Algo inexplicable

La misma noche

Moscú

Katya

Alguien dijo una vez que los sueños no son más que deseos reprimidos, meros fragmentos de lo que vivimos durante el día o anhelos de aquello que sabemos inalcanzable. Pero la realidad golpea con fuerza cuando el alma, como un péndulo roto, se queda atrapada en ese instante, oscilando una y otra vez entre memorias que no parecen pertenecer a este tiempo. Entonces, te preguntas: ¿es solo un simple sueño o acaso un eco lejano de una vida que ya no recuerdas? Lo más frustrante no es la duda en sí, sino la ausencia de respuestas claras, ese vacío incómodo que deja una pregunta sin forma, vibrando en el pecho.

Supongo que ese es uno de los misterios más grandes del mundo: no poder descifrar lo que el subconsciente grita en su idioma secreto, tener que conformarte con retazos de algo que desafía la lógica, pero que para el corazón... es un refugio. Un suspiro entre tormentas. Una caricia que aún sin cuerpo, logra sanar una herida invisible.

Ese sueño me persigue desde hace demasiado tiempo. No es un sueño cualquiera: es vívido, tan real que a veces me asusta. Siento su presencia. Su voz susurrándome al oído. Su aliento tibio acariciándome el rostro. Quizás sea una obsesión... o quizás solo un recuerdo extraviado de mi infancia. Lo más desconcertante es la figura que se repite cada noche: un hombre sin rostro que me observa desde el público mientras bailo, como si esos minutos entre la música y el telón fueran un portal donde él puede alcanzarme. Pero la magia siempre termina. El telón cae. Y un escalofrío me recorre el cuerpo, como si él se marchara en silencio, sin despedirse.

En esas noches donde la soledad me envuelve como un abrigo frío, me esfuerzo por recordarlo. Por entender quién es ese visitante invisible que se ha colado en mi vida sin permiso, acompañándome como un guardián que nunca pedí. Algunas amigas dirían que es el efecto de largas jornadas bailando, de la necesidad de enamorarme, o de la falta de verdaderos vínculos. Y puede que tengan razón. A estas alturas, las pocas relaciones que he tenido no han durado más de un mes. La vida que elegí, brillando cada noche como la estrella principal de la compañía rusa, no deja espacio para promesas ni para sueños de amor.

Hoy, como siempre, brillé en el escenario. Y como siempre, busqué una salida alterna para esquivar a los paparazzi. El callejón estaba desierto. Solo sombras largas y charcos reflejando la luz de la luna. Sin embargo, esa sensación inexplicable volvió a envolverme, como un perfume invisible que me atrae y me inquieta a la vez. Apreté el abrigo contra mi pecho y aceleré el paso, ignorando el temblor que se apoderó de mis manos.

Y ahora intento descifrar lo que sucede a mi alrededor.

El sonido llega primero, profundo y gutural, como un rugido lejano que perfora la quietud de la noche. Mis pasos se detienen sobre los adoquines húmedos; el eco de mis tacones se apaga como una campana rota. Frunzo el ceño. Miro a ambos lados, pero el callejón parece haberse vuelto más angosto, más oscuro, como si las sombras se acercaran, respirándome en la nuca.

El rugido crece, ensordecedor, y entonces lo veo. Un auto negro, sin luces, lanzándose hacia mí como un depredador hambriento. Mi cuerpo entero se congela. El miedo me paraliza de una forma que nunca había sentido antes, brutal, atávica. Siento el viento en la cara, el vibrar del suelo bajo mis pies, la certeza helada de que no hay escapatoria.

No puedo gritar. No puedo moverme. Todo ocurre en una fracción de segundo. Y justo cuando el abismo parece abrirse bajo mis pies, algo invisible me envuelve. No una mano. No un cuerpo. Una energía... intensa, cálida, casi eléctrica, que se arremolina a mi alrededor como un manto viviente. Siento el impulso: una fuerza que me empuja, firme pero llena de ternura, alejándome del camino del auto en el último instante.

Mi cuerpo sale despedido hacia un costado. Caigo de rodillas sobre el suelo mojado, la respiración quebrada en mi pecho, el corazón golpeando como un tambor salvaje. Todo huele a humo, a metal, a miedo. Me llevo las manos temblorosas a la boca, ahogando un sollozo. El mundo sigue girando, pero yo estoy suspendida en un instante que no puedo comprender.

Y entonces, al alzar la vista, lo veo. Bajo la luz temblorosa de un farol, entre el humo y la bruma de la noche, se alza una figura. Alta, majestuosa, irreal. Envuelta en un largo abrigo oscuro. Mi respiración se corta. El frío que me atraviesa se mezcla con un calor extraño, profundo, que brota desde el centro de mi pecho. Siento su mirada clavándose en mí. Una mirada que no debería ser posible, tan llena de nostalgia, de pena, de amor contenido que me rompe sin saber por qué.

Y entonces, contra toda lógica, lo reconozco. No sé de dónde. No sé cuándo. Pero sé que es él. Que siempre ha sido él. Su rostro es claro como un recuerdo robado al tiempo: facciones perfectas, ojos oscuros que brillan como un mar de estrellas, labios entreabiertos como si fuera a decir algo que nunca podrá pronunciar. Siento su voz antes de oírla, un susurro que acaricia mi mente, no mis oídos:

—Katya...

Mi nombre en su voz tiene el peso de un juramento, de un lamento milenario. Me envuelve como una melodía antigua, demasiado hermosa para este mundo. Quiero moverme. Quiero alcanzarlo. Pero mis piernas siguen atadas al suelo, mi cuerpo temblando bajo la marea de sensaciones que me arrastra sin compasión. Una parte de mí quiere huir. Otra parte... desesperadamente quiere correr hacia él.

En un pestañeo, la figura comienza a desvanecerse, como niebla llevada por el viento. Estiro una mano, como una niña que intenta atrapar un sueño, pero solo rozo el vacío. Una lágrima tibia resbala por mi mejilla. ¿Qué ha sido eso? ¿Una alucinación? ¿Un sueño? ¿Un eco de algo perdido? Nada tiene sentido, y, sin embargo, en mi pecho algo arde con la fuerza de una certeza imposible: lo he visto. Lo he sentido.

Unas horas después

Llegué a casa empapada, con el corazón latiendo todavía en la garganta y las manos temblorosas. Dejé caer el abrigo en el suelo, sin importarme nada, y me metí directo en la ducha. El agua caliente golpeó mi piel con fuerza, arrastrando el frío, pero no la sensación de vacío que se me había instalado en el pecho desde que escapé del callejón.

Después, con los músculos rendidos y la cabeza latiendo de agotamiento, me puse una camiseta grande, una de esas viejas que usaba para ensayar, y encendí el reproductor de música. La melodía suave de un piano llenó el pequeño apartamento, y sentí por primera vez en horas que podía volver a respirar.

Tomé un libro al azar de la repisa —uno de poesía rusa que siempre me acompañaba en las noches largas— y me acurruqué en la cama. La lluvia golpeaba el cristal de la ventana en un murmullo constante, como una canción lejana.

Y entonces... ahora mis ojos empiezan a cerrarse. Las palabras se emborronan en la página. El sonido del piano se aleja, como si alguien bajara lentamente el volumen del mundo. Mi cuerpo se hunde en la cama. Mi mente flota. El libro resbala de mis manos. La habitación se disuelve.

Ahora estoy en otra parte. Un prado dorado bañado por una luz cálida que no parece de este mundo. Y entonces lo veo. Veo su silueta, es él. Camina hacia mí, como si emergiera de la luz misma. Su figura alta y elegante corta el paisaje, su cabello castaño claro se agita levemente con la brisa suave. La piel de su rostro brilla bajo el sol tibio, marcada por facciones que parecen esculpidas: una mandíbula firme, unos labios serios pero llenos de una ternura que me sacude hasta lo más profundo. Y finalmente esos ojos…Grises, profundos, infinitos.

Cuando me miran siento que todo mi ser queda desnudo ante él. Como si siempre me hubiera conocido.

Como si siempre hubiera estado esperándolo. Se detiene a unos pasos. Su sonrisa es leve, apenas una sombra en sus labios, pero suficiente para que mis piernas flaqueen. Mi corazón late tan fuerte que creo que él puede oírlo.

—Katya —su voz llega hasta mí como un susurro en la brisa, acariciando mi nombre.

Me acerco, temblando. No sé qué digo. No sé qué hago. Sólo sé que mis pies se mueven por sí solos, que algo dentro de mí me impulsa hacia él.

Él alarga una mano. Sus dedos tocan los míos con una suavidad imposible, como si temiera romperme. Un calor dulce, adormecedor, me recorre todo el cuerpo.

—Estoy aquí —dice, su voz más baja, más íntima—. Siempre he estado.

Mis labios se entreabren para responderle, pero ninguna palabra logra salir. Siento que el pecho me arde, que podría llorar y reír al mismo tiempo.

Él da un paso más. Su mano acaricia mi mejilla. Sus ojos grises me envuelven, me sostienen.

—No estás sola, Katya. Nunca.

Su frente se apoya contra la mía. Cierro los ojos, respiro su esencia: huele a lluvia, a viento, a eternidad. Quiero quedarme aquí para siempre, perdida en este momento, en esta sensación de ser completamente suya, de que él también me pertenece de alguna manera que no comprendo. Pero entonces... el viento cambia. La luz se apaga.

Siento que algo me arrastra hacia atrás, como una corriente invisible que me arranca de su lado.

—No... —susurro, extendiendo la mano hacia él.

Él me sonríe con una tristeza infinita.

—Nos volveremos a ver —promete.

Y en un parpadeo, todo desaparece. Abro los ojos de golpe, estoy en mi habitación y la luz de la mesita todavía encendida. El libro abierto a mi lado. La música ya ha terminado. Miro a mi alrededor, desorientada, el corazón golpeándome con fuerza. ¿Fue un sueño? ¿Fue real? Acaricio mi mejilla. Todavía siento el calor de su caricia.

Me abrazo las piernas contra el pecho, tratando de recuperar la calma. Pero entonces lo oigo. Un susurro apenas audible, como un roce de alas negras en el rincón más frío de la habitación. Una voz que no reconozco, pero que me eriza la piel hasta el alma.

—Te gusta lo prohibido, ¿verdad? —su tono es seductor, como un hechizo que se desliza entre mis pensamientos. Cada palabra suena como un beso en la piel, caliente, prohibido—. Lo ves, lo deseas, pero sigues negándolo.

Mis ojos se abren, mi cuerpo se tensa, pero no puedo moverme. Alguien está aquí, en algún lugar cercano, y no sé si lo escucho en mi mente o si realmente está a mi lado. Mi respiración se acelera, mis dedos se aferran a las sábanas mientras mi cuerpo lucha por escapar de la parálisis que me ha invadido. Pero sus palabras siguen, inquebrantables.

—Puedo ayudarte a conseguirlo…—dice, su voz tan cercana que parece rodearme, envolverme como un lazo invisible—. Puedo hacer que él regrese, que lo tengas, que lo domines. Pero no tienes que jugar como él lo dicta. No tienes que seguir sus reglas.

Siento su cercanía, aunque no lo vea, su presencia pesada, como si estuviera justo detrás de mí, esperando, observando cada uno de mis movimientos. Mis labios tiemblan, y mi mente se enreda, pero él no se detiene.

—Tú sabes que no lo puedes evitar—susurra, ahora con una sonrisa palpable en su voz—. Y yo… puedo hacer que lo consigas, puedo ser la llave que abra todas esas puertas que no te atreves a cruzar.

Me quedo paralizada, sin saber si lo que escucho es real o si mi mente me juega una cruel broma. Pero su risa, profunda y oscura, me taladra el alma dejándome sumergida en un mar de dudas.

 

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