Ella lo miró con un dolor que parecía desgarrarle hasta el alma.
—¿Cómo puedes ser tan cruel? —su voz tembló, quebrada por la mezcla de tristeza y rabia.
Martín sonrió con un desprecio frío, casi inhumano.
—¿Cruel? —repitió con sorna—. ¡Tú arruinaste mi vida! Me obligaste a ser tu esposo, me atrapaste con tus mentiras. Ahora debes soportar las consecuencias de tus actos.
Las lágrimas le nublaron la vista. Apretó los puños con impotencia, temblando de pies a cabeza.
—¿Sabes qué? —susurró, con una fuerza que parecía surgir de lo más profundo de su herida—. Me arrepiento de haberte salvado ese día en el río. Debí dejarte ahí… debí dejar que el agua se llevara tu miseria.
Se giró con rapidez, sus pasos resonaron en la escalera como un eco de desesperación.
Subió a toda prisa, como si huir pudiera salvarla del infierno en el que vivía.
Pero Martín la siguió con la furia de una bestia enjaulada.
Alcanzó a sujetarla, la arrastró hasta su habitación y la empujó contra la cama con violencia.
—¡Suéltame! —gritó, forcejeando.
Sintió las manos ásperas de él apretarse alrededor de su cuello.
El aire le faltaba, los ojos se le llenaron de lágrimas mientras luchaba por zafarse.
—¿Cómo te atreves a mentir? —escupió él con rabia—. ¡Tú no me salvaste, fue Fely quien lo hizo! A ella le debo mi vida.
Ella rio, pero no era risa de felicidad: era amarga, rota, desesperada.
Él la soltó, confundido por ese gesto.
—¿Lanzarse al agua? —replicó ella con voz temblorosa—. Ofelia nunca supo nadar, desde niña tuvo fobia a las piscinas… ella no pudo salvarte. ¡Fui yo! ¡Yo te salvé, y aun así te detesto!
El hombre frunció el ceño, su respiración era un rugido, levantó la mano como si fuera a golpearla.
Ella cerró los ojos, temiendo el impacto.
—¡No vales la pena! —bramó—. Ni tú, ni tus mentiras. ¿Acaso sirves para algo?
Se quedaron mirándose, un duelo de odio y resentimiento.
De pronto, él se arrancó la camisa con rabia, y ella lo miró con un terror que le encogía las entrañas.
Martín se inclinó, atrapó sus labios en un beso brusco, sin ternura, solo hambre y lujuria.
Sus manos recorrieron su cuerpo con torpeza, arrancándole el aliento.
Ella trató de apartarlo, pero sus fuerzas parecían desvanecerse.
—No… no quiero —murmuró, entre sollozos.
Él la calló con otro beso, mordisqueando sus labios, robándole hasta la dignidad.
Hasta que un llanto llenó la habitación.
El bebé.
Ese llanto puro, inocente, se coló entre ambos como una barrera divina.
Martín se apartó bruscamente, con el ceño fruncido.
—No eres como ella —espetó, con veneno en cada sílaba—. Nunca me excitarás como mi Fely.
Dio media vuelta y salió, dejándola sola en medio del cuarto, hecha pedazos.
Ella rompió en llanto, hundiéndose en la cama, sintiéndose tan poca cosa, tan miserable.
Solo el llanto de su hijo la hizo incorporarse.
Lo tomó en brazos, lo acunó con ternura.
—Eres mi razón de vivir —susurró con voz rota—. Solo por ti sigo aquí… solo por ti aguantaré.
***
Mansión Montalbán.
El ambiente estaba cargado de reproches.
—¡Yo tampoco quería este matrimonio! —gritó la abuela Milena, con la furia ardiendo en sus ojos.
Ilse, la madre de Martín, se quedó muda, temblando bajo la mirada implacable de su madre.
—Madre… —atinó a decir.
—¡Martín es igual que tu esposo! —rugió Milena—. Un poco hombre, débil, sin carácter… ¡Y eso se lo inculcaste tú!
—¡No te permito que me hables así! —replicó Ilse, herida en su orgullo.
La respuesta fue una bofetada sonora. La mejilla de Ilse ardió, y las lágrimas le asomaron.
—Lo hecho, hecho está —continuó la anciana, con voz firme—. Pero escucha bien: si Martín sigue buscándome, no dudaré en desheredarlo. Si ahora mismo muero, todo irá a un fideicomiso secreto para mi nieto favorito Manuel, y no podrán tocar ni un centavo hasta que tú y tu esposo mueran.
—¡Eso es injusto! —sollozó Ilse.
Milena alzó la mano para imponer silencio.
Entonces, la puerta se abrió.
Martín entró con el rostro encendido de rabia.
—¡Abuela! ¿Cómo pudiste hacer que Fely se fuera del país?
La anciana sonrió con frialdad.
—Porque quiero que seas un hombre digno, fiel a tu esposa y a tu hijo. Si no lo haces… te desheredaré. No volverás a ser el CEO de la empresa.
Martín palideció.
—¡No puedes hacerme esto! Yo amo a Ofelia. ¡No puedes arrebatarme lo único que me importa!
Milena levantó su bastón y lo golpeó en las costillas con fuerza.
El joven cayó de rodillas, jadeando.
—Si vuelves a verla, juro que te obligaré a divorciarte de Mayte. La entregaré a un buen hombre, alguien que la valore. Y en cuanto a ti, perderás todo. La herencia, el poder… todo pasará a tu hijo, administrado por Mayte.
Martín bajó la cabeza, derrotado. La anciana lo miró con desdén.
—¡Lárgate! No quiero ver tu rostro.