Mundo ficciónIniciar sesiónA la mañana siguiente, Vincent salió rumbo a la oficina; la junta directiva había convocado una reunión urgente. Jennifer despertó con recuerdos fragmentados, sin saber dónde estaba, hasta que poco a poco las imágenes de la noche anterior regresaron. El extraño alto no estaba allí. Estaba sola, en aquella habitación amplia y luminosa.
Se acercó al balcón. El aire fresco la acarició, trayendo el aroma dulce de la ciudad. Su cuerpo —acostumbrado a la fatiga— se sentía ligero por primera vez. Al volver, notó algo sobre la mesa: ¿desayuno?
Sus ojos recorrieron los platos. Era un desayuno inglés completo. El estómago le rugió al ver el tocino. Comenzó a comer sin dudar, con bocados grandes, como si la comida fuera a escaparse si tardaba demasiado. Entonces se oyó un golpe en la puerta.
—Adelante —dijo con la boca medio llena.
Entró un empleado del hotel con una caja delgada en las manos.
—Buenos días, señora. El señor Carlos me pidió entregarle esto.
¿“Señora”? Aquello la confundió. Señaló la mesa. El hombre dejó la caja y se retiró sin decir más. Con cierta desconfianza, Jennifer la abrió. Dentro había un vestido rojo de seda y unos zapatos Prada negros. También una tarjeta en blanco.
Le encantó el vestido, pero al mismo tiempo sospechó. ¿Qué juego está jugando? Tomó la tarjeta y escribió con firmeza: “No lo necesito”.
Terminó el desayuno, se dio un último baño caliente y desapareció de nuevo hacia Boyle Heights, temiendo haber hecho esperar a Grim Voss demasiado.
***
Cuando Vincent entró en la sala de juntas esa mañana, el aire se cortaba con cuchillo. Las miradas que lo recibieron eran frías, calculadoras. Parecía que todos esperaban confirmar los rumores que la prensa había esparcido.
Vivian carraspeó, y el silencio volvió al lugar.
—Buenos días —dijo Vincent, tomando asiento.
Vivian le colocó unos archivos frente a él. Solo unos pocos respondieron el saludo. No esperaba más; la confianza en él se había fracturado.
Vivian se levantó y se dirigió a la pantalla donde las gráficas de la empresa brillaban en tonos rojos.
—En las últimas veinticuatro horas, por circunstancias imprevistas, nuestras acciones han caído un cinco por ciento. Hemos perdido un diez por ciento de nuestros inversionistas locales y proyectamos otra caída del doce si esto continúa.
Hizo una pausa, dejando que las cifras calaran.
—La buena noticia es que Moretti Homes aún mantiene buena reputación en el extranjero. Nuestros socios internacionales nos han asegurado su apoyo mientras dure esta crisis.
Las voces se alzaron enseguida; murmullos nerviosos, rostros tensos.
Entonces, una voz profunda los calló.
—¿Y cuánto cree que durará esa buena voluntad? —preguntó Michael Salvatore, inclinándose hacia adelante. Su tono era el de un hombre que olía la sangre.
—Nuestras ventas se están desplomando y Wayne Foundation se está aprovechando. Cuatro empleados ya se han marchado desde que estalló el escándalo. Y no olvidemos lo más importante— —golpeó la mesa con un dedo—: perder el diez por ciento de los inversionistas significa ciento setenta y ocho millones de dólares menos. No es solo un número. Es una sentencia de muerte si seguimos así.
Dejó que sus palabras pesaran como una piedra, y añadió con una sonrisa delgada:
—Por eso, quizás… un perfil diferente al mando tranquilizaría a los mercados y salvaría esta compañía antes de que se hunda más.
Michael Salvatore, gerente de ventas de Moretti Homes, tenía cincuenta y dos años y una carrera repleta de victorias. Era un excelente orador y un estratega consumado, un antiguo CEO que sabía cuándo atacar.
—¿A qué está intentando llegar, Michael? —preguntó Vivian con voz cortante.
—A nada —replicó él—. Solo hablo desde la experiencia. Una experiencia que ninguno de ustedes posee.
El salón estalló en discusiones: algunos lo apoyaban, otros lo acusaban de querer un golpe interno.
—Basta —dijo Vincent, su voz fría cortando el ruido. El silencio volvió.
Suspiró.
—Michael tiene razón —dijo con calma.
Vivian lo miró incrédula.
—¿Qué? Vincent, no tienes que hacer esto. Aún tenemos la ventaja.
Su mirada bastó para que ella callara.
—He tomado una decisión. Es mejor que me retire del frente y que otro rostro represente a Moretti Homes hasta que todo esto se resuelva.
No hubo objeciones. Todos asintieron, casi aliviados.
—Lamento haberlos arrastrado a esto —añadió Vincent. Un hombre que casi nunca se disculpaba.
***
Carlos lo esperaba en el vestíbulo, junto al Maybach. Vincent subió al coche, el peso del fracaso apretándole el pecho.
—Señor, la mujer se fue del hotel hace cinco horas —informó Carlos.
—Lo sé —respondió. Ya lo había imaginado. Su mente había vagado hacia ella todo el día.
—¿Llevó consigo el paquete? —preguntó.
—No, señor. —Vincent asintió, reclinándose en el asiento.
El coche salió del edificio, pero apenas doblaron la esquina, Carlos frenó bruscamente. Los neumáticos chirriaron. Afuera, una multitud de periodistas y manifestantes rodeaba el vehículo. Algunos sostenían pancartas.
—La prensa, señor. ¿Quiere que llame refuerzos?
—No lo hagas. Déjalos —dijo, agotado, recostándose.
Desde la ventanilla tintada, vio los carteles con su rostro: “Engañador”, “Sinvergüenza”, “Igual que su padre”. Cerró los ojos.
Un puño golpeó el capó del coche. Vincent suspiró.
—¿Qué hace aquí? —murmuró.
Bajó del auto. De inmediato, los flashes de las cámaras lo cegaron.
—¡Eres un bastardo arrogante! ¿No sientes remordimiento alguno? —gritó Murphy Donovan, conteniéndose de golpearlo. Varios hombres lo sujetaban.
Todo era una puesta en escena. Un intento de provocarlo para obtener más titulares. Vincent no reaccionó. Simplemente lo miró, inmóvil, mientras las cámaras lo devoraban.
—¿Te quedas sin palabras porque eres culpable, eh? —gritó Murphy de nuevo.
En cuestión de segundos, sus hombres intervinieron y despejaron el camino. Vincent subió al coche y desapareció entre el tráfico.
El teléfono sonó. El nombre de Tracy todavía figuraba en la pantalla. Contestó.
—¿Era necesario mandar a tu padre? —preguntó con voz contenida.
Del otro lado, escuchó su risa —una risa que antes era melodía y ahora sonaba hueca, cruel. La llamada se cortó.
—Señor —dijo Carlos con calma—, ¿desea que investigue a la mujer? Supongo que debe ser importante si la llevó a casa anoche.
—Se llama Jennifer —respondió Vincent—. Y no, no quiero que lo hagas.
Hizo una pausa.
—En realidad… sí. Hazlo. —Sus ojos se perdieron en la autopista mientras el coche aceleraba.
***
Jennifer dio un salto al oír los golpes en la puerta. El corazón se le disparó.
Abrió, temblorosa. La silueta de Grim Voss bloqueó la luz del pasillo.
—Voss… no esperaba verte hasta esta noche —balbuceó, retrocediendo.
Grim Voss era una leyenda de los bajos fondos y los penthouses por igual. Medía casi un metro noventa, con un cuerpo ágil y una mirada que podía quebrar voluntades. Su piel era bronce curtido, su mandíbula afilada, y una cicatriz cruzaba su mejilla como una firma del infierno.
—Escuché que estuviste de paseo mientras trabajabas para mí —su voz gruesa y con acento ruso la hizo temblar—. ¿Un Maybach? Te estás metiendo en círculos peligrosos, niña. Cuidado con la sombra bajo la que caminas.
Extendió su mano. Jennifer colocó unos billetes arrugados sobre ella.
Voss los miró con asco.
—¿Qué es esto? —gruñó.
Antes de que respondiera, su mano la golpeó con tal fuerza que cayó sobre la cama.
La tomó del cuello y ella jadeó buscando aire.
—Mañana volveré. Ten mi dinero listo, basura —la soltó y salió sin mirar atrás.
Jennifer tosió, su garganta ardiendo. Las lágrimas brotaron, pero el dolor físico no se comparaba con el vacío en su pecho.
El televisor se encendió de repente, el volumen alto.
“Esta mañana, el diseñador de renombre mundial Murphy Donovan confrontó al heredero multimillonario Vincent Moretti por supuesta traición hacia su hija, Tracy Donovan.”
La pantalla mostró a Vincent —alto, impecable, impenetrable—, seguido de imágenes borrosas del altercado. Gritos, cámaras, caos.
“Moretti se negó a comentar, pero el silencio, dicen, habla más fuerte que la negación. ¿Estamos presenciando la caída de uno de los nombres más intocables de América?”
Jennifer se llevó la mano al cuello, justo donde Voss la había estrangulado. El corazón le latía con fuerza.
El hombre del Maybach. El que le había enviado seda y Prada. El que la había mirado como si pudiera verla por dentro.
No era solo rico. Era peligroso.
Unos golpes sonaron de nuevo. Se congeló. ¿Voss?
Abrió lentamente. Nadie. Solo una pequeña caja blanca en el suelo.
La levantó, con cuidado, y la colocó sobre la mesa.
El teléfono vibró. Una voz suave, firme, conocida:
—¿Puedo verte esta noche?
El pecho de Jennifer se encogió.
Abrió la caja con dedos temblorosos. Dentro, el mismo vestido rojo de seda, doblado con precisión, esperándola.
Su reflejo en la pantalla negra del televisor mostraba un labio roto, maquillaje corrido, miedo en los ojos. Pero contra su piel, la tela brillaba… como una promesa. O una trampa.
Las palabras de Voss resonaron en su mente:
Mañana… quiero mi dinero.
Y la voz de Vincent seguía al otro lado del teléfono, cálida, segura, distinta a todas las demás.
—¿Jennifer? —insistió.
Ella tragó saliva. Afuera, la tormenta rugía como si exigiera su decisión.
Un camino la llevaba al castigo. El otro… a algo aún más peligroso.
Cerró los ojos y susurró—







