Mundo ficciónIniciar sesiónEn las sombras de Nueva Roma, Isabella vende su cuerpo para salvar a su madre moribunda. Dante Salvatore, el heredero que odia su compromiso, la reclama con una mirada y un toque prohibido. Celos letales, traiciones sangrientas y secuestros encienden una guerra entre clanes. Entre lujuria cruda y lágrimas, solo uno sobrevivirá: el amor o la mafia.
Leer másMi vida se había convertido en un laberinto de facturas impagas y noches en vela junto a la cama de mi madre. Luciana, con sus ojos verdes debilitados por el cáncer que la devoraba, era todo lo que me quedaba. El hospital en las afueras de Roma era un recordatorio constante de mi fracaso: deudas que se acumulaban como cadenas, tratamientos que costaban más que mi alma.
Había intentado todo —trabajos precarios, préstamos que solo empeoraban el pozo—, pero nada bastaba. Hasta que una amiga, Sophia, me habló de “la agencia”. No era prostitución, insistió; solo compañía para hombres poderosos, conversaciones elegantes en fiestas de la élite. “Solo tu presencia, Isabella”, dijo. “Nada más”. Acepté, ahogada en desesperación, porque ver a mi madre sufrir era peor que cualquier vergüenza. Aquella noche, mi primera “reunión”, el aire en el salón del palazzo era espeso con humo de cigarrillos y el aroma de perfume caro mezclado con testosterona. El vestido negro que me prestaron se adhería a mis curvas como una segunda piel, y mis tacones altos me hacían sentir vulnerable, como una presa en un bosque de lobos. La mafia italiana no era un secreto en Roma; eran las sombras que controlaban todo, desde los puertos hasta los políticos. Y yo, Isabella Moretti, estaba allí para servir de adorno, una dama de compañía contratada por Vittorio Russo, el consejero de la familia Salvatore. El salón estaba lleno de hombres en trajes oscuros, sus risas roncas y sus miradas depredadoras. Vittorio, con su cabeza calva brillando bajo las luces chandelier y su barba gris recortada, me tomó del brazo como si fuera una posesión. Sus ojos negros me escanearon con aprobación falsa, pero yo solo sentía náuseas. —Relájate, bella—, murmuró. —Solo sonríe y escucha. En una esquina, un grupo de mujeres contratadas como yo entretenían a los invitados. Una de ellas, una rubia voluptuosa llamada Mia, Estaba sentada en el regazo de un matón llamado Rico Marino. Él, con su cabello rubio desordenado y ojos salvajes, la besaba con hambre, sus manos grandes explorando bajo su falda. Mia gemía suavemente, arqueando la espalda mientras él deslizaba los dedos entre sus muslos, el salón ignorando la escena como si fuera normal. Él erotismo flotaba en el aire, crudo y sin filtros; otra pareja, un hombre fornido y una morena, Se besaban contra la pared, sus cuerpos presionados en un ritmo urgente. Él le levantó la falda, y el sonido de sus jadeos se mezclaba con la música jazz de fondo. No era mi turno, no era yo, pero el calor subía por mis mejillas, una mezcla de repulsión y una curiosidad prohibida que me avergonzaba. De repente, la puerta se abrió con un estruendo, y entró él: Dante Salvatore. Alto, imponente, con su cabello castaño peinado hacia atrás y ojos azules que cortaban como cuchillas. Su mandíbula cuadrada y la cicatriz en el cuello le daban un aire de guerrero herido. Vestido en un traje negro impecable que abrazaba su cuerpo musculoso, exudaba poder. A su lado, Elena Vitale, su prometida, colgaba de su brazo como una joya fría. Ella, con su cabello rubio corto y ojos marrones gélidos, sonreía con labios finos, pero yo noté la tensión en Dante. Ese compromiso era una alianza familiar, un pacto entre clanes que él no deseaba; lo había oído en rumores. Marco Lombardi, su hermano mayor, robusto y con canas prematuras, lo saludó con una palmada en la espalda. —Dante, fratello, llegas tarde —dijo Marco, su voz grave como un trueno—. La reunión ya empieza. Dante asintió, sus ojos escaneando la habitación. Y entonces, se posaron en mí. Fue como un rayo: intensa, eléctrica. Sentí un escalofrío recorrer mi espina, mi corazón latiendo con fuerza bajo el vestido. Él no apartó la mirada, incluso cuando Elena tiró de su brazo con celos evidentes en su expresión. —Elena, ve con Carla —ordenó Dante, su voz profunda y autoritaria, sin mirarla. Elena frunció el ceño, sus ojos lanzando dagas hacia mí antes de alejarse con su prima Carla Rossi, una mujer celosa y chismosa con cabello negro y figura envidiable. Vittorio me empujó hacia adelante. —Dante, te presento a Isabella. Es nueva, pero promete ser … Entretenida. Dante se acercó, su aroma, a colonia amaderada invadiéndome. Extendió la mano, y cuando toqué la suya, áspera y fuerte, una corriente me recorrió. “Encantado, Isabella”, dijo, su voz, un ronroneo que me hizo temblar por dentro. Pero no era solo atracción; era peligro. Sabía que esto podía ser mi ruina, pero en ese momento, con mi madre en el hospital y las deudas ahogándome, no podía retroceder. La reunión comenzó, discutiendo tratos oscuros —envíos de “mercancía” desde los puertos, rivalidades con Enzo Ferrara, un moreno astuto que planeaba traiciones—. Yo escuchaba en silencio, sirviendo bebidas, sintiendo los ojos de Dante sobre mí cada pocos segundos. Elena lo notaba, sus celos hirviendo como veneno. Giovanni Esposito, el guardaespaldas gigante de Dante, me miró con desconfianza, sus ojos verdes entrecerrados. Al final de la noche, mientras salía, Dante se acercó de nuevo. —Nos veremos pronto, Isabella —susurró, su aliento cálido en mi oído. Salí al aire frío de Roma, lágrimas quemando mis ojos. ¿Qué había hecho? El erotismo de la noche, los celos nacientes, el drama que se avecinaba …El sol de media mañana entraba por las ventanas altas del palazzo Salvatore como si tuviera miedo de tocar el suelo. Todo estaba demasiado limpio. Los hombres de la limpieza habían trabajado toda la noche: no quedaba sangre en el mármol, ni casquillos en las alfombras, ni olor a pólvora en los pasillos. Solo quedaba el silencio, ese silencio pesado que sigue a las guerras cuando nadie está seguro de haber ganado.Dante estaba de pie frente al ventanal de la biblioteca, de espaldas a mí, con la camisa blanca arremangada y el cabello aún húmedo de la ducha. Yo lo observaba desde el sofá, con la pierna vendada estirada sobre un cojín y el anillo de esmeralda brillando cada vez que movía la mano. Parecía un sueño demasiado frágil para ser real.—¿Cuánto dura una tregua de dos años en tu mundo? —pregunté en voz baja.Él no se giró de inmediato. Tomó aire, como si la pregunta pesara.—Hasta que alguien se aburre o se siente lo bastante fuerte —respondió—. O hasta que un capo nuevo decide qu
El hospital olía a desinfectante y la esperanza era frágil. Me habían cosido los cortes, inyectado calmantes que apenas rozaban el dolor que llevaba dentro. Dante no había vuelto desde que corrió a ver a Marco. Giovanni, con el torso vendado y la cara hinchada, montaba guardia junto a la puerta de mi habitación privada como un perro herido pero fiel. Sophia dormía en la cama contigua, sedada, su cabello pelirrojo extendido sobre la almohada como sangre seca.Yo no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la hoja de Vittorio rozándome la garganta, sentía el calor pegajoso de mi propia sangre. Y luego veía a Dante irrumpiendo entre el humo, los ojos azules encendidos de algo que nunca le había visto: pánico puro. “Te amo”, había dicho. Tres palabras que pesaban más que todas las balas disparadas esa noche.La puerta se abrió sin ruido. Pensé que era él. No lo era.Elena Vitale entró vestida de negro, el cabello corto perfectamente peinado, como si no acabara de matar a dos hombr
Sophia giró el volante, y el coche derrapó, pero seguimos adelante. Las balas rebotaban en el blindaje. Salimos por la puerta principal, que colgaba de sus bisagras, y nos lanzamos a las calles de Roma. El retrovisor mostraba el palazzo en llamas, columnas de humo negro elevándose al cielo.—¿Hospital? —preguntó Sophia, las manos blancas en el volante.—Hospital —confirmé.Pero no llegamos lejos. A tres cuadras, un SUV negro nos cortó el paso. Sophia frenó en seco. Hombres armados bajaron, las máscaras cubriendo sus rostros. Uno apuntó directamente a mi ventanilla.—Baja —ordenó una voz distorsionada—. O disparo.Sophia me miró, los ojos avellana llenos de pánico. Saqué el móvil de Dante del bolsillo de la camisa —él lo había dejado allí antes de irse—. Marqué su número. Contestador. —Dante, nos tienen. Calle del Corso con Vía Condotti. Por favor.La ventanilla explotó en mil pedazos. Un brazo entró, me tomó del cabello. Grité. Sophia intentó arrancar de nuevo, pero otro hombre abrió
El eco del disparo aún resonaba en mis oídos cuando Dante me arrastró escaleras abajo, sus dedos apretándome la muñeca como grilletes. El palazzo estaba en caos: hombres gritando órdenes, el olor a pólvora impregnando el aire. Bajamos al sótano, un lugar que nunca había visto, paredes de piedra húmeda, una sola bombilla colgando del techo. Elena estaba allí, atada a una silla, sangre en el hombro donde la bala la había rozado. Sus ojos marrones me encontraron y ardieron con odio puro.— No eres más que una Puta —escupió—. ¿Crees que esto te salva?Dante le dio una bofetada seca. El sonido fue como un latigazo.—Cállate —dijo—. Habla solo cuando te pregunte.Me miró.—Quédate aquí. Y solo mira.No era una petición. Me apoyé contra la pared, la camisa de Dante aun colgando de mis hombros, oliendo a él y a sexo. Giovanni, estaba vendado, pero firme, cerró la puerta. Solo quedábamos los cuatro.Dante se agachó frente a Elena.—¿Dónde está Vittorio?Ella sonrió, con los labios partidos.—
El anillo de Vittorio brillaba sobre el escritorio como un ojo acusador. Dante lo giró entre sus dedos, la luz de la lámpara arrancando destellos del oro. Yo estaba de pie junto a la ventana, el vestido aún arrugado por el viaje al puerto, el olor a sangre de Giovanni impregnado en mi nariz. Afuera, Roma dormía bajo una luna pálida; dentro, el silencio era un animal que nos acechaba.—Vittorio era mi consejero —dijo Dante, voz baja—. Veinte años a mi lado. Y ahora esto.Se levantó, se acercó. Su camisa estaba manchada de sangre seca; la de Giovanni, no la suya. Me tomó por la barbilla, obligándome a mirarlo.—¿Tienes miedo?—Sí —admití—. Pero no de ti.—Qué mal. Porque deberías.Me besó sin aviso, duro, como si quisiera castigarme por existir. Sus dientes atraparon mi labio inferior hasta que sentí el sabor metálico. Lo empujé, pero él me atrapó las muñecas, las clavó contra la pared junto a mi cabeza.—Esta noche no hay tratos —susurró—. Solo tú y yo.Me alzó en brazos, me llevó al s
Dante se abrochó el pantalón con eficiencia fría, recogió mi vestido del suelo y me lo tendió sin mirarme directamente a los ojos. Su expresión era neutra, como si acabara de cerrar un negocio rutinario en una de sus reuniones mafiosas.—Las deudas están pagadas —dijo, su voz plana, desprovista de la pasión de momentos antes—. Mañana, tu madre tendrá el mejor tratamiento disponible. Médicos privados, lo que sea necesario.Asentí, incapaz de hablar, vistiéndome con movimientos mecánicos. El vestido rojo ahora se sentía sucio, arrugado, un recordatorio tangible de mi caída. Salí del estudio con las piernas temblando, el eco de mis tacones en el pasillo de mármol sonando hueco. En el corredor, Elena me esperaba como una sombra acechante. Sus ojos marrones se estrecharon al verme: el cabello revuelto, los labios hinchados por los besos, el rubor traicionero en mis mejillas.—Puta —siseó, tan bajo que solo yo pude oírlo, su voz destilando veneno puro—. ¿Crees que no lo sé? Lo huelo en ti.
Último capítulo