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Susurros, tentaciones y más (1era. Parte)

La misma noche

En el purgatorio

Levian

Tener una visión diferente exige un precio que no todos están dispuestos a pagar. Es fácil predicar desde la cumbre segura de la virtud, pero enfrentarse al abismo, dejarse devorar por él, eso es para unos pocos. Los demás… los demás se aferran a su moral raída como un mendigo a su manta sucia, creyendo que así sobreviven, cuando en realidad se pudren de miedo.

Son incapaces de alcanzar la grandeza porque tiemblan ante la sola idea de desafiar las reglas. Prefieren la jaula dorada antes que volar con alas negras en un cielo prohibido. Por cobardía. Por comodidad. O simplemente porque no les interesa cruzar esa delgada línea donde la sangre y la gloria se abrazan.

Porque el poder no se ruega, no se mendiga. El poder se arranca de las manos de los dioses moribundos. Se siembra en la tierra con huesos rotos, se riega con la corrupción de las almas. Se forja en las entrañas de la oscuridad, donde cada cicatriz es un triunfo, donde cada lágrima ajena es un himno.

Siempre supe que no nací para arrastrarme en la sombra de otros. Fui creado para brillar... pero no como ellos querían. No para ser un sirviente dócil, ni una voz obediente en un coro de corderos. No para aplaudir sus decretos podridos de falsa luz. Desde el principio, sentí en mi sangre el hambre de algo más grande. Un fuego que no podían apagar con cánticos ni amenazas. Me negué a seguir sus reglas podridas, a fingir que la corrupción no nacía de ellos mismos, a cerrar los ojos ante la hipocresía que devoraba sus tronos de oro.

Y por eso me condenaron. Por no callar. Por no agachar la cabeza. Por ver la humanidad por lo que realmente era: un campo fértil para la crueldad, la ambición, la sed de poder. Una tierra de almas dispuestas a ensuciarse las manos... sí tan solo alguien les susurraba cómo.

Ellos lo llamaron traición. Yo lo llamo despertar, entonces fui arrojado al purgatorio como un perro rabioso al que temen mirar a los ojos. Un exilio hecho de vacío, de sombras afiladas, de gritos que nunca mueren, pero no me quebraron. No pudieron.

En ese abismo aprendí a cultivar la rabia, a pulirla hasta volverla hermosa como una hoja nueva. Aprendí que la compasión es una cadena, que la culpa es un veneno que ellos mismos se inyectan para mantenerse dóciles. Ahora soy libre, libre de sus mentiras, libre para arrancar el velo a los ingenuos, para incentivarlos a devorarse entre sí, para sembrar el caos como un artista siembra belleza en un lienzo en blanco.

¿Crueldad? ¿Ambición? ¿Oscuridad? Son mis pinceles. Son mis armas. Son mi legado. Y mientras ellos tiemblan en sus cielos decrépitos, yo cabalgo sobre los gritos y las plegarias inútiles. Que teman. Que se escondan. Que se arrastren. Porque no hay redención para lo que soy. Porque yo no nací para adorar. Nací para destruir.

Por eso necesito venganza, equilibrar la balanza a mi favor para recuperar lo que me quitaron. Y ella lo hará posible, la bailarina, Pero los inútiles engendros que tengo sirviéndome son incapaces de hacer bien hasta la tarea más simple.

Allí estaba yo, desplegando mis alas negras bajo la inmensidad agrietada del purgatorio, con las sombras retorciéndose a mi alrededor como serpientes hambrientas, mientras escuchaba sus absurdas disculpas.

—Amo —balbuceó uno de los kobolds, con la voz quebrada como un hilo de viento helado—. Hicimos lo que nos ordenó... pero emergió Maskim para proteger a la muchacha y no nos dio tiempo a contraatacar...

Un gruñido se formó en lo más hondo de mi garganta. Un rugido contenido que quemaba mis entrañas con una rabia vieja como el mismo exilio.

—Inútiles duendes. Tenían una oportunidad dorada para romper la maldición... y la dejaron escapar. Tenían que atropellar a la bailarina. Solo eso.

—Amo Levian... —se atrevió a hablar otro, su voz temblando tanto como sus rodillas huesudas—. Creímos que deseaba que ellos estuvieran juntos...

Mi mirada, dos brasas encendidas, se clavó en su rostro torcido. La criatura se encogió aún más, retrocediendo entre las sombras.

—Sí —espeté, dejando que cada palabra le pesara como plomo derretido—. Quiero que estén juntos. Pero Maskim debía materializarse. Debía hacerse visible ante ella. No seguir oculto como un perro vigilante. ¡De nada me sirve que siga siendo su maldito ángel guardián!

Un silencio espeso cayó sobre el purgatorio, solo roto por el aleteo sordo de mis alas extendidas, agitándose como una tempestad retenida.

—Podemos volver a intentarlo... —susurró uno, arrastrando las palabras como si temiera que el aire mismo lo castigara.

—¡No! —tronó mi voz, haciendo estremecer hasta las grietas mismas del vacío—. Es muy pronto. No queremos a ese entrometido de Uriel metiendo sus narices en nuestros asuntos.

Uno de los kobolds, el más pequeño, se frotó nerviosamente las garras contra su pecho encorvado, murmurando con torpeza:

—O.… o podría presentarse ante la muchacha... como un admirador...

Tonto. Imbécil. Me lancé hacia él en un parpadeo, mi figura envolviéndolo como una sombra viviente. La criatura gimió, encogiéndose aún más.

—Tampoco, imbécil —escupí con desprecio, dejando que mi aliento helado rozara su piel arrugada—. No puedo salir de este maldito lugar sin debilitarme. Necesito corromper más almas para recuperar mis poderes. Necesito sembrar más miedo, más desesperación, más hambre en sus corazones humanos.

Mi voz descendió en un murmullo venenoso, como un veneno dulce deslizándose en la sangre:

—Pero tal vez… —murmuré con una sonrisa torcida, una mueca nacida del veneno— todavía no esté todo perdido.

El eco de mis palabras retumbo como un susurro húmedo que reptó entre las grietas de piedra negra. Alcé la mirada al cielo roto, ese velo agrietado que dejaba ver, como a través de un espejo empañado, el pálido resplandor de la Tierra. Ella aún estaba allí. Frágil. Humana. Temblando en la frontera incierta entre el sueño y el deseo.

Perfecta.

La sentí estremecerse en su cama. Llamaba a Maskim sin saberlo. Hundida en un sueño que la arrastraba a la imagen de su ángel. Lo necesitaba. Lo deseaba. Pero aún no con la intensidad adecuada. Todavía le faltaba rendirse. Hundirse. Una punzada de impaciencia me recorrió la columna.

Le susurré lo que no se atrevía a decir en voz alta. Le hablé desde el umbral de sus pensamientos, con la lengua húmeda de la tentación. No de amor, no… sino de hambre. De piel. De abandono. Debía tocarlo, buscarlo, romper lo que juraban sagrado. Solo entonces se abriría la grieta.

Me deleité con su parálisis, ese instante en que su cuerpo dejó de obedecerle. Las manos tensas, aferradas a las sábanas. Los labios temblorosos, indecisos. Casi lo consigue. Casi. Solo una palabra más y se habría rendido.

Pero ella sigue aferrada a él. A Maskim. Como si su contacto pudiera salvarla de sí misma.

—¡Maldita sea! —gruño, ahora, con los dedos crispados sobre los brazos del trono—. ¡Lo arruina todo!

Mi voz retumba como un trueno seco. Las sombras se agitan. El aire se espesa. La rabia me sube por la garganta, áspera como ceniza caliente.

—¡No lo entiendes, Katya! —escupo hacia el vacío, como si pudiera oírme—. ¡Tienes el fuego dentro y lo apagas con miedo! ¡Tu carne lo llama, pero tu alma lo detiene! ¡Estás a un suspiro de romperlo… y te aferras a sus alas como una niña temerosa!

Mi cuerpo tiembla. Me hundo en el trono de piedra, jadeando, con la frente perlada de un sudor que no refresca. Un kobold se acerca arrastrando los pies.

—Amo… fue demasiado esfuerzo. Quizá la muchacha no lo vale…

—¡Silencio! —le atravieso con la mirada, y se retuerce como si lo hubiese golpeado—. ¡Nada estaría ocurriendo si hubieras hecho tu parte! ¡Un segundo más, una imagen más vívida, y habría cedido!

Otro de los siervos se asoma entre los pilares con voz temblorosa.

—Tal vez podamos atraer a Maskim… tenderle una trampa…

Me incorporo con una carcajada seca que me parte la garganta.

—¿Atraerlo? ¿Y qué harías tú con él, engendro torpe? ¿Recitarle versos mientras te tiende la mano? Maskim no es un ángel común. Es filo puro. Y si lo enfrentan, no quedará ni su sombra para lamentarlo. Tiene un poder que ni él conoce, por eso fue elevado a los cielos.

El kobold baja la cabeza. Tiembla. Como debe hacerlo.

Respiro hondo. Me obligo a calmar el temblor en los dedos. El encierro aprieta, me consume, pero no cederé. No cuando estoy tan cerca.

—Tiene una debilidad —musito, y mis palabras caen como veneno dulce—. La bailarina. Ella es la grieta. La puerta. Todo lo que necesito.

Los kobolds aguzan el oído. El aire se llena de una tensión espesa. Esperan. No entienden del todo, pero intuyen que el momento se acerca.

—Si logramos separarlos… solo por un instante… —dejo que la idea se deslice entre nosotros como una serpiente— ella hará el resto. Porque cuando el deseo gobierna, ni el cielo puede cerrar los ojos.

Me dejo caer otra vez en el trono, exhausto, pero hambriento.

—Preparen todo. Maskim recibirá una llamada que no podrá ignorar. Y entonces, mi dulce Katya quedará sola, a nuestra deriva, pero si fallan está vez voy a aplastarlos con mis propias manos, ¿entienden lo que está en juego? —gruño, como una sentencia de su destino, pero sus rostros impasibles y sus poses serviles solo despiertan mis dudas.

 

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