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Capítulo 3: El Precio De La Carne

El silencio que siguió a su oferta fue como un abismo que me tragaba entera. Mis lágrimas se secaban en mis mejillas, dejando rastros salados que picaban como heridas abiertas, pero el nudo en mi garganta no cedía. Dante no apartaba la mirada de mí; sus ojos azules eran dos pozos profundos donde mi voluntad se ahogaba poco a poco.

Sentía el peso de todo: las facturas del hospital amontonadas en mi pequeño apartamento, las noches en vela escuchando los gemidos débiles de mi madre, Luciana, postrada en esa cama impersonal con tubos serpenteando por su cuerpo frágil. ¿Cómo había llegado a esto? Yo, Isabella Moretti, una mujer que soñaba con una vida normal, ahora sentada en el estudio de un palazzo mafioso, considerando vender mi cuerpo por una promesa de salvación.

—No tengo opción —susurré al fin, mi voz rota como cristal pisoteado—. Pero solo esta vez. Solo por mi madre. Nada más.

Dante asintió, lento y deliberado, como si hubiera anticipado cada sílaba de mi respuesta desde el momento en que entré por esa puerta. Se levantó del borde del escritorio, rodeándolo con pasos medidos, y cerró la puerta con un giro de llave que resonó en mi pecho como el disparo de una pistola. 

El clic metálico selló mi destino, al menos por esa noche. El estudio, con sus paredes forradas de libros antiguos que olían a cuero viejo y secretos polvorientos, de repente se sintió más pequeño, asfixiante. La luz de la lámpara de escritorio proyectaba sombras alargadas sobre su rostro, acentuando la cicatriz en su cuello, un recordatorio silencioso de las batallas que había librado en este mundo de traiciones y sangre.

—Aquí y ahora —dijo, su voz profunda y ronca, cargada de una autoridad que no admitía réplicas—. Nadie sabrá. Esto queda entre nosotros.

Tragué saliva, mi corazón latiendo con fuerza contra mis costillas como si quisiera escapar de mi pecho. Quería gritar, correr, pero la imagen de mi madre me anclaba allí. Recordé la última visita al hospital esa misma mañana: sus ojos verdes, idénticos a los míos pero opacos por el dolor, mirándome con una mezcla de amor y preocupación. 

“No te preocupes por mí, hija”, había dicho con voz débil, su mano temblorosa en la mía. Pero yo sí me preocupaba. Las deudas me ahogaban; los médicos hablaban de tratamientos experimentales que costaban fortunas, y yo no tenía nada más que ofrecer que mi presencia en este infierno disfrazado de lujo.

Dante se acercó, su presencia imponente llenando el espacio. Extendió una mano y me tomó por la cintura, levantándome sin esfuerzo aparente y sentándome sobre el escritorio. Los papeles que había allí cayeron al suelo en un susurro caótico; una copa de cristal rodó y se hizo añicos contra el piso de mármol, el sonido agudo rompiendo la tensión como un latigazo. Sus manos subieron por mis muslos, empujando la falda roja hacia arriba hasta que quedó arrugada en mi cintura. Sentí el aire frío del estudio, rozando mi piel expuesta, y luego su boca, caliente y exigente, presionándose contra mi cuello. Un gemido involuntario se escapó de mis labios, traicionándome.

Sus besos eran urgentes, hambrientos, como si hubiera estado conteniendo un deseo que lo consumía desde la noche anterior en esa reunión. Sus dedos, ásperos por años de manejar armas y firmar pactos mortales, se colaron bajo el encaje de mi ropa interior, arrancándola de un solo tirón. 

El sonido del tejido rasgándose fue como un eco de mi propia ruptura interna. Dante no se detenía; su boca bajaba por mi escote, mordiendo la piel sensible, lamiendo con una precisión que me hacía arquear la espalda a pesar de mí misma. El erotismo de la escena me envolvía, crudo y sin filtros, mezclado con el aroma de su colonia amaderada y el leve olor a cigarrillos que impregnaba el aire.

—Quítate el vestido —ordenó, su voz, un gruñido bajo que vibró contra mi piel.

Obedecí con manos temblorosas, el tejido rojo resbalando por mis hombros y cayendo al suelo en un charco arrugado. Quedé desnuda ante él, vulnerable bajo la luz mortecina, mis pechos subiendo y bajando con respiraciones agitadas. 

Dante se desabrochó la camisa con movimientos precisos, dejándola caer para revelar un torso esculpido en músculo tenso, marcado por cicatrices que contaban historias de violencia y supervivencia. Tatuajes oscuros serpenteaban por su pecho y brazos, símbolos de la familia Salvatore que lo ataban a este mundo. Se desabrochó el pantalón, liberándose, y el tamaño de su excitación me hizo contener el aliento.

No hubo preliminares suaves, no caricias tiernas para suavizar el momento. Me abrió las piernas con manos firmes, colocándose entre ellas, y empujó dentro de mí de una sola estocada profunda. El dolor fue agudo, inmediato, como un fuego que me partía en dos, pero el placer llegó arrastrado por él, una ola que me recorrió desde el centro hasta las puntas de mis dedos. 

Grité, aferrándome a sus hombros anchos, mis uñas clavándose en su piel. Dante gruñó, sus caderas moviéndose con fuerza, cada embestida más profunda y rítmica que la anterior, golpeando contra el escritorio que crujía bajo nuestro peso combinado.

—Isabella —gruñó contra mi oído, su aliento caliente enviando escalofríos por mi espina dorsal—. Mírame.

Levanté la vista, encontrando sus ojos azules, ardiendo con una intensidad que me aterrorizaba y atraía al mismo tiempo. Sus manos exploraban mi cuerpo sin piedad: una en mi cadera, guiando el ritmo; la otra subiendo para pellizcar un pezón, arrancándome otro gemido. El sudor perlaba su frente, y yo sentía el mío resbalando por mi espalda. El estudio se llenaba de sonidos primitivos: el choque de nuestros cuerpos, mis jadeos entrecortados, sus gruñidos bajos. Libros antiguos cayeron de los estantes por la vibración, páginas amarillentas esparciéndose como confeti en un ritual prohibido.

—Dilo —exigió, acelerando el ritmo, sus embestidas volviéndose erráticas, desesperadas—. Dime que lo quieres.

—Te quiero —jadeé, aunque sabía que era una mentira envuelta en verdad, un eco de la desesperación que me había llevado hasta allí. Mis piernas se enredaron en su cintura, atrayéndolo más cerca, y el placer creció como una tormenta, nublando mi mente. Lágrimas se mezclaban con el sudor en mi rostro; no eran solo de éxtasis, sino de una tristeza profunda, un lamento por la mujer que había sido antes de esta noche.

El clímax me golpeó primero, violento e inesperado, haciendo que mi cuerpo se arqueara contra él, mis músculos contrayéndose alrededor de su longitud. Grité su nombre, las olas de placer estrellándose una tras otra, dejándome temblando y sin aliento. 

Dante me siguió segundos después, derramándose dentro de mí con un gemido gutural que reverberó en el cuarto. Se quedó quieto por un momento, su frente contra la mía, respiraciones pesadas sincronizándose en el silencio posterior.

Se retiró lentamente, el vacío repentino intensificando mi vulnerabilidad. Me quedé sentada en el escritorio, las piernas aún abiertas, el semen resbalando por mi muslo interno como una marca indeleble. Lágrimas frescas rodaron por mis mejillas, no de placer residual, sino de una tristeza tan honda que me ahogaba el alma. ¿Qué había hecho? Esto no era solo sexo; era una transacción que me había robado un pedazo de mí misma.

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