La voz de Matthew se coló entre sus huesos y aunque no lo vio, pudo darse cuenta de las intenciones que él tenía. Un hilo eléctrico recorrió la piel de Barbara desde la nuca hasta la punta de los dedos; el sonido de aquella voz la desarmaba y, a la vez, la encendía de pavor. Su perfume la invadía aun desde la distancia, una mezcla amarga de tabaco y madera vieja que traía memorias que ella creía enterradas; cada inhalación lo acercaba más, como si el aire mismo conspirara para unirlos.
Sabía que no había escapatoria. La casa de Connor tenía ventanas que miraban al jardín, muebles que hablaban de dinero y control, y pasillos que se alargaban como veredictos. Allí, en ese escenario opulento, los recuerdos se volvían más nítidos, más dolorosos. La famélica esperanza de encontrar una salida se le hiciera diminuta, casi ridícula, frente a la certeza de que Matthew había venido con intenciones que no podían ser buenas para ella.
—Iré a casa —murmuró ella, queriendo correr hacia la puerta.
La