Dos días después
Cerca del Volga, Moscú
Maskim
Las reglas nos aprisionan, nos frustran, nos condicionan. Muchos dicen que son necesarias, que sin ellas el bien y el mal colisionarían en una danza sin forma, que el equilibrio se perdería como un suspiro en medio de la tormenta. Pero entonces surge la duda, tenue como un murmullo que se cuela en la conciencia: ¿Cuándo es justo romperlas? ¿Cuándo una transgresión deja de ser pecado para convertirse en acto de amor? Los humanos lo hacen todo el tiempo. Se equivocan, se redimen, piden perdón o ni siquiera eso, porque tienen el don —o el castigo— del libre albedrío. Yo no. Yo fui creado para obedecer, para vigilar sin intervenir, como un faro que guía, pero nunca toca el mar. Soy un ángel, un guardián, un soldado en la eterna cadena de lo divino, forjado en la obediencia y entrenado para no cuestionar las reglas, ni los designios de mis superiores.
Ese era el problema conmigo, no podía seguirlas reglas, no cuando se trataba de Katya, había algo que me arrastraba a protegerla, aun si eso significaba exponerme. O simplemente lo que sentía era la confirmación de que estaba enamorado de ella.
Y no lo pensé. No lo razoné. Fue un impulso, un latido desobediente en medio de una eternidad de obediencia, cuando vi lo inevitable, el vehículo salir de las sombras para atropellarla. El deber gritaba que observara. Que permitiera. Que aceptara el destino. Pero algo dentro de mí—algo que no se parece en nada a las órdenes del cielo—se rebeló como un grito en plena catedral.
Salté. El aire me golpeó el rostro como un castigo divino, pero no me detuvo. Mis alas, invisibles para este mundo, cortaron la noche como cuchillas de luz contenida. La alcancé un segundo antes del impacto. No la toqué, no debía hacerlo. Pero la envolví con mi esencia, como una brisa que toma forma, como una plegaria que se vuelve carne.
La aparté con una fuerza suave pero implacable, desviando su cuerpo como se desvía una lágrima antes de caer. Sentí el vértigo de la desobediencia atravesarme, el silencio del cielo pesando sobre mí como una amenaza sin forma. ¿Qué había hecho? ¿Qué precio tendría esa intervención? Pero verla vida, de rodillas, atemorizada, temblando fue suficiente para darle alivio a mi alma atormentada.
Quise acercarme. Decirle que estaba a salvo. Que no era un sueño. Que yo estaba allí, por ella. Solo por ella. Pero no debía. No podía. Me detuve en los límites del deber quebrado, donde comienza el pecado. La observé desde el borde de la bruma, oculto bajo la sombra de lo que ya no era. Y cuando nuestros ojos se encontraron, supe que lo sentía. Qué de alguna forma, sabía de mí. La había salvado. Y al hacerlo, algo en mí también fue salvado… o condenado. Tal vez ambas cosas…
Sin embargo, no podía seguir exponiéndome. No podía seguir quebrantando mis deberes, por mucho que mi alma clamara por su cercanía. Cada segundo a su lado era una tentación más fuerte que el anterior. Era una tortura celestial. El deseo de tocarla, de hablarle, de confesarle todo lo que se me estaba pudriendo por dentro, me carcomía. Pero no podía. No debía. Así que hui. Me desvanecí entre las sombras de la noche, sintiéndome más cobarde que nunca, más impotente que cualquier criatura sin alas.
No podía abrazarla. No podía cruzar una simple palabra. Y eso… eso era el mayor castigo que podía recibir un ser como yo.
Me aferré a la única promesa que me quedaba: volverla a ver en unas horas, bailando como un espejismo en el escenario, etérea, intocable. A guardar su aroma en mi memoria, como se guarda un relicario. Me obligué a fijar cada detalle de su rostro en mi mente: la curva exacta de sus labios, la forma en que sus pestañas se abrían como alas negras, el leve temblor de su barbilla cuando algo la conmovía.
Vagué durante horas por las calles, fingiendo ser un simple mortal. Como si con eso pudiera engañar al destino. Pero solo lograba avivar mi malestar. Los rostros, ajenos. Todo me recordaba que yo ya no pertenecía a este mundo. Así que me dejé arrastrar por mi nostalgia hasta el Volga, buscando refugio en el rumor calmo de sus aguas.
Entonces ocurrió lo más extraño. Me vi allí otra vez.
Tendido sobre las sábanas revueltas, el torso desnudo expuesto a la caricia del amanecer, mientras el peso cálido y suave de su cuerpo se acomodaba sobre el mío como si perteneciera allí. Katya. Su piel contra la mía, su aliento rozándome el cuello. Se deslizaba como agua sobre mí, robándome besos entre risas contenidas, como una ladrona experta que conocía cada rincón de mi cuerpo y el efecto devastador que tenía en mí.
Sus caderas rozaban las mías en un vaivén lento, provocador, mientras su cabello oscuro caía en cortinas a ambos lados de mi rostro. Me miraba fijamente, prendida a mis ojos, como si intentara tatuar su alma en los míos.
—Amor… —murmuró, rozando sus labios con los míos apenas un segundo antes de besarme otra vez—. Levántate… llegarás tarde para escuchar el discurso de su alteza…
Su voz tenía ese tono arrastrado que usaba solo en las mañanas, entre la ternura y el deseo, entre el juego y la necesidad.
Yo suspiré, atrapado entre el deber y la dulzura de su cuerpo, rodeando su cintura con ambas manos, acercándola aún más a mí.
—Recuérdame, mi ángel… —le pedí con voz ronca, los dedos acariciando la línea de su espalda—. ¿Por qué hago esto? ¿Por qué debo dejarte sola en casa?
Ella se inclinó hacia mi oído, rozando con su lengua el lóbulo, haciendo que mi piel se erizara.
—Porque es tu deber como uno de los soldados imperiales… —susurró, enredando sus dedos en mi cabello—. Además… —me besó de nuevo, esta vez con hambre—. Me prometiste que pronto tendríamos un lugar para nosotros. Solo tú y yo.
—Cierto… te lo prometí —respondí, atrapando su rostro entre mis manos, contemplando la devoción en sus ojos—. Pero necesitaré un pequeño incentivo. Corrijo… muchos.
Ella sonrió, traviesa, rozando mis labios con los suyos, desafiándome sin palabras.
—Uno de ellos —continué, mi voz apenas un suspiro mientras recorría con los dedos la curva de su espalda—… sería que tengamos hijos. Quiero una vida contigo, Katya. Una vida real.
Y entonces…la oscuridad.
El recuerdo se deshilachó como humo entre los dedos de mi conciencia. Desperté en el presente con el corazón desbocado, la garganta cerrada por una emoción que no sabía nombrar. Frente a mí, el Volga seguía fluyendo con la misma serenidad de siempre, ajeno a mi tormenta interior.
Y ahora el tiempo… ese traidor silencioso que no da tregua, me deja aquí, atrapado entre lo que fui y lo que soy, al borde de la locura y del deseo. ¿Por qué siguen persiguiéndome esas imágenes? ¿Por qué la siento tan cerca? ¿Acaso realmente tuve una vida con ella? ¿Acaso me amó Katya? ¿O todo esto no es más que el eco de una obsesión? ¿Un deseo no cumplido que arrastré desde mi vida pasada?
De repente, el aire se torna denso, cargado. El amanecer, que antes susurraba calma, se quiebra con una energía que me eriza la piel. Entonces, la voz de Uriel irrumpe como un trueno, desgarrando la quietud:
—¡Maskim!
No es solo un llamado. Es un juicio, un reproche envuelto en furia contenida.
Me giro de golpe, aun jadeando, con el cuerpo ardiendo por los ecos de un recuerdo que no quiere soltarme. Todavía siento su piel contra la mía, su aliento en mi cuello, el sabor de sus labios. Katya. Pero ella ya no está.
Ahora es Uriel quien se alza ante mí. Brilla, pero no con ternura. Su luz corta, su mirada arde.
—¿Qué hiciste? —espeta, acercándose con los ojos encendidos como carbones al rojo vivo—. ¡Te lo prohibimos! ¡No podías intervenir!
Sus alas se tensan a su espalda, vibrando con un poder que amenaza con desbordarse. Su presencia pesa, como si el mismísimo cielo estuviera juzgándome.
—No podía quedarme de brazos cruzados —digo, con la voz rota, aún con el temblor del deseo entre las costillas—. Iba a morir… Katya…
—¡Tú ya no eres un hombre! —gruñe Uriel, clavándome el dedo en el pecho con una furia apenas contenida—. ¡Dejaste atrás esa carne, esa historia, ese destino! Y, aun así, te aferras a ella como un mortal desesperado.
—¿Y qué soy, entonces, si ya no puedo sentir? —le lanzo, dolido, consumido por una rabia que no sé si es divina o humana—. ¿Un espectro obediente? ¿Un arma sin voluntad? ¿Un títere celeste?
Uriel me sostiene la mirada. Hay tensión en sus mandíbulas, en su ceño marcado por siglos de deber. Pero esta vez, no responde de inmediato.
—Eres un ángel, Maskim —dice finalmente, su voz más grave—. Un guardián. No un amante. No puedes quebrantar las reglas. Si insistes en hacerlo… ni yo podré protegerte del castigo que se avecina.
—Ya estoy siendo castigado —le escupo, con amargura—. Cada día que la veo, cada vez que escucho su voz sin poder tocarla… ¿crees que no lo siento? ¿Qué no me duele?
Me llevo una mano al pecho, donde alguna vez latió algo parecido a un corazón.
—No entiendo esta conexión. No sé por qué Katya sigue apareciendo en mis sueños… o recuerdos, no lo sé. Son tan reales… tan vívidos. La veo, la oigo, la toco. Como si hubiera vivido una vida con ella. Y si eso fue real, ¿por qué no puedo dejarla ir? ¿Por qué ella, de todas las almas, me arrastra así?
Doy un paso hacia él, encarándolo.
—Dime la verdad, Uriel. Sin metáforas. Sin medias palabras. ¿Qué me estás ocultando? ¿Por qué soy su guardián? ¿Qué une nuestras almas más allá de esta existencia? ¿Puedes ser sincero conmigo por una vez?
El silencio que sigue pesa más que cualquier palabra. Y en sus ojos… algo se mueve, pero no tengo certezas de nada. No sé si por fin tendré alivio o será peor mi dolor, y eso me deja sumergido en un mar de incertidumbre.