Christa Bauer es una chica con una belleza poco común entre los habitantes del pueblo de Montenegro, ha vivido toda su vida en los límites del rancho de su padre “Los nogales”. Toda su felicidad desde que nació se puede describir como montar a su caballo rayo junto a su padre, pastar el ganado, nadar en la laguna al pie de las montañas y mirar las nubes mientras se recuesta en el césped. Ella no conoce la malicia, su padre es quien se da cuenta de que ella es una joven muy especial, tanto que no se ha dado cuenta de que ahora que es adolescente se ha ganado la envidia de muchas mujeres por su notable belleza. Todo su mundo cambia cuando conoce a un hombre totalmente diferente a los peones que trabajan para su padre, o los chicos pueblerinos que viven cerca del rancho y que solo ve cuando asiste al bachillerato. A pesar de saber que verlo de nuevo es casi imposible, Christa se enamora perdidamente de él, pero la vida le enseña que no todo es felicidad, pues ocurren sucesos en su vida que la van endureciendo, prometiéndose que jamás alguien pasará sobre ella, Christa sigue su vida con el vago recuerdo de aquel día en el que fue feliz, hasta el día que nuevamente se reencuentra con él.
Leer másEntonces lo vio.
Un hombre desconocido estaba de pie junto al viejo corral abandonado, revisando el terreno con la mirada serena de quien no le teme a nada. No vestía como peón ni caminaba como forastero. Tenía algo en la forma de sostenerse erguido, en el modo en que su camisa blanca contrastaba con el polvo del camino. Y aunque Christa no supo su nombre en ese momento, sintió que algo dentro de ella cambiaba para siempre.
Él levantó la vista. Sus ojos se cruzaron por un segundo eterno.
Fue todo. Una mirada. Un instante suspendido entre la inocencia y el deseo. Pero bastó para que el mundo perfecto de Christa comenzara a fracturarse.
Desde ese día, Montenegro le pareció más pequeño. La laguna menos azul. El viento más callado.
No sabía quién era ese hombre ni de dónde venía. Solo que no se parecía a ninguno de los chicos del pueblo ni a los trabajadores del rancho. Y que, por más que intentara olvidarlo, su rostro se le aparecía cada vez que cerraba los ojos.
Christa aún no lo sabía, pero esa mirada marcaría el inicio de su verdadera historia. Una historia de amor, de pérdida, de fuerza y renacimiento. Porque el corazón que se entrega por primera vez, jamás vuelve a ser el mismo.
Y Santiago… él también la recordaría.
***
Fue una hermosa mañana. Cabalgaba junto a mi querido amigo Rayo, el caballo que mi padre me regaló cuando cumplí siete años. De pronto, me detuve para admirar la quietud del amanecer. El sol emergió lentamente detrás de la gran sierra de Montenegro, cuyas montañas colindaban con los límites del rancho de mi padre.
Extendí los dedos hacia el cielo. Me encantaba hacerlo, como si algún día pudiera tocarlo. De niña, solía mirar las nubes y formar figuras divertidas con ellas. Aquí era realmente feliz; no había otro lugar en el que quisiera estar.
Cerré los ojos, dejando que la brisa fresca de la mañana acariciara mi rostro. El suave murmullo de las hojas me envolvía mientras los árboles se mecían en armonía con el viento.
Bajé del caballo y le di unas palmaditas en señal de agradecimiento por el viaje. Lo dejé pastar tranquilamente sobre la hierba húmeda mientras el ganado se movía libremente por el campo.
Como cada día, observé las más de doscientas hectáreas de fértiles tierras que conformaban el rancho de mi padre, Los Nogales. Mi bisabuelo lo bautizó así hace más de cincuenta años, cuando llegó desde Alemania con su pequeña familia en busca de una vida mejor tras la guerra. Tuvieron la fortuna de adquirir estas tierras vírgenes a bajo precio.
Aquí cultivamos maíz, nueces, sorgo y avena, además de criar ganado, cabras y cerdos. La hacienda era próspera, según decía mi padre, aunque yo no entendía mucho de esos asuntos. Para mí, él lo era todo.
Amaba despertarme temprano, ver el sol entre las montañas al amanecer, cabalgar con Rayo, molestar a mis hermanos, Fred y Greta, cuidar el ganado, alimentar a las gallinas… Pero lo que más me hacía feliz era el riachuelo que cruzaba los límites del rancho.
Corrí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, esquivando rocas y ramas en el camino. Mi padre solía decir que tenía piernas largas y esbeltas como las de una potranca salvaje, y en verdad así me sentía: libre y feliz.
Una sonrisa enorme se dibujó en mi rostro al llegar a la laguna. Era un pequeño oasis, rodeado de sabinos, nogales y huizaches. Me senté sobre una roca, arremangué los pantalones hasta las rodillas y sumergí los pies en el agua fría, dejándome acariciar por su frescura.
Empecé a cantar una de mis canciones favoritas de la radio. Me encantaba hacerlo en las mañanas solitarias, sintiéndome viva, como si solo la naturaleza y Dios fueran testigos de mi melodía.
Después de cantar, miré a mi alrededor. Esta parte del rancho era solitaria; los peones nunca venían por aquí. Recordé las advertencias de mi madre: decía que no debía acercarme a ellos, que no perderían oportunidad de meterse con una joven como yo.
Sin embargo, mi hermana Greta estaba a punto de casarse con Marcelo Ramírez, el capataz, que no estaba mucho por encima de los peones. Nunca entendí qué veía en él. Marcelo no era como papá: cariñoso y atento. Una vez escuché a un peón decir que frecuentaba cantinas y salía con otras mujeres. Cuando se lo conté a Greta, lo único que gané fue una bofetada. Pero, en fin, era su decisión.
Me desnudé y dejé la ropa en la orilla. Consciente de que nadie me veía, nadé un buen rato. Me sentí como una joven Venus emergiendo de las aguas de mi pequeño oasis. No sé cuánto tiempo estuve allí hasta que un grito lejano ahuyentó a las aves posadas en las ramas. Salí del agua apresurada, me vestí y corrí de nuevo hacia Rayo.
Emprendí el regreso a casa. Era la voz de mi madre, y no sonaba nada contenta. Seguro me necesitaban en la cocina; hoy era el día en que Greta se casaba con el cavernícola de Marcelo.
—¡Vamos, amigo, más rápido! —grité entre risas.
Amarré a Rayo en una ventana trasera de la casa. Mi madre me buscaba por la entrada principal, pero yo siempre encontraba la forma de entrar por la puerta de la cocina. Apenas puse un pie dentro, me topé con la mirada severa de mi abuela.
—¿Dónde te has metido, niña?
Abrí los ojos de par en par, me encogí de hombros y sonreí nerviosa.
—Estaba nadando, abuelita.
Llevaba su vestido negro con delantal blanco, el que usaba para ocasiones importantes en la cocina.
—¡Pero mírate! Estás empapada. Se te trasluce la blusa. Ya no eres una niña, Christa, tienes dieciséis años. Si uno de los peones te viera...
—Abuela, ¿por qué siempre me dicen eso? No lo entiendo —pregunté con inocencia.
—¿Es que no te has mirado en el espejo?
Fruncí el ceño y negué. Mi abuela puso los ojos en blanco.
—Ve a cambiarte. Tu madre está furiosa.
Asentí y corrí escaleras arriba hasta mi habitación. Apenas entré, un gruñido me sobresaltó.
—¡Idiota, casi me da un infarto! —grité, llevándome una mano al pecho.
Fred me miró desde su cama con el ceño fruncido. Lo ignoré y busqué mi vestido para la boda. Mi padre me había comprado un vestido y unos zapatos nuevos en el pueblo. Decían que Montenegro estaba creciendo rápido y ya casi parecía una pequeña ciudad. Para mí, seguía siendo un pueblo enorme.
Fred me dio una nalgada, sacándome de mis pensamientos. Me abalancé sobre él, derribándolo al suelo.
—¿Quieres jugar? —pregunté, clavando mi mirada en la suya.
Su sonrisa burlona me enfureció.
—Tranquila. Mamá me envió a buscarte. Está furiosa. ¿Dónde estabas?
—Fui a nadar a la laguna.
—Te escapas muy seguido. ¿Tienes algún novio por ahí? —preguntó, sorprendiéndome.
—¡Claro que no! Soy una niña.
Fred soltó una carcajada.
—Muchas chicas de tu edad ya tienen novio.
—Pues yo no. No me interesan los chicos.
Fred me analizó por un momento y, al darse cuenta de que hablaba en serio, se relajó.
—Ten cuidado, hermanita. Si andas con un peón, le pegaré un tiro en la nuca —bromeó.
Lo fulminé con la mirada.
—¡Eres un idiota!
Con agilidad, me quité una bota y se la arrojé, pero golpeó la puerta porque Fred huyó justo a tiempo, cerrándola tras de sí. Desde el pasillo, escuché sus carcajadas.
Christa BauerEl sol estaba en su punto más alto cuando llegamos al rancho, mi corazón palpitaba en un ritmo acelerado, anticipando la sorpresa que le tenía preparada a Santiago. Había esperado este momento con ansias, no solo porque fuera nuestro primer aniversario de casados, sino porque sentía que merecíamos una celebración, un pequeño escape del caos que a veces nos rodeaba. Quería que este día fuera solo nuestro.Al verlo desmontar del caballo, un resplandor de felicidad iluminó mi rostro. El sudor brillaba sobre su piel bronceada, su cabello algo despeinado después de la mañana de trabajo en la mina. Me acercó con una sonrisa, pero sus ojos, siempre atentos, me escanearon de inmediato, buscando en mí algo más.—¿Qué trama mi hermosa esposa? —su voz cálida, profunda, hizo que mi corazón se acelerara aún más.No pude evitar soltar una pequeña risa y rodearlo con mis brazos, abrazándolo con fuerza. Me sentía tan completa a su lado, tan llena de amor.—Primero, feliz aniversario, mi
Christa BauerCuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el rostro del amor de mi vida mirándome con ternura. Me detuve a observar cada detalle de sus facciones, encantada de tenerlo cerca. Nunca había conocido lo que significaba amar de esta manera hasta que lo conocí a él. Ahora, después de tanto tiempo esperando estar juntos, su brazo yacía reposando en la curvatura de mi cintura mientras ambos disfrutábamos de la calidez de nuestros cuerpos desnudos.Mis dedos acariciaron su mejilla y la comisura de sus labios se curvó en una suave sonrisa.—¿Estás despierto? —pregunté tímidamente, sintiendo cómo el rubor subía por mis mejillas.—Sí —respondió él al mismo tiempo que abría sus ojos y me besaba con ternura en los labios.—Me encanta estar así contigo, Christa —susurró mientras acariciaba mi mejilla con la yema de sus dedos —Te amo.Sonreí, una sensación de felicidad pura me invadió en ese momento. Sentir su cuerpo junto al mío y escuchar sus palabras de amor era lo que siempre habí
Sorpresivamente Santiago niega. Mis ojos se abren como dos platos.—No me iré, hay algo que me detiene en este lugar.—¿Qué es? —le cuestionó de inmediato.—Christa, mi familia cree que lo que siento por ti es un capricho, eres una mujer muy joven y hermosa, tu belleza es peculiar, pero para mí eres la criatura más hermosa que mis ojos han visto en la vida.Boqueo tratando de decir algo, pero no me sale.—Pero… desde que decidiste quedarte apenas y me hablas, y cuando lo haces es solo para algo de la mina… Santiago…Él curva sus labios hacia un lado. Toma mis manos con las suyas.—Necesitaba pensar, no es fácil elegir entre mi familia y una mujer, necesitaba estar seguro de que puedo renunciar a mi familia por ti, lo he confirmado, eres la mujer que amo Christa, cada vez que te veo mi corazón se emociona, quisiera abrazarte, besarte… yo quisiera hacerte tantas cosas.—Te amo, Santiago, pero no te pondría a elegir entre tu familia y yo, no puedo… perdí a mi familia antes y el vacío que
Christa BauerCuando llegué a casa, sentía una especie de euforia que recorría por todas mis venas.—¡Maggie! ¡Maggie! —grité apenas crucé la puerta. Busqué a mi amiga mientras caminaba en dirección a su habitación, pero ella ya venía de la cocina con el pequeño Diego en brazos. —¿Qué pasa Chris? Me asustas, ¿estás bien? —pregunta preocupada mirándome de arriba abajo para cerciorarse de que estoy bien.Asiento mientras una sonrisa espontánea aparece en mi rostro.—Santiago… quiere pasear… esta tarde… conmigo… —suelto en pausas, mi respiración es agitada, me siento emocionada, tal vez me estoy haciendo demasiadas ilusiones.Maggie sonríe picaresca.—¿Al fin le dijiste de tus sentimientos?Mi sonrisa se borra del rostro.—No… —suelto haciendo un puchero —solo me invito a pasear cuando lo fui a buscar, pero ya no puedo más amiga, necesito decírselo y lo haré hoy, necesito decirle que necesito saber si aún me ama, por yo lo amo más que nunca.Maggie me mira compasiva —te quiero amiga, de
Un mes después.Caminaba de un lado a otro en mi despacho mientras jugaba con los dedos de mis manos de manera inconsciente. Estos dos últimos meses han sido una prueba muy difícil para mí, muy cobardemente opté por evadir a Santiago y dejar de ir a la mina. No soportaba verlo, él siempre era amable conmigo, como todo un caballero, pero no había mostrado señal alguna de que se hubiera quedado para estar conmigo y eso comenzaba a doler.¿Debía hacerme a la idea de que nada pasaría entre los dos?No podía más con la angustia de saber que pasaba con él. Necesitaba saber si aún me amaba como lo había dicho antes, para no hacerme más ideas en la cabeza. Era por eso que había decidido hacerle una visita a la mina.Hacía poco más de una semana que no venía, me sentía orgullosa de que Santiago estuviera haciendo un excelente trabajo administrando la mina. Costo algo de esfuerzo, pero después de unas semanas, los mineros de antes regresaron, hubo una reunión y un comité donde nos externaron el
Santiago SandovalEl aire era frío y cortante cuando salí del edificio de la comisaría a primera hora de la mañana. Mi pecho se sentía pesado, no solo por los días que pasé encerrado, sino por la incertidumbre que sabía que aún me esperaba, no sabía si al salir Christa me estaría esperando o, mis padres.A lo lejos, vi a mis padres. Su presencia debería haberme dado alivio, pero la expresión severa en el rostro de mi madre y la falta de calidez en los ojos de mi padre me hicieron detenerme un momento antes de caminar hacia ellos.—Por fin estás libre —dijo mi madre, con un tono que carecía de alegría—. Ahora vámonos. El auto está listo, me muero por largarme de una vez de este maldito pueblo que solo nos ha traído desgracias.Fruncí el ceño.—¿Irnos? —yo no planeaba irme de aquí, no sin Christa.—Sí, Santiago. Nos vamos a la capital, ahora mismo. Solo esperábamos a que te dejaran en libertad, el testamento de tu tía se ha leído, ya no tenemos nada que nos ate a este pueblo, tu vida e
Último capítulo