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Susurros, tentaciones y más (3era. Parte)

Tres días después

Moscú, Teatro Bolshói

Katya

A veces la llaman cansancio. Otras, depresión, estrés, ansiedad. Los expertos le asignan nombres, teorías y tratamientos a lo que, en el fondo, es un vacío que no tiene forma. Una grieta invisible que se abre dentro de uno sin previo aviso, y por la que se escapa el sentido de las cosas. Nos dicen que es normal divagar, que las crisis son parte del camino, que debemos hablar, desahogarnos, ponerlo en palabras.

Pero ¿de qué sirve hablar cuando las palabras no alcanzan? ¿Qué consuelo hay en nombrar un dolor que nadie puede ver? Si seguimos anclados a esa pesadilla sin rostro, tratando de entender, de unir los hilos rotos de una historia que sentimos real, pero que los demás ven como fantasía. Como un delirio.

Quizá lo mejor es fingir que nada ocurre. Seguir con la rutina, con las sonrisas ensayadas, los horarios, las obligaciones. No hacer preguntas. No detenerse. Porque detenerse es mirar de frente ese abismo que nos habita. Es arriesgarse a descubrir que lo que sentimos —esa presencia, ese recuerdo sin forma, esa angustia persistente— no está solo en nuestra cabeza. Pero, ¿y si no es una invención? ¿Y si hay algo más allá de esta vida… de esta carne… de esta memoria?

Quisiera repetir que todo ha sido fruto del cansancio. Que son solo los estragos del estrés, de las largas horas de ensayo y el insomnio acumulado. Quisiera convencerme de que esos sueños en los que aparece él —ese hombre que ha logrado incrustarse en mi alma sin permiso— no son más que fantasías, un desahogo de mi subconsciente. Pero mentiría.

Porque lo siento.

No es solo un sueño, no es una ilusión. Es una presencia tangible, real, reconfortante. Es como si su aliento me rozara la nuca en plena madrugada, como si sus manos invisibles supieran exactamente cómo calmar mi ansiedad con una caricia que no existe… y, sin embargo, me estremece. No debería asustarme, lo sé. Y no lo hacía… hasta ahora.

Sin embargo, los últimos días esos susurros escalofriantes me erizan la piel, continúan haciendo eco en mi cabeza como si no pudiera callarlos, como si alguien me acosará de manera perturbadora. Una voz que me observa desde las sombras y me posee desde dentro.

Aun así, elegí aferrarme a la rutina. Me niego a dejar que el miedo gane. En el día, perfecciono cada movimiento de la coreografía, una y otra vez, hasta que mi cuerpo duele. En las noches, dejo que la música me envuelva, me consuma, me transforme. En el escenario dejo de ser Katya; me convierto en fuego, en ritmo, en arte. Y entonces... entonces lo siento otra vez. Lo sé ahí. Mirándome. A veces, juro verlo entre el público. Siempre en penumbra. Siempre sin rostro. Pero yo sé que es él, el hombre de mis sueños.

Y hoy, como cada mañana, camino por los pasillos del teatro, envuelta en una rutina que me aferra a la realidad. La madera cruje bajo mis pasos, las paredes respiran historia, y los saludos de compañeros se pierden entre el murmullo de mis pensamientos. Llevo el bolso al hombro y el cuerpo aún adolorido de los ensayos. Me dirijo al escenario principal, esperando encontrar el mismo vacío de siempre, el espacio donde me reconstruyo una y otra vez.

Pero me detengo en seco. Allí, en el centro del escenario lo veo a Iván, mi exnovio, mi peor error. No puedo evitar que se me cierre la garganta mientras emergen las interrogantes: ¿Qué diablos hace aquí? ¿Acaso el universo ha decidido torturarme con una mala broma? ¿Voy a tener que compartir escenario con él otra vez?

Él gira. Me ve. Y sonríe. Esa maldita sonrisa ladeada, segura, arrogante. La misma que alguna vez me hizo perder el equilibrio y que ahora solo me provoca un nudo en el estómago.

—Katya —dice, acercándose con ese andar firme, elegante, ensayado—. Sigues robándote el escenario… incluso sin moverte.

Intento no mirar su rostro. Intento no recordar.

—No esperaba verte —respondo. Mi voz intenta sonar fría, pero mis manos tiemblan alrededor de la correa del bolso.

—Me quedo una temporada —añade—. Al parecer, me asignaron este teatro… y a ti.

Su tono, su forma de decir “a ti”, me revuelve el estómago. Siempre habló como si la vida fuera un guion que él pudiera escribir a su antojo. Como si yo fuera una escena más en su obra.

—Iván no soy una asignación —respondo, apretando los dientes—. Y no me interesa recordar nada de lo que pasó entre nosotros. Fue un error. Un lamentable error de que no quisiera hablar.

Mis palabras le rebotan como si no le dolieran. No sé si eso me alivia o me enfurece. Pero cuando estoy por darme la vuelta, cortar el momento antes de que algo dentro de mí se derrumbe… entonces, lo escucho. Otra vez esa maldita voz espeluznante.

Un susurro. Al principio lejano, como un eco atrapado entre las cortinas y los rincones del teatro vacío. Pero en un parpadeo, se vuelve íntimo. Cercano. Casi… dentro de mí.

—Tu piel me llama, Katya… ¿Acaso no me extrañas? ¿No deseas que te libere… de esta prisión de carne y hueso?

El aire se vuelve helado. Un escalofrío me recorre la espalda. El teatro entero parece apagarse, como si el mundo se contuviera en un suspiro. Aprieto el bolso contra mi costado. Respiro hondo. Pero no sirve de nada. Vuelvo a escucharlo:

—Pídelo Katya, una palabra y podrás tenerlo…desata tu lujuria.

La voz se arrastra por mis pensamientos con una dulzura enfermiza. Ya no es una alucinación de los sueños. Está aquí.

—¿Estás bien? —pregunta Iván, frunciendo el ceño, su voz ajena a lo que ocurre dentro de mí.

—Sí… —miento.

—Solo déjame entrar… Solo abre un poco más… Y Él vendrá a ti.

El susurro se ha vuelto más profundo. Más grave. Como una presencia con hambre y no puedo respirar.

—Él te necesita, Katya… Y yo puedo traerlo. Pero primero, debes arder conmigo.

—¡Basta! —susurro, sin saber si hablo en voz alta.

Iván da un paso más cerca.

—¿Katya?

—Estoy bien —repito, tragando saliva, reprimiendo el temblor en mis piernas—. Solo… necesito bailar.

Él asiente, aunque me mira como si pudiera leer entre líneas. No quiero que vea. No quiero que nadie vea.

Un momento después

El teatro ya respira conmigo. El telón está a punto de alzarse, pero yo ya estoy en otro mundo. Aquí, en la semioscuridad de la tarima, con las luces tenues apenas dibujando nuestras siluetas sobre el suelo de madera, me siento viva. No por los aplausos que vendrán ni por los ojos que miran, sino por esto: por ese instante en que la música empieza y me convierto en algo más. No soy Katya. Soy movimiento. Soy deseo.

Y mientras espero el primer compás, lo espero a él. No sé quién es, ni siquiera si existe fuera de mis sueños, pero cada noche, cada ensayo, bailo para acercarme a su presencia. Siento que me observa. Que, si danzo con suficiente fuerza, si me entrego por completo, aparecerá. Me alcanzará.

La música inicia, Iván está frente a mí, elegante y concentrado, pero apenas lo registro. Me guía con sus pasos seguros, me sigue el ritmo con precisión, su energía toca la mía sin rozarme. Sin embargo, yo no lo miro, solo bailo. Una pirueta, un giro, una pose mientras la música me envuelve con su melodía esperando a mi salvador, esperando sentir su presencia.

Hay una electricidad entre nosotros, pero no es suya. Es mía. Es por Él. Ese hombre sin rostro que me visita en sueños y me deja el pecho vacío al despertar. Lo busco en cada nota. Lo invoco con cada giro. Cierro los ojos un segundo. Estoy tan cerca, siento que está a punto de tocarme. Solo un paso más…Y entonces, el chasquido.

Al principio pienso que es parte de la escenografía, un efecto mal calculado. Pero luego llega otro sonido, seco, grave, como un rugido contenido. El escenario tiembla cuando un crujido metálico corta la música como un cuchillo y después, el estallido de luz.

—¡Katya! —grita Iván, pero ya es tarde.

Alzo la vista y lo veo: los focos, enormes, suspendidos del entramado superior, comienzan a desprenderse.

Caen, no uno, sino varios, pero estoy congelada, mis piernas no me responden, mientras tanto el tiempo parece detenerse, pero es inútil. Intento moverme, romper el giro, huir. Aunque mi cuerpo, impulsado por el último movimiento, me traiciona.

Un golpe, una explosión sorda en la pierna, así el dolor llega de inmediato, tan agudo y limpio que por un segundo me deja sin respiración. Caigo mientras la madera me recibe con violencia. El impacto me arrebata el aire de los pulmones y todo se descompone en un instante: luz blanca, luego negrura, luego solo un zumbido ensordecedor en los oídos.

—¡Katya! ¡Mierda, Katya! —Iván.

Voces. Manos que me tocan, que me sacuden. Pasos apresurados. Órdenes gritadas entre bastidores. El caos alrededor mío y yo… yo solo puedo mirar hacia arriba. Y el techo del teatro parece tan lejano. Los focos cuelgan de los cables rotos, temblando como estrellas heridas a punto de extinguirse.

Y entonces me inunda algo peor que el dolor, el miedo y las dudas se disparan en mi cabeza: ¿Y si no puedo volver a bailar? ¿Y si esto fue todo? ¿Dónde está Él? ¿Me vio caer? ¿Se alejó? ¿Por qué no me salvo está vez? ¿Lo enfurecí sin saberlo?

 

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