Mundo ficciónIniciar sesiónLa vida de Victoria Bianchi cambia para siempre cuando su familia contrae una deuda imposible de pagar. En lugar de exigir dinero, el implacable Santino Di Morelli, jefe de la mafia italiana, reclama algo que nadie imaginaría: un hijo. Obligada a permanecer bajo su dominio, Victoria descubrirá que tras la dureza de Santino se esconde un hombre marcado por el poder, la venganza y oscuros secretos. Él, en cambio, encontrará en ella la única mujer capaz de desafiarlo… y quizá de destruirlo. Entre pasión, odio y traición, Victoria deberá decidir si huir de su carcelero o enfrentarse al destino que la ata a él para siempre.
Leer másSu corazón palpitaba a mil por segundo, golpeando con violencia dentro de su pecho mientras su mirada se clavaba justo al frente. Las llantas del auto rechinaban contra el asfalto, acercándose en su dirección como un animal dispuesto a devorarla.
Victoria bajó la vista hacia sus pies, se inclinó con desesperación y se quitó los zapatos. Tenía que correr, o de lo contrario estaría muerta en cuestión de segundos. El miedo le recorría las venas como fuego líquido, pero aun así sus piernas temblorosas se preparaban para moverse.
La puerta del vehículo se abrió con un chasquido metálico y de inmediato, un hombre enorme descendió. Su figura imponía lleno de músculos, su traje oscuro resaltaba la frialdad de su porte y sus ojos, negros y profundos, se posaron en ella con una serenidad que no era calma, sino amenaza.
Bastó aquella mirada para helarle la sangre.
Aquel hombre alzó la mano y con un par de señas ordenó que los dos hombres que viajaban con él bajaran también. Ambos obedecieron al instante, cerrando el paso de cualquier escape.
El hombre dio un par de pasos hacia ella, su sombra cubriendo la poca luz que caía sobre Victoria, y entonces habló con voz grave, cargada de desprecio.
—Vaya, vaya… ¿quién diría que una mujer como tú sería capaz de ponerme en aprietos?
Victoria tragó saliva con dificultad. Sus labios secos se entreabrieron, y de ellos apenas escapó un hilo de voz temblorosa.
—Señor Santino… le juro que yo le pagaré todo, se lo juro.
Sus manos no dejaban de sacudirse, incapaces de ocultar el terror que la consumía. Cada palabra le costaba un esfuerzo casi sobrehumano, como si el aire se negara a entrar en sus pulmones.
El hombre rió con suavidad, un sonido hueco y cruel, antes de inclinarse apenas hacia ella.
—¿Y quién te dijo a ti que quiero de vuelta ese dinero? —susurró, con la calma de quien ya había tomado una decisión inquebrantable—. Te lo advertí… no una, sino varias veces.
Victoria se quedó rígida contra la pared, sintiendo el frío de la piedra atravesarle la espalda. Los ojos de Santino, negros como la noche, se clavaban en ella sin pestañear. El aire se volvió espeso, difícil de respirar.
—Fue mi hermano… —balbuceó con voz rota, sus labios temblando—. Él fue el que apostó, no yo. Pero no le haga nada, por favor… yo pagaré la deuda.
Santino arqueó una ceja, como si aquellas palabras fueran un entretenimiento. Dio una calada a su cigarro y la observó con esa calma cruel que tanto lo caracterizaba.
—¿Tú? —preguntó, burlón—. ¿Y cómo piensas pagar una suma que tu hermano ni siquiera pudo sostener sobre la mesa?
Victoria respiró hondo, conteniendo el sollozo que amenazaba con desgarrarle la garganta. Sus manos temblaban, pero se obligó a levantar la mirada.
—Trabajaré, haré lo que sea… pero hasta el último peso se lo pagaré, se lo juro. Solo le pido… que no le haga daño a él.
Los hombres de Santino soltaron una carcajada breve, como hienas divirtiéndose con una presa que aún no sabe que está condenada. Pero Santino no sonrió.
—¿Por qué tanta desesperación, eh? —su voz grave la envolvía como un lazo que se apretaba más y más—. ¿Qué tiene de especial ese hermano tuyo que te arrastras por él como si fuera tu salvador?
Las lágrimas finalmente escaparon de los ojos de Victoria. Bajó la cabeza, pero respondió con un hilo de voz.
—Porque ese dinero… —hizo una pausa, tragando saliva—, era para los medicamentos de nuestra madre. Él… él se lo llevó todo. Yo le rogué que no lo hiciera, que no se metiera con usted… pero no me escuchó. Apostó lo único que teníamos.
Santino aspiró el humo lentamente y lo soltó con calma, mientras la observaba con un brillo extraño en los ojos.
—¿Medicamentos? —repitió, como si degustara la palabra.
—Sí —Victoria asintió, con lágrimas resbalándole por las mejillas—. Mi madre está enferma… y sin ese dinero… no puede seguir con el tratamiento.
Por un instante, el silencio se adueñó del callejón. El motor del coche seguía encendido, el humo del escape flotaba en el aire, y el corazón de Victoria latía tan fuerte que podía jurar que todos lo escuchaban.
Santino inclinó apenas la cabeza, su mirada fija en ella como quien analiza un objeto curioso.
—Entonces tu hermano no solo es un estúpido… —dijo finalmente, con un tono afilado como una cuchilla—, también es un egoísta.
Victoria se tapó el rostro con las manos, quebrándose en un llanto ahogado.
—Por favor… yo asumiré todo. No me importa cuanto tarde, no me importa lo que tenga que hacer. Solo no le haga nada a él.
Santino apagó el cigarro contra la pared y se inclinó hacia ella, tan cerca que pudo sentir el calor de su respiración mezclada con el olor a tabaco.
—¿Hasta el último peso? —susurró, clavando sus ojos en los de ella.
Victoria asintió frenéticamente, sin pensar.
—Sí… hasta el último peso.
El silencio fue eterno. Entonces, Santino sonrió, una mueca que no contenía bondad alguna.
—Muy bien, Victoria. —Hizo un gesto a sus hombres—. Llévenla con su hermano. Que vea en qué estado está… y que entienda cuánto cuesta una deuda en mi mundo.
Las manos rudas de los hombres la sujetaron de los brazos, arrastrándola hacia el auto. Victoria no opuso resistencia esta vez. En medio de su miedo, se aferraba a una única promesa: si pagaba, su hermano viviría.
Pero en lo profundo de sus ojos, Santino ya había dictado otra sentencia.
Dicho eso, dio un paso hacia la puerta, y con un movimiento de la mano, ordenó que las luces exteriores de la mansión se encendieran todas a la vez.El jardín quedó iluminado por completo, y desde los ventanales, Marcello y sus hombres pudieron ver la figura imponente de Santino detrás del portón, de pie, fumando con serenidad.Llevaba su traje negro impecable, gafas oscuras y un aire de desafío que provocaba más miedo que cualquier arma.—¡Marcello! —gritó desde la entrada—. Deberías aprender a tocar la puerta antes de irrumpir en casa ajena.Marcello levantó su arma, apretando los dientes.—¡Baja, maldito! ¡Baja y enfrenta lo que hiciste!—¿Lo que hice? —repitió Santino con sorna—. Oh, por favor. Si vienes a reclamarme por tu esposa, déjame recordarte que no fui yo quien la puso en la mira.Marcello tembló de furia.—¡Cierra la maldita boca!Pero Santino siguió hablando, disfrutando del efecto que sus palabras causaban.—¿Sabes qué es lo irónico? —dijo, sacando lentamente el puro de
Santino se giró lentamente, con el puro a medio encender, y vio la cara de terror de Victoria. Sus ojos grandes, húmedos, temblorosos eran el reflejo exacto de la tormenta que se aproximaba.Sin mediar palabra, la tomó del brazo con fuerza. Sus dedos se cerraron como grilletes de hierro alrededor de su piel delicada. Ella soltó un jadeo, tratando de apartarse, pero él la atrajo hacia su costado.—No te muevas —susurró con voz baja, áspera—. Si lo haces… una bala atravesará tu cabeza antes de que puedas gritar.Victoria quedó inmóvil, temblando. Podía sentir el latido de su propio corazón golpeando con fuerza contra su pecho. La mirada de Santino era fría, calculadora, la de un depredador que ya ha decidido su presa.Él sacó su arma del cinturón, la revisó con calma, y sin apartar la vista de la joven, giró hacia Stefano.—Que nadie dispare hasta que yo lo diga. Quiero a Marcello fuera del portón. No lo dejen entrar bajo ninguna circunstancia.Stefano asintió de inmediato. Su rostro en
Después de varios minutos el auto principal de Santino se detuvo frente a la escalinata y, segundos después, Santino bajó del vehículo.El hombre llevaba el mismo traje oscuro de la boda. Había humo en sus manos, el puro aún encendido entre los dedos. Su rostro no mostraba ni una sombra de culpa. Solo la quietud arrogante de quien ha cumplido su venganza a medias.Estéfano lo seguía a pocos pasos, con la mirada fija. Santino se quitó las gafas lentamente y caminó hacia el interior. Su andar resonaba firme, el eco multiplicándose por los pasillos de la mansión. Se detuvo frente al ventanal principal, observando el jardín iluminado por los primeros rayos del día.—Baja a Victoria —ordenó con voz seca, sin volverse.Stefano asintió de inmediato.—Sí, señor.El hombre giró sobre sus talones y subió las escaleras con pasos pesados. Mientras lo hacía, el silencio de la casa parecía volverse más denso. Al llegar al segundo piso, caminó hasta la habitación al final del pasillo: la habitació
Los hombres de Marcello sacaron las armas. Pero antes de que pudieran disparar, las puertas traseras se abrieron y una decena de hombres de Santino irrumpieron en la capilla, vestidos también de negro. Cada uno apuntó con precisión.Los invitados gritaron; algunos corrieron, otros se agazaparon bajo los bancos.Marcello levantó una mano, intentando ganar tiempo.—Santino, no seas estúpido. No vas a salir vivo de aquí.—Tampoco vine a salir vivo —respondió él con calma—. Vine a verte caer.El silencio volvió, pesado. El sacerdote había huido. La novia lloraba. Santino se acercó un paso más, el sol entrando por los vitrales y tiñendo su rostro de luz roja.—Este… —dijo lentamente— es mi regalo.Y sonrió. La novia temblaba, con el ramo entre los dedos y las lágrimas corriéndole por el rostro pálidoMarcello dio un paso adelante, bloqueando parcialmente a su esposa, su mandíbula tensa como el acero. A su alrededor, los invitados retrocedían poco a poco, algunos con miedo, otros con la so
La noche había caído sigilosamente Stefano descendió del vehículo con el arma ya en la mano, el cañón reluciendo bajo la luz. No necesitó que nadie le dijera nada: el silencio que provenía de la casa hablaba por sí solo. La puerta estaba entreabierta, balanceándose apenas con el viento, y el marco mostraba un leve rastro de sangre seca.—Quédense alertas —ordenó sin mirar a los hombres que lo acompañaban.Su voz fue un murmullo ronc9. El eco de sus botas se perdió en el suelo polvoriento. Empujó la puerta con la punta del arma y el rechinido fue como un gemido largo, metálico.Adentro, la penumbra lo recibió con el olor de la muerte. La casa estaba en silencio absoluto, salvo por el zumbido de una bombilla a medio morir. Los ojos de Stefano recorrieron el interior con precisión militar: una mesa, una silla caída, un vaso roto. Y, en el suelo, un cuerpo.Se detuvo en seco.—Maldición… —susurró.Era la madre de Victoria. El disparo había sido limpio, directo a la cabeza. El rostro, tod
Santino apretó la mandíbula hasta que una marea de dolor recorrió su rostro; la mano le tembló por un instante y se llevó la palma a la mejilla como si intentara borrar la sensación de la cachetada. Aún percibía el calor del golpe, la huella invisible que Victoria había dejado en su piel, y en ese brillo irritado que cruzó sus ojos había una mezcla rara de sorpresa, orgullo herido y una furia que no quería domar. La veía alejarse por el corredor, con la espalda recta y los puños apretados; cada paso suyo le decía que no era simple sumisión la que tenía delante sino una dignidad obstinada, irritante y, en algún recoveco que no llegó a admitir, fascinante.Se quedó inmóvil un latido más, escuchando cómo aquella puerta se cerraba tras ella con el sonido seco. El silencio volvió a la estancia como una ola fría. Santino dejó que la mano apoyada en la mejilla bajara lentamente, y su mirada, al principio perdida, se fue tensando hasta convertirse en un filo. No dijo nada. No necesitó pron
Último capítulo