Mundo ficciónIniciar sesiónÉl permanecía junto a la puerta del copiloto, silencioso, con la mirada fija en ella. Jennifer resopló entre dientes. Odiaba esto… odiaba necesitar ayuda, pero la lluvia no cesaba y su casa seguía lejos de Beverly Hills.
Se acercó al coche. Él abrió la puerta de un tirón y ella subió. Los asientos eran más suaves que su propia cama. Goteaba, temerosa de arruinar el tapizado, pero él solo dijo:
—No te preocupes, yo también estoy empapado.
Encendió el motor y el coche se incorporó a la calle.
Jennifer se arrimó a la puerta, temblando por el frío. Se estremeció ante su movimiento repentino, pero solo estaba apagando el aire acondicionado; enseguida el calefactor zumbó con un calor reconfortante.
Por primera vez en muchas noches, el sueño tiró de sus párpados, aunque se negó a dormir junto a otro desconocido.
Atravesaron un Beverly Hills desierto, con el silencio pesando entre ambos.
Él la observó de reojo, con preguntas agitándose en su mente. ¿Quién era ella? ¿Qué hacía sola bajo la tormenta?
—¿Cómo te llamas? —preguntó con suavidad.
Jennifer se movió incómoda. Le estaba dando un aventón; lo mínimo era responder.
—Jennifer. Jennifer Lawrence —dijo con voz débil y seca.
—¿De dónde eres? —su agarre en el volante se tensó.
—De Boyle Heights —murmuró, cansada de tantas preguntas.
—¿Y qué hacías sola bajo la lluvia?
Ella giró la cabeza bruscamente.
—Eso no es asunto suyo, señor —le ladró.
Vincent asintió, en retirada. No es que le importara demasiado; solo la había recogido para calmar aquella sensación que le rondaba por dentro.
Siguieron en silencio. Faltaban quince minutos para llegar a Boyle Heights. El aire estaba cargado de incomodidad.
De pronto ella rompió el silencio:
—Acabo de salir del trabajo.
Él sintió un nudo en el pecho.
—No perteneces a esa vida.
La ira centelleó en sus ojos.
—¿Y quién eres tú para decirme eso? ¿Mi padre?
—No, pero…
—No me conoces —le cortó con la voz quebrándose. Volvió la vista a la ventana, huyendo de él como si su sola presencia la persiguiera.
—Lo siento —dijo al fin Vincent. Tras una breve pausa, añadió—: Cuando pregunté de dónde eras, no me refería al lugar donde vives.
Ella no contestó. Miraba al exterior, perdida.
—Crecí en Los Ángeles —dijo por fin—. Si quieres saber el precio, mejor dilo de una vez en vez de andar con rodeos.
Si él intentaba jugar al “yo no soy como los demás”, ya había visto demasiados de ese tipo. Todos querían lo mismo.
Vincent Moretti, que rara vez era contradicho, se encontró curioso más que molesto. Nadie se atrevía a hablarle así; quizá ella no tenía idea de quién era.
Llegaron a Boyle Heights. Las calles estaban vacías, la lluvia seguía cayendo sin descanso.
Ella señaló su calle y él detuvo el coche junto a la acera. Al abrir la puerta, él la detuvo:
—Necesitas esto —le ofreció un paraguas.
Ella lo rechazó y dio un portazo.
Él suspiró. Eso pasa por ayudar a la gente.
Su teléfono vibró.
—Señor, ya casi son las diez y usted no ha llegado a casa —dijo la voz serena de Carlos.
—Voy en camino, Carlos —respondió, encendiendo de nuevo el motor.
Antes de partir, miró hacia donde ella había entrado. Pero Jennifer no había entrado; estaba de pie frente a la puerta, inmóvil.
Bajó del coche y se acercó.
Ella lloraba en silencio, los hombros temblorosos. No notó su presencia. En la puerta colgaba un aviso de desalojo: renta vencida. Marcaba un número; la línea estaba desconectada.
Algo en esa imagen le apretó el corazón. Habló sin pensarlo:
—Puedo llevarte a un lugar donde pasar la noche. Mañana te ocupas de esto.
Ella giró, los ojos enrojecidos. Incapaz de resistirse, lo siguió de vuelta al coche.
Pocos minutos después llegaron a White Heaven, uno de los penthouses de Moretti. Carlos los esperaba con un paraguas; la presencia de una mujer a su lado lo dejó pasmado.
—El señor Donovan llamó, señor —informó Carlos, guiándolos al interior.
—Ahora no —dijo Vincent en voz baja. Le susurró algo y Carlos asintió, retirándose.
Jennifer se quedó en el pórtico, indecisa, sin notar que el hombre mayor lo había llamado señor.
—Por aquí —indicó Vincent hacia el ascensor.
Subieron al quinto piso. Él abrió la puerta y ella lo siguió con pasos diminutos. Su cabello negro brillaba aún mojado. Era alto, de porte elegante.
El calor la envolvió al entrar. El lujo del lugar la deslumbró: otro niño rico con demasiado dinero, pensó.
—Carlos se asegurará de que descanses bien. El baño está por allá —señaló hacia el oeste.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres? —preguntó ella con voz rota.
Vincent no respondió. Esta vez la pregunta lo irritó, así que salió de la habitación.
Jennifer se hundió en la bañera. El agua caliente le ardía en la nuca; dejó que el calor la consumiera. Estaba cansada, débil, hambrienta.
Dos golpes precisos.
—Un cambio de ropa para usted, señora —dijo una voz al otro lado. Pasos se alejaron.
Se sumergió otra vez, pensando en él. ¿Quién era en realidad?
Al salir, encontró un camisón de seda púrpura y una bata de noche. Al tocarlas, sintió la suavidad de la tela. Cara. Demasiado cara. Se vistió.
Él estaba sentado de espaldas, ya cambiado, con una camisa negra de seda. ¿Se habría bañado tan rápido?
Ella cruzó el cuarto despacio.
Vincent sintió sus pasos y se giró. Sus ojos recorrieron la silueta envuelta en seda. ¿Qué estaba pensando Carlos?
Se levantó.
—Perdona, haré que te traigan otra cosa.
Ella lo detuvo antes de que marcara el teléfono.
—Estoy bien. No hay mucho de mí que nadie no haya visto ya.
Él detestó esas palabras. Desvió la mirada.
—Cena —dijo señalando la mesa, y volvió a sus asuntos.
Ella devoró la comida con hambre voraz. Él la observaba de reojo: ¿tanto tiempo llevaba sin comer?
De pronto se levantó y se acercó. Ella se detuvo, avergonzada.
—He pedido a Carlos que te prepare un lugar para quedarte. Mañana…
—No necesito que hagas eso. Puedo cuidarme sola, señor —lo interrumpió.
No le gustó que lo llamara señor. Asintió con calma.
—En ese caso, descansa —dijo, saliendo del cuarto.
Demasiado exhausta para pensar, se dejó caer sobre la cama.
Abrazó la almohada que olía a él, y por primera vez en años, durmió como una niña.







