Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol apenas despuntaba sobre las colinas de Roma cuando recibí la llamada que me heló la sangre. Era Sophia, mi amiga y compañera en esta pesadilla de “compañía”. Su voz, usualmente juguetona, con esos ojos avellana brillando bajo sus pecas, ahora sonaba urgente, casi asustada.
“Isabella, Vittorio te quiere de nuevo esta noche. En el palazzo principal. Y… Dante preguntó por ti específicamente”. Mi corazón se aceleró como un caballo desbocado. Después de la noche anterior, con esos ojos azules de Dante clavados en mí como dagas ardientes, no podía dormir. Lágrimas calientes rodaban por mis mejillas mientras visitaba a mi madre en el hospital esa mañana. Luciana yacía allí, frágil como una hoja seca, su piel pálida, contrastando con el verde debilitado de sus ojos, idénticos a los míos. —Mamá, lo hago por ti. Susurré, besando su mano arrugada. Pero el peso de las deudas me aplastaba el pecho, un nudo de tristeza que no se deshacía. ¿Cuánto más podría soportar antes de romperme? Llegué al palazzo al atardecer, el vestido rojo sangre que me obligaron a usar se ceñía a mis curvas como una promesa de pecado. El erotismo flotaba en el aire desde la entrada: parejas en rincones oscuros, besos apasionados que escalaban a toques audaces. Vi a Rico Marino de nuevo, esa bestia rubia y violenta, con una nueva chica presionada contra la pared. Sus manos grandes subían por sus muslos, arrancándole gemidos mientras la penetraba con urgencia, el salón indiferente a sus jadeos rítmicos. El calor subió por mi cuerpo, una mezcla de repulsión y un pulso traicionero entre mis piernas que me avergonzaba. No era yo, me repetía, pero el ambiente me envolvía como humo. Vittorio me recibió con su sonrisa paternal falsa, su cabeza calva reluciendo y su anillo de la familia centelleando. —Bella Isabella, Dante te espera en el estudio privado—. Mi estómago se revolvió. Marco Lombardi, el hermano mayor de Dante, robusto y con esas canas prematuras que lo hacían parecer un lobo viejo, me miró con desconfianza desde el sofá, donde Elena Vitale se acurrucaba a su lado temporalmente. Ella, con su cabello rubio corto y ojos marrones fríos, me lanzó una mirada de puro veneno. Los celos ardían en ella como fuego; notaba cómo sus labios finos se apretaban cada vez que Dante mencionaba mi nombre en rumores que corrían por el palazzo. Giovanni Esposito, el guardaespaldas gigante con su calva y cuerpo como un tanque, me escoltó por el pasillo. Sus ojos verdes me Escrutaban, celoso de cualquier cercanía a su jefe. —No lo hagas enojar. —gruñó. Entré al estudio, un cuarto opulento con libros antiguos y un escritorio de caoba. Dante estaba allí, de pie, junto a la ventana, su silueta imponente recortada contra la luz moribunda. Su cabello castaño peinado hacia atrás, la mandíbula cuadrada con barba incipiente, y esa cicatriz en el cuello que hablaba de batallas pasadas. Se giró, y sus ojos azules me devoraron, enviando un escalofrío por mi espina. —Isabella —dijo, su voz profunda como un trueno lejano—. Siéntate. Obedecí, mis manos temblando en mi regazo. El aire entre nosotros crepitaba con tensión erótica, una promesa no dicha que me hacía sentir expuesta. Hablamos de trivialidades al principio: la ciudad, el vino que sirvió en copas de cristal. Pero sus miradas se demoraban en mis labios carnosos, en la curva de mi cuello. Sentía el calor de su presencia, el aroma amaderado que me envolvía. Elena entró un momento, interrumpiendo, con una excusa, sus celos, explotando en una sonrisa falsa. —Dante, cariño, ¿necesitas algo? —preguntó, su voz dulce como miel envenenada, pero sus ojos me apuñalaban. —No, Elena. Vete —replicó él, cortante, sin mirarla. Ella salió furiosa, y oí sus tacones, alejándose, probablemente, a conspirar con su prima Carla Rossi, esa chismosa celosa que siempre andaba esparciendo veneno. Dante se acercó, sentándose en el borde del escritorio frente a mí. Su rodilla rozó la mía, enviando chispas por mi piel. Mi tristeza por mi madre se mezclaba con un deseo prohibido que me aterrorizaba. —Sé por qué estás aquí, Isabella”, murmuró. “Las deudas, el hospital. Tu madre”. Lágrimas picaron mis ojos; ¿cómo lo sabía? Vittorio, seguramente, el traidor potencial que jugaba con información como fichas de póker. —Te ofrezco un trato —dijo, sus ojos azules ardiendo con intensidad—. Pagaré todo el tratamiento de tu madre. Cada centavo de las deudas. A cambio … Pasa una noche conmigo. Sexo, Isabella. Solo una vez, pero completa. Tu cuerpo por su vida. El mundo se detuvo. Mi corazón martilleaba, una oleada de emociones chocando: horror, tentación, tristeza profunda por lo bajo que había caído. Lágrimas rodaron por mis mejillas, calientes y amargas. ¿Era esto lo que valía? ¿Mi dignidad por su salud? Pero la imagen de Luciana postrada en esa cama me desgarraba. Dante esperaba, su mandíbula tensa, pero en sus ojos vi un destello de algo más: deseo crudo, mezclado con un vacío que quizás solo yo podía llenar. Elena acechaba afuera, sus celos listos para estallar en traición. Y en las sombras, Enzo Ferrara, el rival moreno y astuto, planeaba secuestros y engaños que pronto nos enredarían a todos. No respondí de inmediato. Solo lloré en silencio, el drama de mi vida, convirtiéndose en un torbellino que amenazaba con tragarme entera.






