El dolor del parto aún la desgarraba, pero la fuerza de ser madre la impulsó.
Se lanzó sobre Fely y la empujó con furia.
La mujer cayó al suelo.
—¡No toques a mi hijo!
Fely chilló, fingiendo dolor.
—¡Ah! ¡Yo solo quería verlo!
La puerta se abrió de golpe. Martín apareció.
Su mirada se posó en la escena, en Fely en el suelo y Mayte protegiendo al bebé.
—Martín —lloró Fely, corriendo hacia él—. Yo solo quería conocer a tu hijo… pero ella me atacó.
—¡Mientes! —rugió Mayte, fuera de sí—. ¡Ibas a ahogar a mi hijo con esa almohada!
Martín la fulminó con los ojos, su rostro endurecido por la rabia.
—¡Cómo te atreves! —espetó con voz helada—. ¿Cómo puedes ser capaz de difamar a Fely? Me das asco, Mayte.
El mundo se derrumbó para ella. Sintió que temblaba de ira y frustración
—¡Martín, no miento! —suplicó con desesperación—. ¿Por qué actúas así? ¿Ni siquiera te importa tu hijo? ¿No quieres conocerlo?
Por un instante, Martín miró al niño. Algo en su pecho pareció estremecerse al ver la pequeña vida que había traído al mundo.
Estuvo a punto de extender los brazos, de tomarlo…
Pero el débil gemido de Fely lo hizo retroceder.
—Me siento mal, Martín… necesito ver a un médico —gimió ella, teatral.
Martín dudó, pero al final la cargó en brazos y se fue, sin mirar atrás.
Al salir, Fely lanzó a Mayte una sonrisa cruel, como un puñal en la herida abierta.
Las lágrimas rodaron sin freno por el rostro de Mayte mientras abrazaba a su hijo.
—No mereces esto, hijo mío —susurró con voz rota—. Debo pedir el divorcio… debemos irnos, tú y yo. Nada nos faltará, te lo prometo.
Cuando la enfermera entró, Mayte dormía profundamente, y el bebé también.
Sin embargo, en cuanto se acercó, la mujer notó algo extraño: la madre ardía en fiebre.
Un calor sofocante se desprendía de su piel.
La enfermera frunció el ceño, alarmada, y sin perder tiempo decidió buscar al doctor. Aquella fiebre era demasiado alta, podía ser una infección peligrosa.
Mayte abrió los ojos lentamente. Todo le daba vueltas, la cabeza le pesaba como si estuviera sumergida bajo agua. En la penumbra de la habitación distinguió una figura masculina cargando a su hijo. Su corazón dio un salto.
«¿Martín?», pensó, con la mente nublada.
Pero aquel hombre no era Martín. Era Manuel Montalbán, el medio hermano mayor, el exiliado, el que todos llamaban “el loco”. Su sombra imponía un peso extraño en la habitación.
Él, con movimientos torpes, pero tiernos, dejó al bebé en la cuna. Estaba por irse, cuando giró y se topó con los ojos febriles de Mayte.
—¿Volviste? ¿Vienes a cuidarme, mi amor? —susurró ella con una sonrisa débil, confundida por la fiebre, acariciando su rostro como si realmente fuese Martín.
Él no dijo nada. Solo la miró, atrapado en el abismo de esos ojos inquietos. Sintió el roce de sus dedos sobre su piel, y algo en su pecho, algo que siempre creyó muerto, comenzó a latir con fuerza.
Mayte acunó su rostro entre sus manos.
—¿Te arrepientes de mí? —murmuró, con la voz temblorosa, como una súplica.
Él tragó saliva, quebrándose por dentro.
—No. Nunca me arrepentiré de ti.
Y de pronto, sin poder contenerse, la besó.
Fue un beso ardiente y prohibido, el primero para ella, aunque en su confusión aún creía que era Martín.
Él, en cambio, sintió el fuego de su fiebre, el calor de sus labios que lo quemaban y lo salvaban a la vez.
Entonces, ella se desplomó entre sus brazos. Inconsciente, vencida por el agotamiento y la fiebre. Él la sostuvo con fuerza, con un temblor que nunca admitió en su vida.
La recostó en la camilla con una delicadeza que nadie hubiera imaginado de él.
—Algún día… —murmuró con la voz rota, acariciando su mejilla— cuando ya no sea más “el loco” … Volveré por ti.
La puerta se abrió de golpe.
—Aquí está el paciente psiquiátrico. Señor Montalbán, venga con nosotros.
Dos hombres lo sujetaron con violencia. Él forcejeó, quiso gritar, defenderse, pero una aguja penetró su brazo. El mundo se volvió oscuro en un instante, y cayó desvanecido.
Segundos después, entró el doctor. Se acercó a Mayte, revisó su temperatura y de inmediato le administró un medicamento para bajar la fiebre.
***
Una semana después.
El tiempo pasaba lento y doloroso.
Mayte estaba en casa, cuidando de Hernando, sin ver a Martín.
Él no se había aparecido, no había preguntado, ni había llamado.
Esa noche, mientras su hijo dormía profundamente, Mayte reunió el valor que no sabía que tenía.
Su corazón latía a mil, sus manos temblaban, pero sus ojos ardían con decisión.
Tomó los papeles de divorcio y bajó las escaleras.
Martín estaba allí, sentado, un poco ebrio.
Su mirada estaba perdida, su semblante endurecido.
—Martín —dijo Mayte, su voz firme, aunque su cuerpo temblaba.
Él levantó la cabeza y la observó con desdén.
—Ah… tú. Casi olvido que existes. ¿Qué quieres ahora? ¿Dinero? ¿Lástima? ¿Qué?
La rabia se apoderó de ella.
—¡Quiero el divorcio! —gritó, lanzándole los papeles a la cara.
Martín abrió los ojos como platos, incrédulo.
Luego, comenzó a reírse, una risa amarga, cruel.
—¿El divorcio? —repitió con sarcasmo—. Después de todo lo que hiciste… meterte en mi cama cuando estaba drogado, traer a este niño para atraparme… ¿Ahora quieres el divorcio? No llamarás mi atención con estas estupideces.
Mayte lo miró con odio, con lágrimas ardiendo en sus mejillas.
—¡Firma el divorcio y me iré para siempre!
Martín sostuvo los papeles con indiferencia.
—¿A dónde irías? —preguntó con burla—. No eres nada sin mí, María Teresa Linares. Pero si quieres irte… que así sea. Aunque tendrás que enfrentarte a las consecuencias.
—¿Consecuencias? —susurró Mayte, con miedo y furia mezclados.
Martín clavó sus ojos en ella, oscuros, crueles.
—Sí. Si quieres el divorcio, te lo daré. Te irás de mi vida, de mi casa, incluso de esta ciudad, porque yo tengo el poder para hacerlo. Pero hay algo que debes saber… —hizo una pausa, como si quisiera grabar sus palabras en fuego—. Mi hijo se queda conmigo.
Mayte sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—¡No! —gritó con el alma desgarrada—. ¡No me lo quitarás!
Martín sonrió con frialdad.
—Si te divorcias… nunca volverás a ver a tu hijo.