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Capítulo 4: Como el Caramelo Dorado

Vincent caminaba de un lado a otro del ático, inquieto. Había esperado evitar a la prensa para impedir que el fuego se propagara, pero de algún modo, los medios sabían exactamente qué estacionamiento usaría, y el complejo Moretti tenía cuatro. En su confusión, no lo pensó demasiado.

Tracy había vuelto a llamar, solo para provocarlo. Lo estaba vaciando por dentro, esculpiéndolo con sus palabras. Pensar que era la misma mujer a la que había amado durante los últimos cinco años le revolvía el estómago.

Dos golpes breves en la puerta.

—Adelante —dijo.

Carlos entró.

—Como pidió, señor —y le entregó un expediente azul.

Vincent lo abrió. Su pecho se tensó mientras pasaba las páginas.

—Dios mío… —murmuró, cayendo en la silla. Se frotó el cabello con las manos, la respiración entrecortada.

Carlos lo observaba de pie.

—¿Qué haremos, señor? —preguntó con su voz calma.

Vincent se encogió de hombros, incapaz de borrar las imágenes de su mente. Finalmente levantó la mirada.

—Prepara una mesa para dos, allá afuera, junto a la piscina —ordenó.

Carlos asintió y salió.

Vincent volvió a abrir el expediente, marcó el número que estaba rodeado en rojo. La línea sonó varias veces.

Click.

—¿Puedo verte esta noche? —Su tono no era una orden, aunque podría haberlo sido. Esta vez sonó distinto.

Nadie respondió, pero al otro lado se escuchaba una respiración suave. ¿Estaba asustada?

—Jennifer… —susurró.

La línea crujió y luego, una palabra apenas audible: un susurro.

***

La piscina centelleaba bajo el resplandor de las luces empotradas; cada onda dispersaba destellos dorados sobre la superficie. Vincent estaba sentado al borde del deck, una copa de whisky oscuro en la mano, la otra descansando sobre el brazo del sillón.

Llevaba una camisa blanca impecable, con el cuello abierto y las mangas dobladas, dejando ver las venas tensas de sus antebrazos. La tela se ajustaba suavemente a sus hombros cuando se inclinaba hacia adelante. Pantalones negros de corte perfecto, zapatos pulidos; nada en él era casual, aunque tampoco forzado.

El reloj en su muñeca atrapaba la luz de la piscina, el único adorno en un hombre que no necesitaba símbolos para declarar su poder. Parecía tranquilo, demasiado tranquilo, pero la manera en que sus ojos permanecían fijos en las puertas de vidrio revelaba otra historia. Esperaba.

Cada pocos segundos, sus dedos golpeaban suavemente la copa, una sola vez. Paciencia contenida. Vincent Moretti no solía esperar a nadie. Sin embargo, esa noche, el silencio, el agua y la silla vacía frente a él existían solo por ella.

La luz del agua se reflejaba sobre su camisa blanca cuando se recostó en la silla, su mirada perdida en la quietud azul. Sereno. Impecable. Inquebrantable. Ese era Vincent Moretti.

Entonces ella llegó.

Jennifer entró en el círculo de luz, y por un instante el mundo se inclinó. Su piel dorada, como caramelo al sol, brillaba bajo la seda roja del vestido que él le había enviado. Cada paso llevaba una confianza frágil, un equilibrio entre desafío y miedo. El aire nocturno acariciaba la calidez de sus hombros desnudos; la luz la envolvía como si fuera una llama moviéndose entre sombras.

La mandíbula de Vincent se endureció. La había esperado, sí, pero no así.

Se puso de pie de inmediato.

—Buenas noches.

Hablaron al unísono. Ella desvió la mirada hacia el agua, él mantuvo la suya firme.

—Estás preciosa esta noche —dijo él, antes de poder contenerse.

Ella enrojeció, apenas, antes de esconderlo tras una mueca. Pero él lo vio.

—Por favor, siéntate —indicó con un gesto leve y volvió a su asiento.

Jennifer avanzó despacio, la vacilación brillando en sus ojos.

—No te despediste como es debido antes de marcharte —dijo Vincent, con una sonrisa pequeña—. Después de cenar, lo harás. Y podremos separarnos… en buenos términos.

—¿Cenar? —repitió ella sin pensarlo.

—¿No tienes hambre? —alzando apenas una ceja.

Ella lo observó de reojo. Ese rostro aparecía en todos los noticieros: “infiel”, “escándalo”, “traidor”. Y, sin embargo, allí estaba, sereno, inalcanzable, compartiendo una cena con otra mujer como si el mundo no pudiera tocarlo. Quizás esa era su verdad: mujeres, dinero, poder.

Tres empleados aparecieron, trayendo bandejas de otro universo: mariscos bañados en limón, filetes perfectos, postres delicados, sushi dispuesto como arte, cuencos humeantes de ramen. El aire se llenó de aromas ricos y envolventes. Jennifer tragó saliva.

—Espero que tengas buen apetito —dijo él suavemente, acercándose el ramen. Movía los palillos con elegancia, sin pretensión.

Ella apartó la vista y se concentró en el filete. El tenedor chocaba nervioso contra el plato mientras cortaba trozos torpes, llevándolos a la boca demasiado rápido. Los sabores la envolvieron.

—Puedes agradecerle a Carlos —comentó Vincent—. Insistió en preparar su especialidad para ti.

Ella se quedó quieta. ¿Por qué hacía todo esto? Las preguntas ardían hasta que él habló, como si hubiera leído su mente.

—No tienes que preocuparte por nada —dijo con una calidez extraña—. Solo disfruta la noche. Come. Y luego vuelve a tu vida en paz.

Su tranquilidad la inquietaba más que cualquier amenaza. ¿Era una máscara? ¿O simplemente ya no sentía nada?

—¿Por qué haces esto? —preguntó, el tenedor temblando.

Vincent dejó los cubiertos, se limpió los labios con la servilleta y la miró fijo.

—No mezclo placer con negocios —continuó ella, más bajo, con rabia contenida—. Y si esto no es negocio… entonces tal vez no debería estar aquí.

Su respiración se volvió tensa.

—¿Cuál es tu precio? —preguntó él, su voz tranquila pero provocadora.

Ella alzó una ceja. Él se recostó, relajado.

—¿Eso querías oír? —su tono era sereno, casi divertido—. No te preocupes, mi brújula moral no me permite ponerle precio a alguien como tú.

El silencio se extendió. Solo el murmullo del agua rompía el aire. Él volvió a comer, pausado, mientras ella lo observaba, tratando de encontrar la mentira detrás de esa calma. Pero su mirada seguía tibia, casi tierna.

Cuanto más lo observaba, más resonaban en su mente las palabras de Grim Voss.

Él la sorprendió mirándolo. Una sonrisa leve cruzó su boca mientras bebía un sorbo de vino.

—Me recuerdas —murmuró, su voz baja, pesada, íntima— a alguien que perdí.

Jennifer se congeló. Las palabras quedaron suspendidas entre ambos, densas, palpables. Quiso preguntar, pero sus ojos le advirtieron que era una herida antigua.

Así que calló.

Y el silencio que siguió dijo más que cualquier palabra.

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