La furia que ardía en su interior no le permitió pensar con claridad. Era un fuego rabioso que nublaba su juicio, que lo empujaba hacia la locura sin freno. Connor se abalanzaba con torpeza, como un animal herido y desesperado, ignorando que su cuerpo famélico, deshidratado y exhausto no tenía comparación alguna con la imponente fuerza de Marcos.
Él, amanecido, con los labios partidos por la sed y la piel blanquecina cubierta por el frío de la madrugada, era apenas la sombra de un hombre. En cambio, Marcos se erguía sólido, en plenitud, con músculos tensos listos para golpear.
Un solo puñetazo bastó.
Un golpe seco, directo a la cara, que lo regresó brutalmente al mundo real.
Connor sintió el crujir de su nariz quebrándose, y enseguida la sangre corrió en ríos por su rostro, empapándole la boca, manchando su camisa, ahogándolo en un sabor metálico y amargo.
Bárbara lo miró, con el corazón encogido, más preocupada de lo que quería admitir. Pero no dejó que esa preocupación se reflejara