Maksim es un ángel de la guarda, atrapado entre el amor, el deber y un destino que no le pertenece. Cada noche, desde las sombras, protege a Katya Adabache, una prometedora bailarina rusa cuya luz brilla más allá del escenario. Para Maksim, observarla se convierte en un ritual silencioso, una devoción que va más allá de su misión celestial. Pero todo cambia cuando un evento sobrenatural rompe las barreras entre su mundo y el de los humanos: Katya puede verlo. Desde ese instante, nace entre ellos una conexión tan poderosa como imposible, marcada por una atracción que desafía las leyes del cielo y de la tierra. Sin embargo, nada está escrito. Mientras Katya se enfrenta a los desafíos de su carrera y al acecho de oscuros secretos del pasado, fuerzas celestiales y demoníacas comienzan a interferir. No todos los ángeles creen que Maksim deba seguir su corazón. Y no todos los humanos pueden amar a alguien que nunca debió existir para ellos.
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Moscú, Teatro Bolshói
Maksim
Rostros, voces, gestos, acciones… todo eso nos arrastra sin piedad a un recuerdo anclado en la niebla de nuestra memoria. Algunos lo llaman nostalgia, otros lo sienten como un grito silencioso que atraviesa el alma, como si perteneciera a una vida que ya no nos pertenece. Yo lo llamo eco. Un eco persistente que no se desvanece.
Hay quienes dicen que el tiempo todo lo cura, pero nadie habla de aquellos instantes que el tiempo repite como una burla. Una y otra vez. Como un sueño recurrente que se trunca justo cuando estás por entenderlo, por vivirlo completo. Y despiertas. Siempre despiertas justo antes del final.
¿Y entonces qué? ¿Cuál es la solución? ¿Olvidar? ¿Sumergirse en la rutina, pretendiendo que eso que te falta nunca existió? ¿O pelear contra uno mismo, desenterrando fragmentos de una verdad que tal vez no quieras conocer, pero que necesitas para respirar?
Yo he intentado todo. He callado, he observado, he seguido órdenes, he cumplido con mi deber… pero ese vacío sigue ahí. Como una nota suspendida en el aire, esperando la melodía que le dé sentido. Algo —alguien— me falta. Lo sé, aunque no pueda nombrarlo. Y esa ignorancia, ese no saber, duele más que cualquier herida.
Quizás la paz no está en olvidar, ni en entender. Tal vez la paz esté en recordar, incluso lo que nunca vivimos. En reconocer que no estamos rotos por lo que perdimos, sino por lo que nos fue arrebatado antes de tenerlo.
Aun así, sigo aquí. Cuidando. Observando. Esperando. Porque hay algo en ella… en su rostro, en sus gestos, en su voz… que me devuelve una parte de mí, una que ni siquiera sabía que había perdido. Cada noche me conformo con mirarla bailar sobre el escenario, ver cómo brilla mi bailarina en cada voltereta, en cada movimiento que me arrastra con su danza, con esa belleza innegable que parece nacer de otro mundo, pero lo más doloroso es saberme un espectador de su vida, un fantasma entre las sombras que ni siquiera puede estrecharle la mano, mucho menos cruzar una maldita palabra; solo me queda aspirar el perfume que deja tras de sí cuando pasa cerca, ese aroma a jazmín y vainilla que se clava en mí como una maldición dulce y silenciosa.
Y ya debería estar acostumbrado, pero Katya es como una adicción, una necesidad de la que dependo para mantenerme en pie. ¡No! No soy un acosador, ni un pervertido escondido entre el público o tras el telón, soy un ángel, y mi deber es protegerla, cuidarla de todo lo que pueda hacerle daño… aunque ser su sombra tenga consecuencias, como soportar a los idiotas que ha llamado “novios”, o luchar contra pensamientos que no deberían tener cabida en mí, como el deseo de rozar su piel o perderme en su mirada, y eso, eso no es bueno para alguien como yo, no debería permitirme emociones humanas, por eso cuando el peso se vuelve insoportable, mi escape es deambular por las calles, perdiéndome entre rostros que me atraviesan sin verme, como si yo no existiera.
En fin, otra noche… y el teatro se envuelve en penumbra, cubierto por ese velo sagrado que anuncia el inicio del hechizo. Un murmullo tenue recorre la sala como un suspiro contenido, mientras las luces se apagan una a una, dejando solo un halo dorado que flota sobre el escenario. El telón se abre con lentitud, como si el mundo mismo se rindiera ante lo que está por aparecer… y entonces, ella emerge.
Katya Adabache.
Su figura se recorta contra la luz como un espejismo celestial. Es delgada, de proporciones delicadas, con una piel pálida que parece esculpida en mármol fino. El vestido blanco que lleva —de gasa liviana, casi líquida— se ondula con cada paso como si flotara sobre un mar invisible. Su espalda es recta, orgullosa, pero hay una suavidad etérea en la manera en que sus brazos se mueven, en la curvatura de su cuello largo y elegante. Cada giro suyo arrastra al público a un estado hipnótico, como si bailara entre el sueño y la vigilia. Su cabello, castaño claro, recogido en un moño alto sin pretensión, brilla bajo los reflectores como si el sol se hubiera escondido en cada hebra. Y sus ojos… maldita sea, esos ojos azul grisáceo, casi translúcidos, miran como si atravesaran el alma. Juro que por un instante me miran a mí, directo, como si me hubiera desnudado por dentro sin tocarme.
Desde un palco en lo alto, oculto entre las sombras, me aferro a ese momento como un náufrago al borde de su último respiro. Mis manos, crispadas, aprietan el borde del asiento; mis nudillos blancos son los únicos testigos de lo que se revuelve dentro de mí. Mis ojos la siguen con una devoción que me duele en el pecho, con un anhelo que se clava como una espina, y sin pensarlo, susurro con la voz rota, quebrada por algo que no entiendo, o que no quiero aceptar:
—Tú deberías llamarte ángel… porque lo eres —mi voz apenas se escapa entre los dientes, apenas audible—. En cada giro, parece que abres tus alas… y esa mirada… Dios… parece traspasarme el alma.
Es una ternura desgarradora la que se me escapa. No debería sentir esto. No debo. No puedo. Pero ahí está, latiendo con fuerza bajo mis costillas, desbordando lo que juré reprimir.
—Si pudieras verme… si pudieras escucharme… si pudiera tener un solo día como hombre… sería suficiente. Solo uno. Pero no debo. No puedo verte de otra manera. No puedo enamorarme… porque serás mi perdición.
Siento ese calor familiar que se enciende en el centro del pecho, esa quemadura que no me pertenece. No es mía. No debería doler. Pero duele. Aprieto los puños hasta sentir las uñas contra la palma, como si eso bastara para contenerlo, para impedir que el deseo se derrame por completo.
—¿Por qué esta prueba? —escupo entre dientes—. ¿Por qué no me apartan de ti? ¿Por qué me he vuelto adicto a ti? ¿Cuándo fue… cuándo fue que te vi con otros ojos?
Me río, sin humor, con una tristeza densa que no alcanza mis ojos. Es una risa hueca, inútil. La miro girar, perfecta, impune, como si no supiera lo que causa. Cada pirueta es una puñalada dulce. Una condena envuelta en belleza.
Pero entonces, algo cambia.
La atmósfera se vuelve tensa. Un destello dorado corta la oscuridad del palco, como un relámpago que no hace ruido, pero hiere igual. El aire se espesa. Y lo siento… antes de verlo. Su presencia. Implacable. Innegable.
Uriel.
Aparece como una sentencia divina. Su silueta se recorta entre la luz como un muro imposible de ignorar. La túnica resplandece como si el juicio mismo la habitara. Su voz… su voz no es un sonido, es una fuerza.
—Te estás dejando consumir, Maksim —retumba, como si hablara desde el centro del tiempo—. Lo que sientes… está prohibido.
No me giro. No puedo. No quiero. No ahora. Mis ojos siguen fijos en ella, en su cuerpo que desafía la gravedad, en su expresión serena, entregada, como si bailara para redimir pecados que ni siquiera conoce. No necesito un sermón, no esta noche.
—No soy un acosador —respondo con los dientes apretados, con la furia contenida bajo la piel—. No soy un pervertido escondido tras un telón. Soy un ángel. La protejo y lo sabes.
Uriel da un paso más. La luz que lo envuelve se sacude, como si la tormenta en su interior quisiera estallar.
—Cuidarla no es amarla. No con ese deseo oculto. Has cruzado una línea, Maksim. Tal vez no en actos… pero sí en intención.
Y entonces, me giro. Lentamente. Mis ojos ya no suplican. Arden. Me sostengo frente a él con toda la rabia, el miedo y la verdad que cargo desde que vi a Katya danzar por primera vez.
—¿Y si no puedo evitarlo? —pregunto, cada palabra cortándome la garganta—. ¿Y si lo único que me mantiene cuerdo… es ella?
Uriel me mira, y su juicio pesa como siglos sobre mi espalda. Su voz baja, pero definitiva.
—Entonces caerás. Y cuando eso ocurra… nadie te levantará. Ni siquiera Katya...
Uriel suelta un suspiro cargado de frustración, profundo, como si le doliera tener que decírmelo. Sus ojos, normalmente inmutables, ahora parpadean con un dejo de compasión que me resulta insoportable. Desvía su mirada hacia el escenario, hacia ella, como si incluso él sucumbiera —aunque fuera por un instante— al influjo de su danza.
—Un consejo... un recordatorio —añade, con la voz más baja, más grave—. Tómalo como quieras, Maksim. Pero acepta tu misión sin pasar los límites. No es bueno cruzar esa delgada línea entre el cielo y la tierra. Va contra el orden natural de las cosas...
Las palabras resuenan en mi mente como campanas rotas. No me muevo. No respiro. No parpadeo. Es como si el mundo entero se contuviera, congelado en el borde de un abismo que solo yo parezco ver. Y luego, como si el universo decidiera recordarnos dónde estamos, el estruendo de la ovación rompe el aire. Palmas. Gritos. Aplausos que sacuden las paredes del teatro. Katya ha terminado su número. El telón cae, lento, solemne. Y con él… se rompe el hechizo.
Pero yo sigo ahí. Roto. De pie. Y perdido.
Minutos después
Frente al espejo, Katya respira agitada. Su piel está perlada de sudor, pero su belleza sigue intacta, serena, como si hubiera nacido para la luz del escenario. Se cubre los hombros con un abrigo blanco, intentando calmar el temblor en su pecho.
La puerta se abre con brusquedad. El director de la compañía entra, siempre con esa voz seca y urgida:
—La prensa está como hienas en la entrada principal. Toma la salida lateral, Katya. Te harás un favor.
Su voz, amable pero firme, corta el murmullo del camerino. Ella asiente, agotada. Sus hombros caídos hablan más que sus palabras.
—Gracias… no tengo fuerzas para responder preguntas esta noche —murmura, con un hilo de voz. Luego baja la mirada y añade, como una confesión—. Me siento… vacía.
—Diste todo allá afuera —él suaviza el tono, casi con ternura, al ver su rostro—. Guarda algo para mañana, estrella.
Ella le regala una sonrisa pequeña, rota, como un reflejo aprendido. Pero sus ojos… sus ojos azul grisáceo, brillantes bajo el maquillaje desgastado, no mienten. Gritan otra cosa. Gritan soledad. Exhausta. Dolida. Perdida. Y me atraviesan el alma.
No pierde tiempo. Katya recoge sus cosas con prisa, casi con ansiedad, como si quedarse un minuto más en ese lugar fuera un castigo. Se cuelga el bolso al hombro, se ajusta el abrigo de lana blanca que contrasta con sus medias negras, y sale del camerino como si huyera. A su paso, cruza miradas con algunos colegas que le lanzan saludos fugaces, frases cortas: “Estuviste increíble”, “Descansa, estrella”, “Nos vemos mañana”. Pero ella solo asiente, sin detenerse. No los escucha. Solo quiere irse. Escapar. Borrar el aplauso que no llenó el vacío.
Y sin darme cuenta… ya estamos en el callejón.
La noche es cruel. El viento corta la piel como navajas invisibles. Katya camina sola, apretando el abrigo contra su cuerpo delgado, temblando más por dentro que por fuera. El callejón está cubierto por una niebla baja que lame el suelo, densa, húmeda. Las farolas parpadean con una cadencia siniestra, como si dudaran si morir o alumbrar. Algunas se apagan por segundos, dejando grietas de oscuridad que parecen respirar.
No hay prensa. No hay fans. No hay ruidos humanos. Solo sombras. Solo ella. Y yo.
La observo desde la cima de un edificio cercano, oculto entre esculturas de ángeles corroídas por el tiempo. Mi capa se agita con el viento. Mi mirada no se aparta de ella ni un segundo. Soy su sombra. Su guardián. Pero también su esclavo.
Siento el eco de Uriel aun golpeándome por dentro, como campanadas de condena: “Te estás dejando consumir. Lo que sientes está prohibido”.
Y sin embargo... aquí estoy.
—Debería detenerla —pienso, la culpa anudándoseme en la garganta como un lazo tirante—. No me gusta este ambiente. Hay algo que no encaja.
Una farola se apaga de golpe. El sonido seco del cristal apagándose es como un disparo.
Katya se sobresalta. Se detiene un segundo. Mira hacia atrás. Nada. Acelera el paso. El abrigo se le desacomoda, y su silueta delgada, pálida, se recorta contra la negrura como una figura de porcelana a punto de quebrarse. Su cabello castaño claro se escapa en mechones del peinado que ya se ha deshecho, y se pega a su rostro húmedo. Sus pasos resuenan, apresurados. Frágiles. Vulnerables.
Y entonces…El rugido de un motor rasga el silencio como un trueno. Un auto se aproxima a toda velocidad. Sin luces. Sin aviso. Saliendo del infierno mismo. Lo veo. Lo presiento. Va a alcanzarla.
Mi corazón —si es que aún tengo uno— se detiene. El tiempo se comprime. Cada segundo es una eternidad. ¿Debo intervenir? ¿O es este su destino? ¿Debo permitir que muera esta noche?
Al día siguienteMoscúMaskimDicen que somos el reflejo de varias vidas en un momento, pero yo sé que el alma no olvida. Puede callar, puede esconderse en lo profundo de la carne, incluso fingir indiferencia ante lo que alguna vez la hizo temblar… pero nunca se apaga del todo. No importa cuántas veces se reencarne, cuántas veces le cambien el rostro, el idioma, la herida… el alma recuerda. Guarda silencios que no le pertenecen a esta vida. Anhelos que no tienen origen visible. Un vacío que solo otro espíritu puede reconocer.El alma no busca placer, ni gloria, ni poder. Busca su otra mitad. Esa chispa perdida en el caos del mundo.No es casualidad el encuentro. Es destino reencontrado. Dos fragmentos separados por el tiempo, por la muerte, por decisiones que no fueron suyas… y, aun así, siguen llamándose.Presumo que no existe forma de borrar lo que fuimos. Ni el más feroz de los olvidos puede con la verdad del alma.Y es ahí donde comienza todo. En esa grieta que deja abierta el amo
Tres días despuésMoscú, Teatro BolshóiKatyaA veces la llaman cansancio. Otras, depresión, estrés, ansiedad. Los expertos le asignan nombres, teorías y tratamientos a lo que, en el fondo, es un vacío que no tiene forma. Una grieta invisible que se abre dentro de uno sin previo aviso, y por la que se escapa el sentido de las cosas. Nos dicen que es normal divagar, que las crisis son parte del camino, que debemos hablar, desahogarnos, ponerlo en palabras.Pero ¿de qué sirve hablar cuando las palabras no alcanzan? ¿Qué consuelo hay en nombrar un dolor que nadie puede ver? Si seguimos anclados a esa pesadilla sin rostro, tratando de entender, de unir los hilos rotos de una historia que sentimos real, pero que los demás ven como fantasía. Como un delirio.Quizá lo mejor es fingir que nada ocurre. Seguir con la rutina, con las sonrisas ensayadas, los horarios, las obligaciones. No hacer preguntas. No detenerse. Porque detenerse es mirar de frente ese abismo que nos habita. Es arriesgarse
Dos días despuésCerca del Volga, MoscúMaskimLas reglas nos aprisionan, nos frustran, nos condicionan. Muchos dicen que son necesarias, que sin ellas el bien y el mal colisionarían en una danza sin forma, que el equilibrio se perdería como un suspiro en medio de la tormenta. Pero entonces surge la duda, tenue como un murmullo que se cuela en la conciencia: ¿Cuándo es justo romperlas? ¿Cuándo una transgresión deja de ser pecado para convertirse en acto de amor? Los humanos lo hacen todo el tiempo. Se equivocan, se redimen, piden perdón o ni siquiera eso, porque tienen el don —o el castigo— del libre albedrío. Yo no. Yo fui creado para obedecer, para vigilar sin intervenir, como un faro que guía, pero nunca toca el mar. Soy un ángel, un guardián, un soldado en la eterna cadena de lo divino, forjado en la obediencia y entrenado para no cuestionar las reglas, ni los designios de mis superiores.Ese era el problema conmigo, no podía seguirlas reglas, no cuando se trataba de Katya, había
La misma nocheEn el purgatorioLevianTener una visión diferente exige un precio que no todos están dispuestos a pagar. Es fácil predicar desde la cumbre segura de la virtud, pero enfrentarse al abismo, dejarse devorar por él, eso es para unos pocos. Los demás… los demás se aferran a su moral raída como un mendigo a su manta sucia, creyendo que así sobreviven, cuando en realidad se pudren de miedo.Son incapaces de alcanzar la grandeza porque tiemblan ante la sola idea de desafiar las reglas. Prefieren la jaula dorada antes que volar con alas negras en un cielo prohibido. Por cobardía. Por comodidad. O simplemente porque no les interesa cruzar esa delgada línea donde la sangre y la gloria se abrazan.Porque el poder no se ruega, no se mendiga. El poder se arranca de las manos de los dioses moribundos. Se siembra en la tierra con huesos rotos, se riega con la corrupción de las almas. Se forja en las entrañas de la oscuridad, donde cada cicatriz es un triunfo, donde cada lágrima ajena
La misma nocheMoscúKatyaAlguien dijo una vez que los sueños no son más que deseos reprimidos, meros fragmentos de lo que vivimos durante el día o anhelos de aquello que sabemos inalcanzable. Pero la realidad golpea con fuerza cuando el alma, como un péndulo roto, se queda atrapada en ese instante, oscilando una y otra vez entre memorias que no parecen pertenecer a este tiempo. Entonces, te preguntas: ¿es solo un simple sueño o acaso un eco lejano de una vida que ya no recuerdas? Lo más frustrante no es la duda en sí, sino la ausencia de respuestas claras, ese vacío incómodo que deja una pregunta sin forma, vibrando en el pecho.Supongo que ese es uno de los misterios más grandes del mundo: no poder descifrar lo que el subconsciente grita en su idioma secreto, tener que conformarte con retazos de algo que desafía la lógica, pero que para el corazón... es un refugio. Un suspiro entre tormentas. Una caricia que aún sin cuerpo, logra sanar una herida invisible.Ese sueño me persigue de
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