Connor se sentó en el borde de su cama, hundido en un silencio que no lograba espantar. La habitación era un templo de lujo: perfumes alineados en estantes de mármol, relojes de colección, trajes confeccionados por los sastres más exclusivos de Europa. La cama misma costaba casi veinte mil dólares, diseñada para dar la ilusión de descanso perfecto. Todo estaba ahí, un mundo construido sobre el dinero y la opulencia, pero aun así, el vacío lo consumía.
¿Por qué se sentía como un cadáver en vida?
La respuesta siempre terminaba siendo la misma.
Ella.
Bárbara.
Su rostro aparecía en cada espejo, en cada rincón de su mente, en cada silencio nocturno. No importaba cuánto intentara negarlo: lo que lo destrozaba no era la falta de compañía, ni la rutina vacía de sus negocios, sino la ausencia de aquella mujer.
Se vistió sin cuidado, como si las prendas de diseñador fueran harapos cualesquiera. No había ganas, no había propósito. Abrió la puerta de su cuarto, y allí estaba su madre, esperándolo