Más que un encuentro (1era. Parte)
El mismo día
Úglich, cerca de Moscú
Maskim
Uno de los debates internos que más nos consumen es intentar discernir cuándo algo es correcto o no. Suena simple en teoría, pero en la práctica, la línea se vuelve tan delgada que casi siempre la cruzamos sin notarlo. Algunos moldean la realidad a su conveniencia, como si fuera arcilla blanda que pueden manipular según su antojo. Otros se escudan en excusas que justifican lo injustificable. Y están los que, sin buscarlo, se ven tentados y caen, arrastrados por un impulso que no saben si es deseo, necesidad o vacío.
Pero en todos los casos hay algo en común: el deseo de silenciar la duda. Esa voz incómoda que susurra cuando todo está en calma, esa que incomoda cuando nos miramos al espejo. Queremos apagarla, encerrarla en un baúl con miles de candados y lanzarla al fondo del mar, como si eso bastara para acallar el juicio.
A veces el verdadero problema no es el error, sino lo que hacemos después de cometerlo. Porque obrar bien o mal rara vez