que le causaron.—Por favor, no hablemos de eso.Su súplica sonó quebrada, frágil, como un cristal a punto de resquebrajarse. Pero Connor no era hombre de compasión. Su mirada, dura y fija sobre ella, se convirtió en un filo invisible que cortaba cada resquicio de su resistencia.—¿Crees que todo esto estuviera pasando si hubieses aceptado a mi primera propuesta?El corazón de Barbara se agitó con furia. La sangre le subió de golpe, tiñendo sus mejillas de un rubor que no era pudor, sino una mezcla de rabia y humillación. Gruñó, como un animal acorralado, incapaz de contener la indignación que ardía en su pecho.—¿Te refieres a la primera propuesta en la que
Todos en la sala se quedaron observando a Connor, como si no pudieran creer lo que escuchaban. El aire pareció espesarse, un silencio pesado y lleno de tensión se apoderó de la atmósfera, como si en aquel instante todo lo demás hubiera dejado de existir. Nadie nunca le había llevado la contraria en nada, nadie se había atrevido a ponerlo en duda frente a otros, y aquello era un privilegio que Connor conocía bien, un poder que sabía manejar a su antojo. Por eso, la osadía de aquella negativa le resultaba tan incómoda como intolerable. Y aun así, él se mantenía erguido, frío, dispuesto a usar ese respeto impuesto como arma letal a su favor.—Señor Connor… —musitó el oficial, la garganta seca, los labios temblorosos como si cada palabra que se atrevía a pronunciar pesara toneladas.—Barbara Smith vendrá conmigo —sentenció Connor, sin una sola vacilación, con esa voz profunda que no admitía discusiones.El oficial tragó saliva, una gota de sudor resbaló por su frente. No estaba seguro de
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