Mayte estaba de pie frente al juez, con el corazón, latiéndole como un tambor que amenazaba con romper su pecho.
Su vestido blanco se pegaba a su vientre abultado, cada movimiento le provocaba un dolor punzante, un recordatorio de que pronto traería a su hijo a un mundo que parecía en su contra.
A su lado, Martín Montalbán parecía un muro de hielo, distante y cruel.
El murmullo de los presentes era casi insoportable.
“Ella lo obligó a casarse”
“Mayte siempre fue una roba-hombres”
“Arruinó la felicidad de Martín y de Fely”
Cada comentario le atravesaba como un cuchillo. Mayte se obligó a mantenerse en silencio; no podía explicar lo que pasó, no en voz alta.
Nadie comprendería la verdad: cómo todo se torció en una sola noche, cómo el destino se burló de ella y la dejó atrapada entre amor, deseo y juicio.
Recordó con claridad aquella fatídica noche del cumpleaños número setenta de la abuela Montalbán.
La familia Linares había asistido, como siempre, tan cercana a los Montalbán.
Había una fiesta para los jóvenes, risas, música… y luego todo se derrumbó.
Fely, su hermanastra menor, era caprichosa, manipuladora, ya había destruido la relación que tenía con Martín mucho antes, cuando lo engañó con otro chico sin piedad y luego acusó al alcohol de ser el culpable.
Y aunque Mayte lo amaba en silencio, nunca se acercó… hasta que la noche la atrapó.
Una copa de vino le había provocado mareos, un calor extraño que se extendía por su cuerpo como fuego líquido.
Intentó levantarse, irse, pero un empleado la condujo a una habitación apartada.
El miedo se le enredó en la garganta, y entonces lo vio: un hombre, sin camisa, el cuerpo esculpido como un peligro hermoso, en la penumbra de esa noche.
Quiso retroceder, pero cuando la tomó entre sus brazos, sus labios se encontraron, y todo su autocontrol se evaporó.
Se entregó, por primera vez, sin reservas. Su corazón latía desbocado, el miedo y el deseo mezclados en una tormenta que la dejó temblando.
Cuando despertó, el horror la golpeó como un puño.
Martín estaba a su lado, los ojos llenos de furia y confusión.
Peor aún, la abuela los descubrió. El juicio, la condena, todo ocurrió en segundos: Martín debía casarse con ella, pero se negó; fue desheredado, y la familia se dividió en acusaciones, gritos y desprecios.
Los meses siguientes fueron un infierno.
Mayte descubrió que estaba embarazada y soportó el odio de su familia, el desprecio constante de su padre y su madrastra, quienes adoraban a Fely como a la hija dorada.
La encerraban en su habitación, la humillaban, la dejaban sola con su dolor, con el miedo y el cuerpo que crecía bajo su vestido, recordándole que un hijo estaba por nacer en medio de ese caos.
Hasta que la abuela Montalbán la protegió, llevándola consigo y asegurándose de que nadie le hiciera daño.
Y finalmente, Martín fue obligado a desposarla, fue así como ocurrió todo.
***
Ahora, frente al juez, tomó el bolígrafo con manos temblorosas y firmó el acta de matrimonio.
Martín firmó después, la mirada dura, la mandíbula apretada.
El juez los declaró marido y mujer.
Martín debía besar a la novia, pero sus ojos eran hielo. Mayte sintió cómo un dolor agudo le atravesaba el pecho: lo había amado desde niña, desde aquel día en el río, desde aquel instante en que casi perdió su vida para salvarlo.
Y ahora él parecía odiarla.
—¡No puedes casarte! —gritó Fely, entrando repentinamente, su voz temblando de rabia y dolor—. ¡Escuchen todos! Mayte es una roba hombres, al igual que su madre, quien robó a mi padre del lado de mi mamá. ¡Es una mosca muerta, una manipuladora e intrigante! ¿Estás feliz ahora, Mayte? —las lágrimas brotaban de sus ojos, resbalando por sus mejillas como ríos de angustia.
El murmullo de la multitud se extinguió de repente, dejando un silencio pesado que parecía aplastar el aire.
Todos los rostros estaban fijos en la escena, expectantes y burlones.
Mayte no lo dudó, caminó hacia su hermanastra Fely, y la abofeteó con rudeza, la mujer la miró llorando.
Martín estaba a punto de intervenir, pero la voz de Fely resonó fuerte en el salón.
—¿A quién amas, Martín? Diles a todos, ¿Quién es el amor de tu vida? —preguntó Fely, su voz ahora un susurro lleno de desesperación—. Diles a todos, ¿quién es la mujer que realmente amas?
El pánico se apoderó de la multitud; los murmullos se transformaron en susurros nerviosos.
Los ojos de Mayte, llenos de lágrimas, reflejaban una mezcla de dolor y confusión.
Y entonces, en un acto inesperado, esa mujer tomó un cuchillo de su cartera, el acero brillando bajo la luz como una amenaza palpable.
—¡Fely, no! —gritó Martín, su corazón latiendo con fuerza en su pecho
—¿A qué mujer amas, Martín?
—A ti, Fely, solo te amo a ti —respondió él, su voz firme entre la promesa y la traición.
Fely sonrió, pero su alegría fue efímera.
Mayte dio un paso atrás, sintiendo un dolor agudo en su corazón, un dolor que la desbordaba y la consumía.
No se dio cuenta de que, en su estado de shock, había tropezado y cayó de espaldas, aterrizando en el suelo con un golpe sordo.
Un grito desgarrador escapó de sus labios, un sonido que resonó en el aire y llenó de alarma a todos los presentes.
La abuela y otros corrieron hacia ella, el caos se desató.
—¡Ha roto fuente! —exclamó alguien, la urgencia en su voz era inconfundible—. ¡El bebé va a nacer!
Martín la miró con temor, su instinto lo empujaba a correr hacia ella, a protegerla, pero entonces, Fely, en un acto desesperado, se cortó con el cuchillo en la muñeca.
No iba a permitir que Martín se acercara a Mayte, no iba a dejar que se llevara su amor.
—¡Ayúdame, Martín! ¡Me duele mucho! —su voz era un lamento, un grito desgarrador que atravesó el corazón de Martín.
Él dudó, atrapado entre dos mundos: la madre de su hijo y su hijo, o la mujer a quien había jurado amar desde niño.
La decisión lo consumía, lo desgarraba por dentro.
—Lleven a Mayte a un hospital, Fely no soporta el dolor —finalmente ordenó.
Martín cargó a Fely en sus brazos, corriendo con ella hacia la salida, dejando atrás a Mayte, quien alzó las manos en un gesto de impotencia.
—¡Martín, espera! —pero él no respondió.
Ese hombre, el que había sido su amor, la había dejado allí, desamparada y herida, sin importar nada, ni siquiera su propio hijo.