Mundo ficciónIniciar sesión“No deberías estar aquí esta noche.” Las palabras no fueron una advertencia… fueron una promesa. La voz de Vincent Moretti era baja, firme, con el peso de un hombre acostumbrado a doblar el mundo a su voluntad. Para Jennifer Lawrence, sonaba tanto como un escudo… como una jaula. A los veintitrés años, Jennifer solo ha conocido la supervivencia. Abandonada en un orfanato, dejó la escuela a los diecisiete; creció sin familia, sin futuro y sin una salida. Las calles se convirtieron en su campo de batalla, y la noche en su amo más cruel. Vender pedazos de sí misma la mantuvo con vida, pero la vació por dentro, dejando a una mujer que anhela amor… aunque ya no cree merecerlo. Vincent, de treinta y cuatro años, lo tiene todo excepto paz. Un multimillonario forjado en disciplina y crueldad; su imperio brilla mientras su corazón se fractura. Un amargo divorcio amenaza no solo su fortuna, sino también el legado sobre el que se construyó su apellido. Y entonces—en medio de una tormenta—conoce a Jennifer. No como cliente, sino como un hombre cuya propia ruptura reconoce la de ella. Sus mundos no deberían tocarse jamás. El de él es una jaula dorada de riqueza y expectativas; el de ella, una lucha en las sombras por dignidad. Pero la chispa entre ambos es demasiado intensa para ignorarla: peligrosa, devoradora, prohibida. La sociedad los condenará. Su nombre podría destruirse. Y el pasado de ella podría arruinarlos a ambos. Aun así, entre las cenizas de lo que han perdido, el amor podría ser lo único lo bastante poderoso para salvarlos… o para consumirlos vivos.
Leer másQuerido lector,
¿Crees en las segundas oportunidades… o condenas a quienes han caído una vez?
Esta no es una historia de santos, sino de pecadores que buscan la luz.
Jennifer Lawrence, veintitrés años. Antes una soñadora; ahora, una sombra que sobrevive noche tras noche, vendiendo fragmentos de sí misma para soportar otro amanecer.
Sin familia. Sin amor. Solo el dolor de existir.
Vincent Moretti, treinta y cuatro. Nacido entre el oro, criado entre paredes de mármol. Pero cuando la traición destroza su matrimonio, el imperio que construyó comienza a desmoronarse… ladrillo por ladrillo.
Dos almas rotas, expulsadas por el mundo, se encuentran bajo una tormenta que podría purificarlos… o destruirlos.
Cuando el amor florece desde las ruinas, ¿puede realmente sanar… o las cicatrices del pasado los convertirán en monstruos a los ojos del mundo?
***
El relámpago desgarró el cielo con un destello cegador, el trueno rugiendo como mil tambores de guerra. Beverly Hills yacía envuelta en oscuridad, empapada de lluvia. Las calles estaban desiertas, las mansiones dormidas, excepto una habitación.
El aire dentro olía a alcohol y cigarrillos. Voces apagadas, cuerpos sudorosos enredados en las sombras. Piel contra piel. Para él, era placer. Para ella, prisión.
Jennifer Lawrence yacía bajo el peso de un hombre que gruñía con hambre animal. Sus embestidas no eran amor ni deseo—solo lujuria cruda, brutal, sin alma. Cerró los ojos, aferrándose a las sábanas como si pudieran protegerla, murmurando en silencio: Pronto terminará. Respira. Solo espera.
El hombre gruñó y la volteó bruscamente. Se hundió en ella con ferocidad, no con ternura. Ella chilló de dolor, pero no se movió, no lo detuvo. Él se inclinó hasta su oído y susurró:
—Te pertenezco esta noche… y todas las noches.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos, un gemido escapó de sus labios. Él lo confundió con placer.
Un último jadeo, y su cuerpo se convulsionó en éxtasis. Cayó a su lado, dormido al instante.
Las lágrimas calientes nublaron el techo. Su cuerpo temblaba, frágil por lo que él le había arrebatado. Sollozó.
Cuando por fin logró incorporarse, se arrastró hasta la única silla del cuarto. Su bolso estaba allí. Lo tomó con manos temblorosas, respirando entrecortado. Sacó un cigarrillo, buscó desesperada el encendedor.
Tres chispas, un brillo rojo, una bocanada de humo. Se dejó caer al suelo frío y saboreó el tabaco. Sus ojos se habían secado incluso antes de llorar. Su maquillaje era un desastre, su cabello despeinado, quebrado, seco. Lo agarró con rabia, tirando de él. La punta del cigarrillo volvió a brillar mientras aspiraba con fuerza.
Miró las ventanas: el frío las había empañado, y las líneas de condensación descendían lentamente.
Comenzó a llorar en silencio, sosteniendo su cabeza entre las manos.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué yo?
El dolor la ahogaba. Su pecho dolía, el vacío la devoraba.
La vida la había arrastrado hasta el abismo, y el futuro que una vez soñó era ahora un recuerdo perdido en su corazón.
Si la vida al menos jugara limpio...
La habitación se volvía insoportable. Las sombras se pegaban a las paredes como cadenas, el silencio pesaba sobre sus oídos. Tomó su bolso, lleno de billetes arrugados que parecían burlarse de ella, y se obligó a salir por la puerta.
Afuera, la tormenta le azotó el rostro con lluvia helada. No se inmutó. Era casi un alivio: una prueba de que seguía viva. Sus botas salpicaban los charcos mientras caminaba por la acera vacía. El trueno volvió a rugir.
¿Es esto todo? pensó amargamente. ¿Esto es lo que soy ahora?
Las lágrimas que había perdido regresaron, y lloró mientras avanzaba bajo la lluvia.
El cielo volvió a iluminarse y, entre el resplandor, vio una figura a lo lejos. Se detuvo.
El hombre estaba apoyado en el marco de un coche, el traje empapado, la mirada caída. No parecía poderoso, ni orgulloso. Solo… cansado, como si cargara un peso invisible.
Él levantó la cabeza de pronto, como si la hubiera sentido. No dijo nada. Solo la miró, fijo, inmóvil. Ella se detuvo. ¿Sería su cliente de esa noche? Dudó. Su silencio era inquietante.
Entonces él habló, su voz grave, cansada, pero sincera:
—No deberías estar aquí esta noche.
Y por primera vez en años, Jennifer se quedó paralizada. Porque aquel hombre no sonaba como un cliente.
***
Vincent caminaba por los largos pasillos del rascacielos de cincuenta pisos, las manos en los bolsillos del traje, la cabeza erguida, los hombros firmes. Sus pasos resonaban con autoridad, pero por dentro estaba hecho pedazos. Su mundo se derrumbaba más rápido de lo que podía asumir. Las miradas lo seguían, los murmullos lo perseguían. La verdad había salido a la luz.
Acababa de firmar los papeles: el fin de su matrimonio de cinco años.
La primera vez que la vida lo tomaba por sorpresa.
Vivian Holman, su secretaria, lo seguía de cerca. Una sola mirada suya bastó para acallar los murmullos.
—Déjalos hablar —murmuró Vincent, su voz quebrada.
En su oficina, Vivian cerró la puerta de un golpe. Los vidrios se oscurecieron, sellando su privacidad. Vincent se dejó caer en el sillón, derrotado.
Vivian colocó una carpeta frente a él.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz baja.
—Aún puedes luchar —respondió ella, firme—. Ella se lleva la mitad, sí… pero si controlamos qué activos toma, protegemos lo esencial.
La mirada de Vincent era puro filo.
—¡Nada de esto me importa! —rugió, y con un movimiento furioso volcó el escritorio. Los papeles volaron.
—Perdí a la mujer que amé por cinco años… ¡y a mi hijo por nacer! ¿Y tú crees que esto… —señaló los documentos— …que esto importa?
Sus manos temblaban. Se acercó a la ventana, riendo con amargura.
Vincent Moretti, temiendo al futuro. Qué ironía. Por primera vez en su vida, sintió miedo.
Vivian no se inmutó. Había visto sus colapsos antes.
—Vincent —dijo con voz firme—. Este no es momento de rendirse. Sabes quién es el verdadero enemigo.
—No lo entiendes, Vivian —susurró—. Se acabó. Ya no soy el héroe de mi historia.
—¿Y quién lo decidió? —replicó ella—. Construiste este imperio desde la nada, ¿y dejarás que una mentira lo destruya? ¿Qué pensaría tu padre...?
—¡Mi padre está muerto! —rugió. Pateó una silla.
—Vete.
Vivian recogió los papeles con calma, los guardó en su portafolio.
—Esta conversación no ha terminado. —Salió sin mirar atrás.
Vincent se dejó caer al suelo, aflojándose la corbata con manos temblorosas. ¿Era este el final? Ya no veía luz, ni siquiera un túnel.
Tracy Donovan había sido su amor desde la universidad. Él, heredero de Moretti Homes; ella, de Donovan Couture. Fueron la pareja dorada, admirada por todos. Pero los sueños no duran. Al quinto año, la lealtad se volvió guerra. Y ahora ella se había ido, llevándose medio mundo con ella.
¿Debería haber fusionado las compañías? Tal vez.
Se rió sin humor. Todo se desmoronaba.
Su teléfono vibró.
—Señor, su coche está listo.
Se echó agua en la cara, observó su reflejo: ojeras, insomnio, café en lugar de sangre. Luego salió, el peso en su espalda más pesado que nunca.
El Maybach negro lo esperaba.
—¿Algún destino, señor? —preguntó Carlos.
—Necesito estar solo. Deja el coche. —Vincent bajó y caminó hasta la acera.
La lluvia lo recibió con furia. Levantó el rostro al cielo, deseando que todo fuera una pesadilla. Pero no. Tracy no volvería. Y pronto, Moretti Homes tampoco.
—Te fallé, mamá —susurró al viento.
Se apoyó en el coche, sin importar la lluvia. El tiempo se desdibujó.
Hasta que oyó pasos.
Levantó la mirada. Una figura se acercaba, pequeña, temblorosa, empapada.
No le importó. Hasta que sus ojos se cruzaron. En esa mirada rota, vio su propio reflejo.
—No deberías estar aquí esta noche —dijo, con voz grave.
Ella no respondió.
Vincent dio unos pasos hacia ella. Si era una paparazzi, la aplastaría. Pero al verla temblar, tan frágil, tan perdida… algo se quebró dentro de él.
Mujeres… todas iguales, pensó.
Y, sin embargo, no pudo apartarse.
—Déjame llevarte a casa —dijo al fin.
Las puertas de cristal de Veloura Models se abrieron suavemente, y Jennifer entró con una confianza silenciosa que parecía hacer que el aire mismo se detuviera por un momento. Habían pasado meses desde que ella había estado allí; meses entre hospitales, apartamentos silenciosos y horas interminables de recuperación. Pero ahora estaba de regreso, completamente recuperada y plenamente consciente de las miradas que inevitablemente la seguirían.El aroma familiar de laca y perfume llenaba el vestíbulo, una mezcla de lujo y esfuerzo, y los suelos pulidos brillaban bajo sus tacones. Se movía con deliberación, dejando que el suave clic de sus zapatos anunciara su presencia sin necesidad de palabras. Casi de inmediato, sintió la atracción de las miradas.Natalia ya estaba allí, rodeada de su habitual séquito. Eran un grupo impecablemente arreglado, todas sonrisas y cabellos perfectamente peinados, del tipo que te hace sentir su juicio antes de que pronuncien una sola palabra. La mirada de Nat
Londres, siete años atrás.Londres tenía una forma particular de devorar el sonido por las noches. La niebla se movía como un ser vivo por las calles estrechas, enroscándose alrededor de los capós de los coches que pasaban y disolviéndose bajo el resplandor amarillo de las farolas. En Mayfair, donde el dinero viajaba en sombras y el poder viajaba en silencio, Sebastián Moretti se mantenía junto a la ventana alta de su oficina temporal, observando cómo la ciudad mojada parpadeaba ante él.Ya casi era medianoche. La lluvia golpeaba los cristales con un ritmo pausado, un contraste brutal con el caos dentro de la habitación.Edson Fords caminaba de un lado a otro sobre la alfombra, con las manos temblorosas a pesar de la fachada de compostura que intentaba recomponer una y otra vez en su rostro.—Esto es malo, Sebastián —murmuró—. Peor de lo que te dije por teléfono.Sebastián no se volvió desde la ventana.—Todo lo que me dices es peor cuando por fin lo escucho en persona.El intento de
Jennifer fue dada de alta poco después del mediodía, con el olor del hospital todavía pegado a su ropa, la garganta irritada y la cabeza pesada. Lo que más recordaba de esa mañana no era al médico, ni los formularios, ni la enfermera retirándole la vía.Era despertar y ver a Vincent sentado a su lado—agotado, pálido, aferrando su mano como alguien que por fin había dejado de ahogarse.No dijo mucho.No hacía falta.Solo apartó un mechón de su rostro y le preguntó:—¿Lista para ir a casa?Casa.La palabra le resultó extraña en la lengua, pero con todo lo que había pasado, la mansión era lo más cercano a un hogar que tenía.Vincent condujo más despacio que nunca en su vida. Ella no comentó nada; sabía por qué. Cada esquina hacía que él la mirara de reojo. Cada semáforo le tensaba la mano en el volante.La mansión estaba silenciosa al llegar. Sin personal merodeando, sin ruidos. Él la ayudó a subir las escaleras, aunque ella insistió en que podía caminar. No discutió—solo la guio a su ha
Un día después del juicio finalLa casa se sintió equivocada en el momento en que Vivian cruzó la puerta.No vacía—equivocada.Ese tipo de equivocación que se aferra a las paredes, se filtra en la alfombra y se presiona contra las costillas como un peso que no la deja respirar. Ese tipo de equivocación que solo existe en un lugar que alguna vez albergó a una familia… y ahora no alberga nada.Hogar, pensó.Pero la palabra se quebró en su mente, frágil e inútil.Ya no era un hogar sin la risa silenciosa de Harvey flotando desde la cocina. No era un hogar sin los pasos ligeros de Ivy por el pasillo, su voz llenando las habitaciones como luz. Ahora no había luz. Solo sombras y el eco de todo lo que ella había roto con sus propias manos.El silencio rugía a su alrededor.Bebió para apagarlo.Vaso tras vaso de vino—algo ácido, barato, indigno de la vida que una vez tuvo—le quemó la garganta. No ayudó. Siguió bebiendo de todos modos. Quería entumecerse, un lugar donde sus pensamientos no pud
La luz se filtró lentamente en la habitación del hospital, un oro tenue y vacilante que rozó primero las máquinas antes de atreverse a tocar a Jennifer. La noche había sido una criatura larga y terca—una que se negaba a soltar su agarre sobre el mundo—pero la mañana finalmente rompió, despegando las sombras pulgada a pulgada.Jennifer se movió.No fue elegante. No fue suave. Fue un lento y doloroso nado hacia la conciencia—como si su cuerpo hubiera estado anclado al fondo de un mar frío y ella tuviera que arrastrarse hacia la superficie.Un suspiro. Un leve movimiento de sus dedos. Un pequeño sonido escapando de su garganta.La cabeza de Vincent se alzó de golpe.No dormía. No realmente. Su cuerpo se apagaba por segundos, pero su mente nunca abandonaba el espacio entre sus respiraciones. Su frente había reposado sobre el dorso de su mano durante horas. Ahora sus ojos se abrieron en cuanto ella se movió.—¿Jennifer? —su voz se quebró—cruda, incrédula.Sus párpados temblaron una vez… do
Vincent se había quedado a su lado durante el día… y luego durante la noche… y luego durante ese tipo de amanecer que no parecía un amanecer en absoluto, solo una versión pálida y agotada del día anterior.El electrocardiograma mantenía un pitido lento y constante—demasiado constante, demasiado suave. Era el único sonido en la habitación, aparte del susurro tranquilo del respirador. La respiración de Jennifer era tan superficial que él tenía que inclinarse cada quince minutos para asegurarse de que su pecho aún subía, de que no se había ido mientras él parpadeaba.No se movió de su lado, ni siquiera cuando las enfermeras le pidieron que estirara las piernas. Ni siquiera cuando Ray llegó corriendo, maleta tirada a medio pasillo, ojos desorbitados mientras seguía a Vincent hasta la UCI. Ray no se marchó hasta que los médicos la estabilizaron. Cuando finalmente se fue, los hombros se le hundían como si hubiera envejecido diez años en dos horas.Ahora eran solo Vincent y ella.Las uniones
Último capítulo