Isabella Velarde acepta casarse con Lorenzo Santoro Santillana para arruinar los planes de su madre, sin imaginar que su decisión la enfrentaría a un deseo que creía enterrado. Dante, el sobrino de su esposo, vuelve a su vida como una herida mal cerrada, despertando emociones que ambos intentan negar. Pero la atracción entre ellos es tan intensa como peligrosa, y pronto se convierte en un secreto que ni las mismas rosas rojas pueden ocultar.
Leer más—Te vi durante toda la boda de Penélope, pegada al señor Santoro como una sombra al sol. —La voz de Valeria era suave, pero afilada como una navaja mientras tomaba su desayuno en el jardín, con una elegancia impecable.
Sin apenas levantar la mirada del periódico, su expresión se endureció al hablar con Isabella, quien se encontraba de pie, observándola con una mezcla de desafío y cinismo.
— Cuéntame, ¿de qué hablaron?
Isabella sorbió su café con calma antes de responder, sus ojos brillando con una provocación que sabía irritaría a su madre.
—Oh, madre, siempre tan curiosa. —Sonrió, dejando que su voz fuera un susurro venenoso. —¿Qué crees? Estábamos hablando de ti…
Valeria levantó finalmente la vista, arqueando una ceja con escepticismo.
—No me digas…
—Hablo en serio. —El tono de Isabella estaba impregnado de burla, saboreando el efecto de sus palabras.
—Mentirosa. — Valeria dejó escapar una risa seca y vacía. — Seguro, hablaban de otros temas.
—No, madre. —Isabella dio un paso hacia ella, disfrutando del ligero temblor que vio en la mano derecha de la misma. — Incluso te mandó saludos.
Valeria dejó el periódico a un lado, enfocando toda su atención en ella.
—Ah, ¿sí?
—Así es.
El brillo en los ojos de Isabella era casi cruel mientras jugueteaba con su cuchara, fingiendo pensar.
— De hecho, quería saber más sobre ti. Quería conocer más sobre la cazadora que lo estuvo acechando toda la noche.
El silencio que siguió fue tan afilado que parecía cortar el aire entre ellas. La sonrisa de Valeria se desvaneció lentamente, pero no dejó que la rabia dominara su rostro. Se levantó con gracia, su mirada oscura y peligrosa fija en su hija.
—Ya sabía yo que no tendrías nada bueno que decir. No seas estúpida, Isabella.
Isabella rió, una carcajada baja y burlona que hizo eco en el jardín.
—Para nada soy estúpida, madre. —Dio otro sorbo a su café, mirando a su madre de reojo. — De hecho, también le conté que eres una experta cazadora de fortunas.
Valeria se detuvo justo a su lado, tan cerca que Isabella pudo percibir su perfume.
Con una sonrisa cínica, Valeria susurró:
—Eres una idiota.
Pero Isabella no se intimidó.
—No soy una idiota, madre. Solo le dije la verdad. — Su voz era baja, casi como un desafío. —Le conté cómo, cuando te fijas en una presa, no te detienes hasta sacarle la última gota de sangre. Tal como lo hiciste con mi padre… Hasta que lo destruiste con tu asquerosa ambición.
Valeria se giró lentamente, su rostro transformado en una máscara de ira contenida.
—No te metas conmigo, hijita. —Su voz era un susurro frío, cada palabra cuidadosamente controlada. —No juegues conmigo.
Isabella no retrocedió. De hecho, levantó la barbilla con orgullo.
—No te tengo miedo, madre. Y no estoy jugando.
Valeria rió, pero no había alegría en su risa, solo una fría satisfacción.
—Vas a perder, Isabella. Yo siempre gano.
—Yo no soy como Penélope. —Los ojos de Isabella brillaron con una furia contenida. —No voy a dejar que me vendas como lo hiciste con ella.
La sonrisa de Valeria se desvaneció; su mirada se endureció.
—¿De qué diablos hablas? —El tono de su voz se volvió más oscuro, más peligroso.
—Sabes perfectamente de qué hablo, madre. —La mirada de Isabella era de puro fuego. — Sé que llamaste a Nicolás antes de la boda. No me creas tan estúpida.
Valeria se mantuvo en silencio por un momento antes de hablar, su voz baja y fría.
—Sea como sea, lo hice por el bien de todos. Tú no haces nada por esta familia.
—Ah, claro. — La risa de Isabella fue amarga. — Un millón de dólares beneficia a todos, ¿verdad? ¿Tan poco valoras a tu propia hija, madre?
Valeria se acercó aún más, su rostro a centímetros del de Isabella.
—Pregúntale a Nicolás. Él aceptó sin dudarlo.
Isabella ladeó la cabeza, sus ojos fijos en los de Valeria.
—¿Lo aceptó o lo amenazaste?
Valeria no respondió. El silencio fue la única confirmación que Isabella necesitaba.
—No me cambies de tema. —La voz de Valeria se endureció de nuevo. —Te advertí que no jugaras conmigo.
Isabella la miró con dureza.
—Y yo te advertí a ti. No soy un peón más en tu juego. Y tampoco me voy a quedar de brazos cruzados mientras tratas de venderme como lo hiciste con Penélope.
—Tú no me conoces, Isabella. No tienes idea de por qué hago lo que hago.
—Sí, lo sé. —La voz de Isabella era un susurro afilado. — Lo haces porque lo disfrutas. Porque no tienes nada más en tu vida que tu maldita avaricia. Pero se te va a acabar.
Valeria rió, una risa dura y sarcástica.
—¿Y qué vas a hacer? —dijo burlona. —¿Ser la esposa del señor Santoro? Eso nunca pasará. — Con una última mirada desdeñosa, Valeria se dio la vuelta, caminando hacia la salida del jardín, dejando a Isabella sola, su expresión oscura y llena de determinación.
—Ya verás, Valeria Velarde… —murmuró Isabella en la soledad del jardín. —Ya verás lo que te espera.
Dante yacía en su cama, con la mirada fija en el techo, como si este guardara las respuestas que su corazón roto no lograba comprender. Pero no había respuestas, solo repeticiones. En su mente, el beso con Isabella en el muelle giraba como un disco rayado, una grabación maldita que volvía una y otra vez, clavándose en su pecho con la intensidad de una llama que devora sin compasión.El recuerdo era cruel. Suaves labios que ahora se sentían lejanos, miradas que antes lo desarmaban y ahora lo hundían. Cada instante, cada roce, cada suspiro compartido… lo desgarraban con una precisión quirúrgica. Cerró los ojos con fuerza y las lágrimas comenzaron a deslizarse, lentas, pero, persistentes, como una lluvia que no cesa.—No… no… —murmuró entre dientes, cubriéndose el rostro con ambas manos. Frunció el ceño en un intento inútil por detener el llanto—. No puedo con esto… no…Su voz se quebró como cristal al caer. Se incorporó lentamente, como si cada movimiento costara demasiado, como si su
El auto se detuvo frente a la cabaña, envuelta por el murmullo tenue de los árboles y el crepitar distante de las ramas secas. Isabella soltó lentamente el volante, sus dedos temblorosos revelaban más de lo que estaba dispuesta a decir. Estaba a punto de abrir la puerta cuando escuchó su voz, baja, cargada de algo más fuerte que la simple súplica.—Isabella… —susurró Dante.Ella se giró hacia él.La manera en que la miraba la desarmaba: como si fuera lo más perfecto que había visto, como si su sola presencia le doliera en el pecho. Él alzó una mano y le acarició la mejilla, despacio, con una ternura casi reverente.Dante, volvió a hablar:—Por favor... no dejemos que esto termine. No así. No ahora.Se inclinó hacia ella, buscando sus labios, como si el beso pudiera borrar el miedo. Pero Isabella apoyó una mano en su pecho, deteniéndolo.—Dante... —dijo con firmeza, aunque su voz apenas le respondía.—¿Qué? —preguntó él, confundido, su mirada atrapada en la de ella.—Nos pueden ver… —m
El viento marino empujaba finas líneas de sal entre las tablas del pequeño puente de madera, como si el océano quisiera escuchar cada palabra que aún no se había dicho. El cielo, de un gris verdoso, sostenía una tormenta que solo Dante e Isabella podían descifrar; era la misma que rugía dentro de ellos desde hacía tiempo.—Dante, por favor… espera. —La voz de Isabella temblaba detrás de él.Dante apretó los puños y siguió avanzando, cada paso retumbando en la madera húmeda. Tenerla cerca era como frotar sal sobre una herida que se negaba a cerrar. Pero Isabella lo alcanzó, se aferró a su antebrazo con la urgencia de quien se está hundiendo.—Déjame en paz —murmuró él, sin mirarla.—Necesitamos hablar. —Isabella respiró hondo—.Por favor.—No tengo nada que decirte.—Sí, lo tienes. Solo… escúchame. —Apoyó la mano sobre su pecho, justo donde el corazón de Dante golpeaba furioso.Él se soltó y cruzó los brazos como un escudo. Sus ojos, cargados de tormenta y agua salada, la desafiaron.—¿
Dante se encontraba solo, a unos metros del borde del muelle, con la chaqueta aún abierta como si no pudiera cerrarse ni contra el frío ni contra el dolor. Había huido de la cabaña justo después de la breve y amarga discusión con Isabella durante el desayuno. No había gritado. Ni ella. Pero las palabras que no se dijeron eran las que más dolían. Y ahora estaba allí, intentando engañarse, queriendo convencerse de que la distancia curaría lo que el corazón se negaba a enterrar.Se acercó al barandal, apoyó ambas manos con fuerza sobre la madera húmeda, y clavó la mirada en la inmensidad del mar. Las olas chocaban una tras otra como si supieran que dentro de él también había una tormenta. Cerró los ojos, deseando que el viento se llevara su nombre.El nombre de Isabella.Pero no había refugio.Cuando los abrió, Isabella estaba a pocos pasos. Como una visión sacada de sus pensamientos más inconfesables.El viento jugaba con sus cabellos, despeinando esa calma aparente con la que lo miraba
En ese momento, se encontraban sentados a la mesa Lorenzo, Leila, Valeria e Isabella, rodeados del aroma a pan recién horneado, café negro y jugo de naranja recién exprimido. El ambiente, sin embargo, tenía algo de denso. Pesado. Como si todos supieran que faltaba alguien. Como si nadie quisiera decir en voz alta el nombre de Dante.Leila y Valeria, sentadas una junto a la otra, jugueteaban con un collar de perlas que se habían comprado el día anterior en el pueblo, riendo entre murmullos mientras comían distraídas. Isabella, más silenciosa, se hallaba sentada junto a Lorenzo, dándole vueltas con la cuchara a su taza de café, ausente, como si su mente estuviera a kilómetros de allí.Lorenzo rompió el silencio con la voz áspera y preocupada:—Dante se está demorando mucho. Ya debería haber bajado.—Puede ser, señor Lorenzo —respondió Valeria, con ese tono suyo que siempre traía una carga oculta—. Pero ya sabe cómo es la borrachera, jodida como ella sola... te quita hasta las ganas de l
Lorenzo se desabrochaba los últimos botones de su camisa mientras hablaba, su voz apenas un murmullo entre el roce de la tela y el silencio cálido de la habitación.—El hombre que cuidó a Dante me dijo que él… que estaba muy enamorado —comentó, con una expresión de leve incredulidad, mientras se ponía el pantalón de la pijama—. Pero también me dijo que sufría. Que le dolía… como si llevara el corazón hecho pedazos por no poder estar con la mujer que ama.Isabella alzó la vista desde el sofá donde estaba sentada, frotando con lentitud crema sobre sus piernas desnudas. Sus dedos se detuvieron un segundo, y un suspiro escapó de sus labios antes de que pudiera detenerlo. El pecho se le oprimía sin aviso, pero fingió tranquilidad.—Yo… —comenzó, obligando a su voz a sonar más firme de lo que se sentía—. Seguramente hablaba de Nina. Ya sabes que terminaron hace poco.Lorenzo asintió con una mueca entre escéptica y confusa.—Lo entiendo… pero, ¿de verdad eso justifica semejante borrachera? L
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