Suspechas.
El viento marino empujaba finas líneas de sal entre las tablas del pequeño puente de madera, como si el océano quisiera escuchar cada palabra que aún no se había dicho. El cielo, de un gris verdoso, sostenía una tormenta que solo Dante e Isabella podían descifrar; era la misma que rugía dentro de ellos desde hacía tiempo.
—Dante, por favor… espera. —La voz de Isabella temblaba detrás de él.
Dante apretó los puños y siguió avanzando, cada paso retumbando en la madera húmeda. Tenerla cerca era como frotar sal sobre una herida que se negaba a cerrar. Pero Isabella lo alcanzó, se aferró a su antebrazo con la urgencia de quien se está hundiendo.
—Déjame en paz —murmuró él, sin mirarla.
—Necesitamos hablar. —Isabella respiró hondo—.Por favor.
—No tengo nada que decirte.
—Sí, lo tienes. Solo… escúchame. —Apoyó la mano sobre su pecho, justo donde el corazón de Dante golpeaba furioso.
Él se soltó y cruzó los brazos como un escudo. Sus ojos, cargados de tormenta y agua salada, la desafiaron.
—¿