El mismo día
Moscú
Katya
Dicen que los desastres no vienen solos. Que llegan como un ejército en la penumbra, arrasando sin piedad todo lo que alguna vez creímos seguro. Te tumban, te arrancan el aliento, te dejan mirando un techo vacío preguntándote en qué momento todo cambió. Porque en un instante, los sueños que cultivaste con tanto cuidado se hacen trizas, y el futuro que habías imaginado se vuelve una tierra extranjera, lejana, hostil.
El verdadero desastre no es solo la caída, sino todo lo que te arrebata con ella: las certezas, la esperanza, incluso la fe. Te deja desnuda frente a ti misma, frente a todo lo que temes admitir: que no eres invencible, que no tienes el control, que lo que más amas puede perderse sin aviso. Y entonces te invade ese miedo frío, sordo, que se instala en cada rincón del cuerpo.
Porque a veces el desastre no solo destruye cosas. Te destruye a ti. Y esa es la parte más difícil de aceptar. Porque después viene el silencio, la hora de recoger los pedazos