El silencio llenó la habitación como un manto pesado, sofocante.
Milena la miró fijamente, con los ojos llenos de una mezcla de dolor y preocupación, el corazón oprimido por la confesión que acababa de escuchar.
Sabía que la decisión de Mayte no había sido tomada a la ligera; podía ver en su rostro la fatiga, la tristeza acumulada, los años de humillaciones y decepciones que la habían llevado a este momento.
Cada línea de su rostro reflejaba un sufrimiento constante, un miedo que se había ido gestando lentamente, pero que ahora estallaba en esta confesión: el deseo de divorciarse.
La anciana se acercó lentamente, con pasos pausados y firmes, como si cada movimiento tuviera que medir el peso de las palabras que estaba a punto de decir.
Tomó sus manos con ternura, pero con firmeza, y la miró a los ojos como buscando conectarse con lo más profundo de su ser.
—Hija, nunca he querido que sufras —dijo Milena, su voz temblando apenas, cargada de emoción—. Siempre deseé que amaras a alguien qu