—Eres una desgraciada, infeliz, Isabella. —soltó Valeria, con las manos temblando visiblemente mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa pequeña en el centro de la sala.
Delante de ella, Isabella la observaba con una calma peligrosa, su mirada fría y una leve sonrisa que destilaba satisfacción.
Valeria volvió a hablar:
—Eres una porquería, Isabella. Sedujiste a Don Santoro solo por su dinero.— La acusación voló como una daga entre ambas, pero Isabella apenas parpadeó.— Y con los demás te hacías la mosquita muerta.
—No, madre. —respondió Isabella, su voz tan gélida como el aire que se acumulaba entre ambas—. Yo no seduje a nadie. Don Santoro y yo nos enamoramos.
La furia de Valeria creció, envolviéndola como un huracán.
—¿Enamorados? —repitió, casi escupiendo las palabras—. ¡Por favor, Isabella! ¡Te enamoraste de su dinero!
—¡Yo no soy como tú, no me compares, idiota! — replicó Isabella, su voz alzándose repentinamente.
Ante lo dicho, Valeria dio un paso hacia ella. Sus manos empezaban a crisparse, lista para lanzarse sobre su hija, pero en ese instante, Penélope intervino, temerosa de lo que podría suceder.
—Eres despreciable, Isabella — murmuró, su voz temblorosa, pero afilada—. Fuiste capaz de esconder tu supuesto amor por Lorenzo… de fingir que estabas de acuerdo con que yo me acercara a él. ¡Solo para que luego me traicionaras y te metieras con él a mis espaldas!
—No quería arruinar tus sueños, madre —dijo Isabella con una tranquilidad que solo añadía más leña al fuego.
—No tienes vergüenza —siseó Valeria, cada palabra impregnada de veneno—Te dejé acercarte a Lorenzo porque jamás pensé que serías capaz de traicionarme de esa manera.
Isabella se encogió de hombros con desdén.
—Tú sola te ilusionaste, madre. Don Santoro nunca te dio esperanzas. Pero si tanto lo deseabas, yo solo te dejé disfrutar un poquito de la fantasía.
La furia de Valeria explotó. Dio un paso más hacia Isabella, con los ojos llenos de odio, pero Isabella no retrocedió ni un centímetro.
—No te vas a ser la esposa de Don Santoro — gruñó Valeria, comenzando a caminar hacia la puerta.
—¿Y quién me lo va a impedir? — la voz de Isabella cortó el aire como un látigo.—¿Tú? — Isabella dejó escapar una risa amarga. — No, madre. No voy a permitir que sigas arruinando mi vida. No voy a dejar que sigas controlándome. Pronto seré la esposa de Santoro, y estaré muy lejos de ti, de tu veneno, de esta familia que solo ha sabido hundirse en su propia miseria.
—Don Lorenzo es un hombre demasiado conservador. No será tu pareja, ni estará contigo sin mi consentimiento. — replicó Valeria, con una sonrisa torcida.
—¿Por qué estás tan molesta, madre?— preguntó Isabella, inclinándose ligeramente hacia adelante —. ¿Será porque no te eligió a ti? ¿Por qué tú, la gran cazafortunas, fuiste rechazada?
Valeria no pudo contenerse más.
Su mano se alzó con la velocidad del rayo, y la bofetada resonó en la sala como un trueno. Isabella giró la cara por el impacto, pero no gritó. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no de dolor físico, sino de algo mucho más profundo.
—Eres una m****a, Isabella.— susurró Valeria, sus ojos ardiendo en lágrimas contenidas.
Isabella se giró lentamente, con el rostro marcado por el golpe, pero sus ojos se encontraron con los de su madre, desafiantes.
—Me eligió a mí, madre. No a ti. — dijo en voz baja, pero firme, su voz impregnada de una amarga victoria. —Y eso es algo que ni tú ni nadie podrá cambiar.
Valeria la miró una última vez, antes de girarse con rapidez, caminando hacia la puerta sin pronunciar una palabra más.
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—Amor, espera. — La voz de Isabella resonó suavemente, mientras bajaba las escaleras hacia la entrada de la casa.
Lorenzo estaba a unos pasos de distancia, pero se detuvo, girando para mirarla.
—Lorenzo, no importa lo que diga mi madre. A ti te quiero, solo a ti.
—Lo sé, Isabella. Yo también te quiero, y eso lo sabes. — Su voz era baja, pero firme, con una nota de resignación que hizo que el estómago de Isabella se revolviera. — Pero debí haber hablado a solas con la señora Velarde. Lo último que deseo es generar discordia entre nuestras familias.
—Esa mujer es una grosera. — replicó Isabella, con el rostro encendido por la rabia. — Hubiera reaccionado mal, de todas maneras.
—Esa mujer, como tú le llamas, es tu madre, Isabella. Y no puedo ignorarla.
—¿Qué significa eso, Lorenzo?
—Significa que apresurarnos con nuestro compromiso fue un error.
—¡Pero no podemos dejar que su reacción nos afecte así! — exclamó Isabella, su voz temblando ligeramente.
—No, Isabella. Claro que puede afectarnos, no quiero hablar más de esto. Tengo que irme. Iré por el auto.
Y antes de que ella pudiera protestar, él se inclinó para darle un beso en la frente, un gesto tan tierno que dolió.
Luego se dio la vuelta y comenzó a alejarse, dejándola con una sensación de vacío.
Fue en ese instante, sin previo aviso, que Dante apareció tras ella. Estaba tan cerca que Isabella pudo sentir el calor de su aliento acariciar su cuello. Su voz era un susurro que la envolvió en una tensión sofocante.
— Es increíble… Me fui un par de meses a Londres para tratar de olvidarte… Y ahora, de repente, vas a ser la esposa de mi tío. —murmuró cerca de su oído, con un tono cargado de resentimiento y dolor.
Isabella se giró rápidamente, quedando tan cerca de él que podía ver las diminutas pecas esparcidas por su nariz, el brillo de su mirada azul, que ahora estaba empañada por lágrimas no derramadas. Su perfume era un recordatorio del pasado, de lo que intentaba desesperadamente olvidar.
Isabella notó el dolor que emanaba de Dante, ese dolor que se colaba entre las grietas de su máscara de frialdad. Pero ella no podía permitirse flaquear, no ahora.
—Las cosas cambian, Dante.
—Eso veo. — Dante rió, pero era una risa rota, llena de amargura. — Tanto han cambiado las cosas que, al parecer, tendré que empezar a llamarte "tía". — La ironía en su voz la atravesó, pero antes de que pudiera responder, él añadió con un susurro que casi sonaba a súplica. — ¿Qué demonios haces conmigo, Isabella?
—Yo no hago nada, Dante. — Su tono se volvió frío, casi distante. — Entre nosotros nunca pasó nada, y menos después de que engañaste a mi hermana. — Las palabras salieron con dureza, como si quisiera clavarle un puñal.
—¿Tengo que recordarte con quién la engañé? — replicó él, sus ojos ardientes clavándose en los de ella. Isabella apartó la vista, sabiendo perfectamente a qué se refería, pero negándose a enfrentarlo. — ¿Debo hacerlo?
—No, no tienes que hacerlo, porque eso no significó nada.
—¿De verdad se te ha olvidado tan rápido lo que pasó entre nosotros? — La voz de Dante se quebró ligeramente, y su mirada vulnerable hizo que algo dentro de ella se rompiera.
—Quiero a tu tío, Dante. — respondió Isabella, intentando mantener su control, aunque sus propias palabras la sofocaban.
—Eso no responde a mi pregunta. —insistió él, dando un paso más cerca. El espacio entre ambos era casi inexistente ahora.
—Voy a ser la esposa de tu tío. — Isabella lo miró directamente a los ojos, dejando que el peso de esa afirmación cayera como una losa entre ambos. — Eso debería ser respuesta suficiente.
Dante la observó en silencio, su pecho subiendo y bajando con respiraciones irregulares.
La desesperación en su rostro la desgarraba, pero ella no podía ceder. No debía. Finalmente, Dante asintió, dando un paso atrás.
—Me estás matando, Isabella. — Susurró, con la voz cargada de una tristeza tan profunda que hizo que el mundo alrededor se volviera más oscuro.
Y, sin más, se dio la vuelta y desapareció, dejándola sola, con su propio remordimiento, retorciéndose en su pecho.