Mayte sintió un escalofrío que le recorrió la espalda como un susurro helado, un estremecimiento que no pudo controlar, como si la muerte misma le hubiera rozado con la yema de sus dedos.
El miedo se apoderó de ella con la violencia de un puño de acero que le apretaba el estómago, robándole el aire, obligándola a jadear como si el mundo se redujera a un instante de asfixia.
La realidad se desvaneció durante un segundo eterno, y lo único que existía era esa sensación de estar atrapada en una trampa invisible.
—¡Oh, lo siento! —balbuceó, al fin, su voz temblorosa, quebrándose como un hilo de aire perdido en medio de una tormenta.
Su mente era un torbellino de terror, pensamientos golpeando contra sus sienes sin orden ni coherencia.
Y en medio de ese caos, un nombre retumbó con fuerza devastadora: Manuel Montalbán.
¿Por qué él? ¿Por qué, entre todos los hombres posibles, había caído justo en sus manos?
No era un desconocido, no era un hombre cualquiera: era la amenaza encarnada, la sombra