Acusada injustamente de haber robado una fuerte suma de dinero de la escuela para niños discapacitados donde trabajaba con entrega y vocación, Bárbara ve cómo su mundo se desmorona. Su reputación está destruida, sus amigos le dan la espalda y las pruebas parecen irrefutables. La comunidad la señala, decepcionada, y su nombre aparece en todos los titulares. Pero lo peor está por venir: debe devolver una deuda millonaria que no contrajo… y que no puede pagar. Cuando todo parece perdido, aparece Connor Anderson, un frío y poderoso magnate que controla más que empresas: controla destinos. Él le ofrece una solución tan inesperada como perturbadora: saldar la deuda a cambio de un matrimonio sin amor, sin sentimientos… pero con reglas claras: ella será su juguete. Atrapada entre el orgullo y la necesidad, Bárbara acepta. Pero convivir con un hombre que despierta tanto odio como deseo será una guerra constante. Y mientras lucha por limpiar su nombre, Bárbara descubrirá que, a pesar de todo, el amor puede florecer incluso en los acuerdos más fríos… y que a veces el corazón no entiende de contratos, ni siquiera el corazón de un monstruo.
Leer másElla había llorado tanto que temía que de sus ojos no salieran más lágrimas, sino sangre.
El ardor punzante que sentía en los parpados era resultado de días sin descanso, noches sin consuelo y madrugadas plagadas de desesperanza.
Había gritado tanto defendiendo su inocencia que su voz se había transformado en su susurro ronco, apenas reconocible, pero nadie quería escuchar a una mujer con una reputación marcada por su pasado.
Barbara sabía que palabra valía menos que el polvo.
A pesar de que todas las pruebas demostraban que lo contrario, la ciudad entera la señalaba como culpable. Para la opinión pública, Barbara ya había sido juzgada y condenada.
El escarnio era absoluto. Arrojó su teléfono al suelo con fuerza y después lo pateó, como si de ese modo pudiera deshacerse de todos los mensajes e insultos y amenazas que había recibido durante las últimas horas.
Ni siquiera su propio abogado parecía confiar plenamente en ella. Y eso la destrozaba.
Se dejó caer en el sofá como una muñeca rota.
Encendió la televisión buscando distracción, un mínimo respiro, pero lo primero que apareció fue su rostro en pantalla, distorsionado por los titulares sensacionalistas que la catalogaban como una criminal.
Un demonio con cara de ángel. Una ladrona sin escrúpulos.
—Esto no puede estarme pasando… —murmuró, llevándose las manos al rostro, avergonzada.
Anhelaba despertar de esa pesadilla que había transformado su vida en un infierno. Su sueño de trabajar en una escuela para niños con discapacidades se había hecho realidad años atrás, y siempre había utilizado cada centavo de las donaciones para mejorar la calidad de vida de sus pequeños estudiantes. Era su vocación, era su mundo.
Pero un solo rumor bastó para destruirlo todo. Bastó con que alguien mencionara que ella se había quedado con cien mil dólares destinados para los niños, para que la ciudad la juzgara como una culpable sin dudar.
La directora la despidió sin siquiera darle la oportunidad de defenderse. Y como si fuera poco, su pasado como bailarina exótica resurgió de las sombras como un arma que nadie dudó en usar en su contra.
—Yo jamás haría algo así —murmuró, apretando los dientes—. ¡Jamás!
Pero nadie la escuchaba. Nadie quería hacerlo. Ni siquiera su madre había salido a defenderla. Estaba completamente sola.
O eso pensaba.
A kilómetros de distancia, en la torre más alta de un edificio de acero y cristal, en magnate Connor Anderson reía frente a la televisión.
—Las consecuencias de rechazarme, Barbie —dijo en voz baja con una sonrisa ladeada que revelaba más crueldad que felicidad—. Ahora te tendré exactamente donde quiero.
Se puso de pie con elegancia, como si su cuerpo hubiese sido diseñado para mandar. Aunque él sabía muy bien que, si bien Barbara parecía ser una mujer fuerte, había algo en su mirada que siempre la desarmaba. Aun así, la rabia de saber que había sido rechazado por ella lo carcomía desde hacía años. Y en aquel instante, con todo aquel escandalo tenía la oportunidad perfecta para obtener su venganza.
La acusaban de haberse robado cien mil dólares. Para él, eso no era más que el precio de un reloj, pero sabía que para ella eso significaba la ruina.
—Te destruiré, mi amor —musitó, casi con dulzura.
Un leve toque en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Su sirvienta apareció para recordarle que los invitados lo esperaban abajo.
Había olvidado por completo la celebración. Su empresa acababa de posicionarse como la tercera más exitosa en ventas inmobiliarias de toda la ciudad. Un logro colosal, pero nada comparado con el sabor dulce de ver a su antigua amada desplomarse ante todos.
Bajó las escaleras, envuelto en su propia gloria. Todos creían que su sonrisa era por el éxito que tenía, pero la verdad era mucho más oscura: estaba a punto de quebrar la voluntad de la mujer que jamás había podido doblegar.
—Muchas felicidades, señor Anderson —le dijo una de sus secretarias, deslizándole la mano por el pecho.
—Gracias, cariño —respondió, con una mirada que prometía demasiado.
—¡Felicidades, hijo! —dijo su padre, abrazándolo con orgullo.
—No habría llegado hasta aquí sin ti, papá.
—Te presento a Mary, una socia de la empresa. Desea hablar contigo.
Connor apenas la miró, por como ella vestía sabía que no solo buscaba una reunión de negocios con él. Se le llevaría a la cama y la humillaría, como siempre hacía.
—Luego, ahora tengo que hacer una llamada importante.
Se alejó con su copa de vino en la mano y marcó el número que conocía de memoria. El teléfono sonó seis veces antes de que ella contestara.
—Aló.
Su voz, aunque suave, llevaba un tono quebrado, agotado, como si cada palabra le costara respirar.
—¿Quién me habla?
—Vi las noticias, Barbie.
Un escalofrío recorrió la espalda de Barbara. Solo una persona en el mundo la llamaba así.
—Connor.
—Llámame Anderson, como solías hacerlo.
—No puedo hablar ahora.
—Vi las noticias. Estás en problemas.
—Si vienes a burlarte, puedes irte al infierno.
—Te llamo para ayudarte.
—¿Ayudarme? Tú no sabes ni como ayudarte a ti mismo, enfermo.
—Hablas mucho para alguien que no tiene como pagar su deuda.
—¡Yo no robé nada, fui incriminada!
—Lo sé, al menos lo supuse, pero los demás no. Y mientras tanto, estás sola, arruinada y desesperada.
—Voy a limpiar mi nombre.
Él alzó una ceja, como si ella pudiera verlo.
—Te daré los cien mil dólares mañana mismo.
Barbara tragó saliva con dificultad.
—¿Y qué quieres a cambio?
—Tu cuerpo.
La frase quedó suspendida en el aire como una amenaza. Como una sentencia.
—¿Qué… qué dijiste? —preguntó, sintiendo como el estómago se le revolvía.
—Un mes conmigo. En mi casa, en mi cama. Todo ese tiempo serás mía. Después de eso, tendrás el dinero y podrás desaparecer. Nadie sabrá jamás que yo te lo di.
Barbara sintió que el mundo se le venía encima. Su dignidad, su integridad, su alma misma se veían amenazadas por aquella propuesta indecente. Pero también sabía que si no aceptaba, no solo podría terminar en la cárcel, sino que jamás volvería a pisar una escuela como maestra.
—¿Qué dices, Barbie?
Ella abrió la boca para responder, pero entonces en ese mismo instante, el timbre de su casa sonó con urgencia. No una, ni dos, sino cinco veces seguidas.
Se levantó lentamente, como si su cuerpo pesara toneladas. Caminó hacia la puerta con el teléfono aún en la mano, mientras Connor, del otro lado de la línea, no decía ni una palabra.
—¿Quién… quien es? —preguntó con voz temblorosa.
Del otro lado no respondieron.
Volvió a preguntar, pero solo el silencio contestó.
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, giró la perilla y abrió la puerta de golpe…
Pero no había nadie.
Solo una pequeña caja negra colocada cuidadosamente frente a la entrada.
Barbara miró a ambos lados de la calle, pero no vio ni un alma, la calle estaba desierta.
Se agachó, tomó la caja con manos temblorosas y cerró la puerta con rapidez.
La colocó sobre la mesa del comedor, como si temiera que pudiese explotar.
No tenía remitente. No tenía notas. Solo un lazo rojo atado con una perfeccion enfermiza.
Respiró hondo, desató el lazo y levantó con cuidado.
Dentro, había algo que hizo que sus piernas flaquearan.
Un sobre manilla.
Con su nombre escrito a mano…
Y dentro de este, una fotografía antigua.
Tan antigua que juraría haberla olvidado por completo.
Pero allí estaban…
Ella.
Su madre.
Y él.
Un hombre que había jurado no volver a ver nunca jamás.
Un hombre del que Connor apenas tenía idea.
Un secreto que había enterrado hace años.
Y en el reverso de la foto… una sola palabra escrita con tinta negra:
«Recuérdame».
Barbara dejó caer la caja al suelo.
Connor aun en la línea, la escuchó jadear.
—¿Qué ocurre, Barbie? ¿Qué fue eso?
Pero ella no respondió.
Su mirada estaba clavada en la fotografía.
Y en los fantasmas que esta acababa de resucitar.
No entendía aquel sentimiento, tenerlo todo y a la ver tener nada. Ni siquiera sabía como aquello era posible.Connor observó a su tía, felicitándolo por su nuevo logro en la empresa, pero él no podía pensar en nada más que en Barbara, en su Barbie. Le había hecho tanto daño que le parecía raro que ella no quisiera saber nada de él.—Muchas gracias, tía.El hombre suspiró, alejándose de la escena en donde él era el centro de atención.Decenas de mujeres preciosas le habían echado el ojo aquella noche, pero su mente solo podía pensar en una sola. Se sentía enfermo.Connor negó, de repente casi frenético. No podía durar un día más así, algo debía de pasar.Y como si la vida lo estuviese escuchando, en la gran televisión de su sala, empezó a reproducirse una noticia acerca de Barbara, se decía que hoy tendría su primera entrevista formal con la policía.El simple hecho de imaginar a Barbara en la cárcel le resultaba enfermizo.Quería ayudarla, pero ella no se dejaba.Por otro lado, Barba
Connor frenó el auto de golpe.La histeria empezó a consumirlo de forma rápida, abrió la puerta de conductor y corrió hacia ella, que luchaba por colocarse de pie.—¡No, aléjate!—¡¿Acaso estás loca?!—Estoy bien, llegaré a casa.—Hay que llevarte a un hospital.—¡No te me acerques, Connor!Otra daga a su corazón, ella nunca lo llamaba por su primer nombre, casi nunca. Solo cuando estaba enojada, solo cuando lo odiaba.—Por favor, déjame llevarte a un doctor. Te heriste mucho.—No. —Barbara se colocó de pie—. Estoy bien. Puedo caminar, puedo llegar.Connor gruñó, ella siempre había tenido el poder de sacarlo de quicio. Aquella era una de las pocas cosas que no habían cambiado, después nada parecía ser lo mismo. Ella no parecía ser la misma.—Déjame ayudarte, ¿por qué eres tan testaruda?—¡Porque no quiero volver a tenerte en mi vida! —estalló ella—. ¡No quiero que esto vuelva a repetirse!Él sostuvo aquellas suaves y pequeñas manos, obligándolas a quedarse quietas aunque la dueña no q
El viaje fue demasiado silencioso para ambos, pero ella no estaba dispuesta a hablar sobre lo que alguna vez ambos habían tenido y él prefería arrancarse los oídos a escucharla hablar de otro hombre.—Ha pasado tanto tiempo, Barbie.—Y así debió de quedarse. Nunca debiste llamarme, Anderson. Nunca debiste de aprenderte mi nombre, nunca debiste de acercarte a mí esa noche.Connor respiró hondo. Sabia que ella aun le guardaba rencor por aquel malentendido.—Las cosas no son como crees, nunca fueron.—Prefiero que nos mantengamos en silencio el resto del viaje.—Claro, no quieres que lleguemos al punto en el que hablamos de como te has comportado como una zorra desde que nos dejamos.Barbara respiró hondo, la única razón por la que no lo golpeó era porque él estaba conduciendo.—No quiero hablar más, por favor.—Tantas opciones y tú cometiste la peor de todas.—¡No quiero hablar de eso, no quiero hablar de eso!Connor frenó de golpe.—¿No quieres hablar de como te fuiste con otro con hom
La prensa de aquella ciudad era un aguijón persistente, un enjambre de voces y flashes que la perseguían sin descanso. Barbara avanzaba entre la multitud, esquivando a los reporteros que se acercaban con micrófonos y preguntas punzantes, cada una diseñada para herir.—Señorita Smith, ¿qué tiene que decir sobre la acusaciones? —exclamó un reportero, acercando el micrófono a su rostro sin pedir permiso.Barbara apartó el microfono con un gesto firme, sin perder la compostura.Sabía que la verdad no les importaba, que solo buscaban espectáculo.Un murmullo se extendió por la multitud y alguien exclamó: “¡La señorita Smith agredió a un reportero!”. La noticia empezó a correr como fuego.Sin mirar atrás, Barbara logró llegar a la puerta de la cafetería donde Jennifer, su mejor amiga, trabajaba. El lugar era su único refugio en aquella ciudad que parecía volverse en su contra. Aunque sabía que no podía quedarse mucho tiempo, necesitaba ese pequeño oasis de tranquilidad, aunque fuera solo u
Barbara respiró profundo, dejando la foto a un lado y regresando a la conversación que estaba teniendo con Connor.—Jamás me vuelvas a proponer algo tan asqueroso.—Barbara, piénsalo bien —dijo Connor, tratando de mantener la calma, aunque su voz vibraba con una rabia contenido, como si debajo de esa voz contralada se ocultara una tormenta a punto de estallar—. Sabes que no hay otra manera de conseguir ese dinero sino es entregándote a mí.Ella apretó el teléfono con fuerza contra su oído, sintiendo que sus manos temblaban y que la piel se le erizaba por completo. Sus ojos no se apartaban de la caja negra sobre la mesa del comedor, la misma que había encontrado apenas minutos antes, oculta sin remitente. Aún estaba abierta, y dentro, la fotografía amarillenta parecía mirarla con reproche, con un reclamo silencioso.—Yo no me robé ese dinero, Connor —respondió con voz firma, pero cargada de agotamiento—. Y no lo pagaré. Así que te puedes ir al infierno con tu estúpida propuesta.Un sil
Ella había llorado tanto que temía que de sus ojos no salieran más lágrimas, sino sangre.El ardor punzante que sentía en los parpados era resultado de días sin descanso, noches sin consuelo y madrugadas plagadas de desesperanza.Había gritado tanto defendiendo su inocencia que su voz se había transformado en su susurro ronco, apenas reconocible, pero nadie quería escuchar a una mujer con una reputación marcada por su pasado.Barbara sabía que palabra valía menos que el polvo.A pesar de que todas las pruebas demostraban que lo contrario, la ciudad entera la señalaba como culpable. Para la opinión pública, Barbara ya había sido juzgada y condenada.El escarnio era absoluto. Arrojó su teléfono al suelo con fuerza y después lo pateó, como si de ese modo pudiera deshacerse de todos los mensajes e insultos y amenazas que había recibido durante las últimas horas.Ni siquiera su propio abogado parecía confiar plenamente en ella. Y eso la destrozaba.Se dejó caer en el sofá como una muñeca r
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