Sophia giró el volante, y el coche derrapó, pero seguimos adelante. Las balas rebotaban en el blindaje. Salimos por la puerta principal, que colgaba de sus bisagras, y nos lanzamos a las calles de Roma. El retrovisor mostraba el palazzo en llamas, columnas de humo negro elevándose al cielo.
—¿Hospital? —preguntó Sophia, las manos blancas en el volante.
—Hospital —confirmé.
Pero no llegamos lejos. A tres cuadras, un SUV negro nos cortó el paso. Sophia frenó en seco. Hombres armados bajaron, las máscaras cubriendo sus rostros. Uno apuntó directamente a mi ventanilla.
—Baja —ordenó una voz distorsionada—. O disparo.
Sophia me miró, los ojos avellana llenos de pánico. Saqué el móvil de Dante del bolsillo de la camisa —él lo había dejado allí antes de irse—. Marqué su número. Contestador.
—Dante, nos tienen. Calle del Corso con Vía Condotti. Por favor.
La ventanilla explotó en mil pedazos. Un brazo entró, me tomó del cabello. Grité. Sophia intentó arrancar de nuevo, pero otro hombre abrió