No le quedaban ahorros; la mente le bullía de problemas y la barriga le rugía como un animal rabioso. Caminó la habitación con pasos cortos, la luz mortecina apenas delineaba las grietas de la pared. No sabía qué hacer. Todo le pesaba: la humillación, la amenaza, la sensación de que su vida se deshacía en un manojo de pequeños fracasos. Aquella pregunta de Marcos seguía retumbándole en la cabeza como una sentencia que no permitía réplica.
Aunque le doliera aceptarlo, él había tenido razón. ¿Cuál era el sentido de resistirse si él se convirtió en la única salida? La razón se le escapaba entre los dedos como agua caliente; la dignidad no llenaba estómagos ni pagaba cuentas. Por la noche, cuando el silencio la envolvía, la idea se colaba con frío: ceder y acabar con la deuda. No era valentía lo que la detenía, sino una mezcla de orgullo herido y un remanente de temor que no sabía nombrar.
En la semioscuridad, con la cortina dejando pasar una franja de faroles, Barbara tomó el teléfono co