Cerca.
El auto se detuvo frente a la cabaña, envuelta por el murmullo tenue de los árboles y el crepitar distante de las ramas secas. Isabella soltó lentamente el volante, sus dedos temblorosos revelaban más de lo que estaba dispuesta a decir. Estaba a punto de abrir la puerta cuando escuchó su voz, baja, cargada de algo más fuerte que la simple súplica.
—Isabella… —susurró Dante.
Ella se giró hacia él.
La manera en que la miraba la desarmaba: como si fuera lo más perfecto que había visto, como si su sola presencia le doliera en el pecho. Él alzó una mano y le acarició la mejilla, despacio, con una ternura casi reverente.
Dante, volvió a hablar:
—Por favor... no dejemos que esto termine. No así. No ahora.
Se inclinó hacia ella, buscando sus labios, como si el beso pudiera borrar el miedo. Pero Isabella apoyó una mano en su pecho, deteniéndolo.
—Dante... —dijo con firmeza, aunque su voz apenas le respondía.
—¿Qué? —preguntó él, confundido, su mirada atrapada en la de ella.
—Nos pueden ver… —m