Anastasia ha aprendido a vivir con lo poco que tiene: un trabajo que no le gusta, un hijo que adora y la constante sensación de estar atrapada en una vida que no eligió. Pero todo cambia cuando se muda al 4A, un apartamento que, aunque pequeño, promete ser el comienzo de algo nuevo. Pronto, su vida se cruza con la de su vecino del 4B, un hombre de tatuajes y misterios, cuya vida nocturna promete romperle la rutina a Anastasia.
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Me he mudado dos veces en mis veinticinco años de vida. La primera, fue una experiencia traumática, más por la situación que por el echo en sí de tener que meter toda mi vida en cajas de cartón y maletas con ruedas que no giraban. Hoy, esta segunda vez, aunque todo es un caos, puedo decir que me siento liberada de cierta forma, porque ha sido mi decisión.
Aunque eso no quita que esté a punto de tirarme de los pelos y ponerme a gritar una loca. Tengo que vigilar que el ascensor no se despida con las cajas dentro, que cada vez que bajo al coche esa chatarra vieja se cierra correctamente, y que mi hijo no se despida junto a las cajas del ascensor o se quede encerrado dentro del coche.
—¡Oliver, cuidado con la puerta! —grito, mientras intento equilibrar una caja entre la rodilla y la cadera.
Él me mira con esa expresión que ya empieza a parecer profesional: una mezcla de “no estoy haciendo nada malo” y “¿qué pasa si lo intento?”. Tiene cinco años y una velocidad de reacción que podría competir con un gato. Lo pierdo de vista solo un segundo. Un segundo.
Y, por supuesto, en ese segundo, desaparece.
—¿Oliver? —dejo la caja en el felpudo del 4A y me asomo al pasillo, ya sintiendo cómo me sube el calor por el cuello.
Sólo hay dos pisos por planta, y el 4B, el apartamento de enfrente, tiene la puerta abierta. ¿Ha estado siempre abierta? Estoy segura de que no, aunque últimamente tengo la cabeza en las musarañas. << Pequeño diablillo entrometido >>
Empujo la puerta lo suficiente para que el aire me vuelva a los pulmones. En mitad de la estancia, entre el sofá de cuero negro y el mueble del televisor, su risa suave y aguda proviene del suelo dónde está tirado, o puede que el perro gigante que lo rodea le haya empujado. ¡Dios mío! Menuda bestia.
—¡Mamá! Mira qué bonito el perrito —exclama jugueteando con la bestia de cuatro patas.
Ja. Perrito las pelotas.
El perro —bestia, animal sagrado o lo que sea— le da un lengüetazo en la cara y Oliver se carcajea como si estuviera en el parque.
—Oliver, sal ahora mismo de ahí no me hagas repetirte las cosas.
—No muerde —dice una voz masculina desde algún punto del apartamento. Grave. Serena.
Y sexy.
Ay, no. No estamos para eso ahora.
Me obligo a pasear la vista por el apartamento del vecino, hasta el vecino. No sé qué me esperaba exactamente, pero desde luego que no era un tío lleno de tatuajes a medio proceso de ponerse la camiseta. Va con toda la parsimonia del mundo colocándose la tela sobre el torso y el abdomen, pero ya he visto que los tatuajes que le empiezan en los dedos, le terminan —y continúan— más allá de la cintura de sus vaqueros. Nunca he visto a alguien tan tatuado. Seguramente tampoco tan guapo.
—Ya... aun así no debería estar aquí. ¡Oliver! Perdona... —No me creo que vaya a empezar a balbucear como si yo tuviera cinco años. Me acerco más insegura de lo que aparento a recoger a mi hijo—. A la que me he dado la vuelta se ha colado, perdón.
El vecino se agacha y le da una palmadita suave al lomo del bicho ese que parece más un oso domesticado que un perro. El animal se sienta obedientemente, con la lengua fuera, encantado de conocernos.
—Iba a bajar a pasearlo, habré dejado la puerta abierta, se me olvidaba algo —dice, mientras se pasa las manos grandes y tatuadas por la mata de pelo castaño oscuro.
Sí, vestirse se le olvidaba.
—No te disculpes, es él que todavía no conoce el significado de la propiedad privada—señalo sutilmente a Oliver, que abraza al perro como si fuera su peluche favorito. Le cojo de la mano porque voy a arrastrarlo hasta sentarlo en el sofá y ponerle cualquier cosa que lo mantenga con el culo pegado al sofá en lo que termino la mudanza.
—Pero mamá...
—Mamá nada.
—¿Puedo despedirme? —me pone ojitos, y yo le dejo que abrace a la bestia una última vez susurrándole que conseguirá jugar con él pronto.
El vecino, que sigue mirándonos con más tranquilidad de la que esperaría de alguien con su apariencia, señala finalmente hacia la puerta abierta de par en par.
—Eres la de la mudanza —asevera. Creo que sólo hay que mirar las cajas para saberlo—. Le has dado un buen trajín al ascensor, cuando lo usas vibra todo el edificio.
—Ya, es que ni de broma voy a subir y bajar por las escaleras cuatro pisos con todo lo que tenemos. Oliver, vamos —en cuanto se engancha a mi mano de nuevo, ojeo al perro, y al vecino, y sólo puedo dar una sonrisa de disculpa—. Perdón, otra vez, trabajaremos en el concepto de la privacidad.
Oliver levanta la cabeza y me sonríe con inocencia. Hace conmigo lo que quiere.
Veo como el vecino recoge sus cosas de una estantería del salón: su cartera y una correa de cuerda gruesa para la bestia. Es mi señal para volver a lo mío, de echo ya tengo la cabeza planeando cómo me las voy a apañar para hacer la cena cuando su voz, que es serena y grave, dice:
—Leo —frunzo un poco el ceño porque creo haber oído mal—. Me llamo Leo.
Y tiene unos potentes ojos verdes. Madre mía, cada cosa en la que me fijo de él sólo me hace sentir más intimidada.
Oliver me suelta la mano y la atrapo antes de que tenga oportunidad de afanarse al perro.
—¡¿Y el perrito como se llama?! —casi exige saber.
El dueño, el vecino del 4B, Leo, responde:
—Koda.
—Yo soy Anastasia, y él... —paseo los dedos por la melena lisa mi hijo. Me alegra que se parezca tanto a mi, con su pelito rubio platino y sus ojos azules idénticos a los míos. Ja, en los genes del idiota de su padre—. Cariño, ¿quieres decirle al vecino como te llamas?
—¡Oliver! Y tengo... —levanta la mano con todos los dedos levantados—, estos años. ¡Cinco!
—Y deberíamos volver a lo nuestro —sentencio, caminando a la puerta. Yo sí conozco las palabras propiedad privada—. Perdón, por vigésima vez. Hoy está cargado de energía.
Creo que voy a pedir algo a domicilio, no me va a dar tiempo a salir a comprar. Tampoco me apetece.
Para mi suerte, a Oliver la energía le dura lo justo para cenar y correr a ver los dibujos en silencio; poco después me doy cuenta de que se ha quedado frito en el sofá abrazado uno de los cojines.
Con cuidado de no despertarlo, lo cargo en brazos. Pesa más de lo que me gustaría admitir, aunque me niegue a aceptar que ya no es ese bebé que dormía encima de mí como un koala. Lo llevo hasta su cama —la única que me ha dado tiempo a hacer, así que me tocará dormir en el sofá—.
Suspiro y me dejo caer en el sofá, mirando el techo con esa sensación de haber sobrevivido al día por los pelos.
No sé si estoy agotada o anestesiada.
Tengo un momento para coger el móvil en todo el día, siento que he estado tan desconectada que podrían haber llamado a la policía. Lou, mi mejor amiga, me ha acribillado a mensajes, sé lo mucho que quería ayudarme con la mudanza, pero para una de las dos que terminó la universidad y consiguió un trabajo decente, no podía echar a perder un día por esto.
LOU: habéis llegado????? te ha dicho algo el capullo de Trevor?
LOU: hazme un tour del apartamento! aunque esté lleno de cajas
LOU: eeeeooo
LOU: he salido de trabajar, mándame la ubi y voy a ayudarte
LOU: si ya no quieres ser mi amiga porque empiezas de 0 no serás la primera en bloquear a la otra. PERRA.
STASS: Relájate, loca. No he tenido ni un segundo para coger el móvil, ¿sabes lo jodido que es hacer todo esto sola? Oliver se ha dormido hace nada y ¡POR FIN! me acabo de sentar.
STASS: Todo ha ido bien, Trevor se ha portado.
Trevor es mi ex, y el padre de Oliver. No puedo decir que sea un gilipollas integral, porque es buen padre y se ha portado medianamente bien conmigo. Los dos éramos muy jóvenes cuando me quedé embarazada y a los dos nos obligaron a vivir una vida juntos que no ha llevado a nada.
Tengo un par de mensajes suyos, y una llamada perdida.
TREVOR: os habéis instalado bien?
TREVOR: estás? quiero llamar a Oliver
STASS: se ha quedado dormido hace un rato, no he cogido el móvil hasta ahora. Llama mañana.
ANASTASIAEl jardín trasero de la casa de Lou y Marko está transformado en un caos de colores, globos y risas infantiles. Hay una mesa larga cubierta con un mantel de unicornios, llena de dulces con glaseado rosa, bandejas de sándwiches con formas de estrellitas y un castillo hinchable que rebota con una docena de niños gritando. Margot cumple cinco años hoy, un año menos que Lily, pero cualquiera diría que son gemelas por cómo se entienden. Las dos se llaman “primas” aunque no compartan sangre, y se quieren como si fueran hermanas.—¿Cuántos putos niños hay aquí? —suelta Alex, ajustándose un gorrito de fiesta ridículo que Lou le ha obligado a ponerse.Lou, que está colocando una bandeja de limonada, lo apunta con otro gorrito como si fuera un arma.—Sin insultos. Margot ha querido invitar a toda su clase, y aquí están. —Se gira hacia mí, atusándome el pelo como si fuera una cría, y me coge de la mano—. Ven, Stas, ayúdame con los canapés.Me dejo arrastrar a la cocina, donde el caos e
ANASTASIAEl aire de noviembre es frío, y el cielo está cubierto de nubes grises que amenazan con lluvia. Estoy en el coche, con las manos apretando el volante mientras espero en el tráfico, de vuelta de recoger a Lily del colegio. Ella está en el asiento trasero, cantando una canción de la radio, y su voz chillona me saca una sonrisa a pesar de que estoy agotada. El trabajo en la cafetería hoy ha sido un caos, Marta y yo todavía parece que estamos aprendiendo a llevar las riendas del negocio a solas. Entre pedidos equivocados, un proveedor que se retrasó y un cliente que casi arma un escándalo por un café frío, lo único que quiero ahora es meterme en casa, ponerme una sudadera de Leo y dejar que el mundo se detenga por un rato.Mi teléfono vibra en el salpicadero cuando aparco en casa y Lily sale dando brincos del coche. El teléfono no me da un respiro ni cuando casi me pillo la mano con la puerta. Es Trevor.—Hola...—Stas, hola —su voz suena tensa, como si estuviera midiendo cada p
ANASTASIAAyer, después de que Leo me contara su charla con Oliver, no pude dormir. Me pasé la noche dando vueltas, pensando en cómo abordar esto, en cómo explicarle a mi hijo de trece años por qué su familia es un rompecabezas con piezas que no encajan. No quiero llenarle la cabeza de rencor, pero Leo tiene razón: Oliver ya no es un niño pequeño. Está empezando a hacer preguntas, a atar cabos, y si no le doy respuestas, alguien más lo hará, y no de la manera que quiero.Toda la casa está despierta a estas horas, menos Oliver. Sé que estuvo jugando con la consola hasta tarde.Cuando oigo sus pasos bajando las escaleras, mi estómago se tensa. Lleva el pijama arrugado y el pelo revuelto, y aunque intenta parecer despreocupado, hay algo en su postura. Se acerca, arrastrándose descalzo, y me besa la mejilla.—Buenos días, mamá —dice, con esa voz que ya no es la de un niño, pero que todavía tiene un eco de suavidad.Ha pegado tanto el estirón que ya no me pide ayuda para bajarle la caja de
LEONunca pensé que me emocionaría por un color pastel. Ni por una pared. Ni por una cuna. Y, sin embargo, aquí estoy, con una brocha en la mano, mirando cómo Anastasia me da órdenes desde la puerta como si llevara toda la vida dirigiendo reformas.—Más a la derecha, que te ha quedado un hueco —me señala, con una mano apoyada en la curva de su barriga de siete meses y la otra sosteniendo un vaso de agua que probablemente no ha tocado en media hora.—A la derecha está la esquina, jefa —respondo, intentando no reírme.Me mira con ese gesto que mezcla paciencia y amenaza.—Tú pinta.Obedezco, porque con las hormonas que se gasta, hoy no es día para provocarla. Además, verla ahí, con esa camiseta vieja que me robó y que apenas cubre su barriga, hace que cualquier cosa que me pida suene razonable.Hoy es un día tranquilo, sin carreras, sin amigos dando por culo. Oliver está con su padre el oficinista estirado, así que tenemos la casa para nosotros. Anastasia dice que está cansada, que el e
ANASTASIANunca pensé que el sonido de una furgoneta vieja y un grupo de amigos quejándose mientras cargan muebles pudiera hacerme tan feliz. Pero aquí estoy, con las llaves en la mano, de pie frente a la puerta blanca de la casa que a partir de hoy va a ser nuestra casa.No un piso pequeño.No un alquiler temporal.Una casa con jardín, espacio para que Oliver corra, para que Koda se revuelque en la hierba, y para que Leo y yo construyamos algo mucho más grande.—¡Anastasia! —Lou se asoma con el ceño fruncido dese la barandilla de las escaleras—. ¿Dónde diablos quieres que ponga otra de tus cajas "frágiles"? Son frascos de velas.—Déjala en la habitación pequeña, ya las organizaré otro día.Alex está gritando algo sobre cómo el sofá “no va a caber por la maldita puerta”, y Marko le contesta que “deje de lloriquear y empuje más fuerte”. Yo sólo me río. Leo pasa por delante de mí, cargando con una caja enorme que pone juguetes, y me guiña un ojo. El pelo se le pega a la frente de lo sud
LEOMis navidades llevan demasiados años siendo tranquilas. Nunca he sido de grandes regalos, ni de decorar el apartamento, y menos de escuchar villancicos. Para mí, la Navidad perdió la magia cuando cuando mi padre murió y a mi madre y a mi nos empezó a dar más igual el siquiera molestarnos a poner un árbol torcido en el salón. Era como si las luces, los adornos y toda esa mierda festiva fueran un recordatorio de lo que faltaba, así que simplemente dejábamos pasar las fechas con una cena sencilla y poco más.Este año es diferente. El espíritu navideño ha vuelto.Anastasia se ha gastado cuatro sueldos para que su piso parezca una taller de enanos del Polo Norte. He descubierto que es una flipada de la Navidad. Al principio, pensé que estaba loca, pero luego me contó por qué: sus últimas navidades han sido una mierda. Entre los padres de Trevor, que la trataban como si fuera invisible y arrebatándole momentos con Oliver, y los suyos propios, no ha podido disfrutar de su época favorita
Último capítulo