La prensa de aquella ciudad era un aguijón persistente, un enjambre de voces y flashes que la perseguían sin descanso. Barbara avanzaba entre la multitud, esquivando a los reporteros que se acercaban con micrófonos y preguntas punzantes, cada una diseñada para herir.
—Señorita Smith, ¿qué tiene que decir sobre la acusaciones? —exclamó un reportero, acercando el micrófono a su rostro sin pedir permiso.
Barbara apartó el microfono con un gesto firme, sin perder la compostura.
Sabía que la verdad no les importaba, que solo buscaban espectáculo.
Un murmullo se extendió por la multitud y alguien exclamó: “¡La señorita Smith agredió a un reportero!”. La noticia empezó a correr como fuego.
Sin mirar atrás, Barbara logró llegar a la puerta de la cafetería donde Jennifer, su mejor amiga, trabajaba. El lugar era su único refugio en aquella ciudad que parecía volverse en su contra. Aunque sabía que no podía quedarse mucho tiempo, necesitaba ese pequeño oasis de tranquilidad, aunque fuera solo un instante.
—¿Barbara?
Aquel fue el saludo con el que la recibió su antigua amiga.
—Jennifer, hola.
En el pálido rostro de Barbara se notaba una enorme sonrisa genuina, sin embargo, ella no podía decir lo mismo de Jennifer.
Barbara no entendía por qué su amiga de toda la vida la miraba así, hasta que observó a su alrededor y se percató de que todos en aquel sitio la miraban así.
Apenas pudo ser capaz de contener las lágrimas. Todos las miraban como si fuera un monstruo.
Jennifer se acercó a ella, Barbara pensó que lo haría para brindarle conforte, pero se dio cuenta de que estaba equivocada.
—Barbara, ¿es cierto lo que dicen de ti en las noticias?
Le ofendía que le preguntara aquello. Había sido su amiga por los últimos veintiséis, era evidente que no era cierto.
—Claro que no. Sabes que no sería capaz de algo así. Tú lo sabes, Jenni. Me conoces.
—Sí, pero lamento lo que te voy a tener que pedir. —Jennifer mordió su labio inferior—. Necesito que por favor te retires. Le traerás mala reputación al negocio.
Barbara miró hacia el exterior, dándose cuenta de que había empezado a llover.
—Está lloviendo, Jenni.
—Lo siento, pero necesito que te vayas.
—¿En realidad crees que…?
—Vete, Barbara.
Barbara respiró hondo. Ella siempre le había dado la mano a Jennifer en sus momentos difíciles y así era como esta le pagaba, no creyéndole.
Aunque estaba enojada, no permitiría que Jennifer la echara de su negocio una vez más.
Decidió salir con la cabeza en alto y caminar en la lluvia.
Como era capaz de imaginarse, los reporteros se habían retirado una vez los primeros indicios de lluvia habían aparecido. No estaban allí, no había nadie allí. Nada, solo ella.
Su largo cabello oscuro se mojaba y se adhería a su piel y ropa.
La lluvia era cada vez más fría, ella no tenía un abrigo. Sabía que, si seguía exponiéndose así, se enfermaría de mala manera.
No podía permitirse estar enferma, simplemente no podía.
Cada vez que quería entrar a un establecimiento en busca de techo mientras el agua paraba, era recibida por miradas de rechazo y desaprobación que la obligaban a alejarse y mojarse de nuevo en la lluvia.
Así que ella continuó caminando, sintiendo como el frio la vencía poco a poco.
El primer estornudo la hizo detenerse, el segundo le dejó saber que sufriría una grave hipotermia si no se detenía.
Pero no había a donde detenerse.
—¡Esto no debería estar pasándome a mí! —chilló—. ¡Soy inocente, soy inocente!
Gritaba lo más alto que podía, pero nadie la escuchaba.
Solo había una enorme oscuridad cubriéndola.
Barbara se sentó en una acera, rindiéndose. No sabía a donde estaba, apenas recordaba a donde iba.
No había taxistas cerca y de haberlos no le darían el viaje.
Barbara se desplomó a llorar. Ella era una buena persona que a nadie jamás había hecho un daño, no se merecía ser repudiada por todos, sabia que debía de buscar evidencia de su inocencia, pero aun así se preguntaba si las cosas serian como eran antes o si todos la repudiarían por siempre.
Ella continuó llorando, tal alto que ni siquiera se dio cuenta de la camioneta que se estacionó frente a ella.
—Te vas a congelar.
Aquella voz de inmediato la puso en alerta.
Secó sus lagrimas y se puso de pie.
—¿Me estás siguiendo?
—Súbete.
Barbara se burló.
—Prefiero morir congelada aquí.
La mujer con el pecho en alto se fue caminando.
Él suspiró.
—Tu orgullo va a terminar matándote, esta nieve también.
Ella se detuvo. Odiaba cuando el tenía razón. Por más que intentara caminar, había perdido el rumbo de la cuidad hace mucho.
—No es orgullo, es respeto a mí misma.
—Bueno, tu “respeto a ti misma” te matará. Solo súbete y deja el drama. Te congelarás.
—No. Puedo llegar pidiendo direcciones, estaré bien.
—Tu papá espera por ti.
La mirada de Barbara cambió de inmediato cuando lo escuchó decir aquello.
Caminó con rapidez hacia la camioneta, encarándolo.
—¿Cómo sabes que iré a ver a mi padre?
—Todos los jueves vas a ver a tu padre, Barbie.
—¿Me espías?
Connor suspiró, cansado de la actitud de la mujer.
—No, te conozco. Siempre lo haces… lo hacías, cuando estábamos juntos.
Barbara miró a su alrededor.
La lluvia no se detenía, ella cada vez tenía más frio y el único camino estaba cubierto de nieve. Había caminado por casi una hora y no había encontrado a nadie, ¿qué le decía que más adelante había personas?
Barbara suspiró, derrotada.
Intentó abrir la puerta trasera de la camioneta, pero esta no hizo nada.
—Ábrela, por favor.
Connor negó.
—Aquí adelante.
—No, Anderson, por favor. Me congelo.
—Si te congelaras como dices, no estarías intentando abrir una puerta que no va a abrir. Te sentarás aquí adelante o no te sentarás en absoluto.
Barbara gruñó de manera silenciosa, abriendo la puerta delantera.
Connor sonrió cuando después de tanto tiempo se encontró sentada a su lado de nuevo.
—No te crees ilusiones. Me congelaba, solo por eso acepté.
Connor sonrió.
—No me estoy creando ilusiones, Barbie. Un hombre como yo no se crea ilusiones, un hombre como yo crea realidades.
—Cierra la boca.
—Serás mía, Barbie.