Mundo ficciónIniciar sesiónAnnabel cree tenerlo todo: un prometido encantador, un futuro brillante y la promesa de un amor eterno. En seis meses será la señora San Marco, y sueña con una vida perfecta a su lado. Lo que no sabe es que el hombre que la mira con deseo ardiente, que la acaricia como si fuera suya y que ha despertado pasiones que jamás conoció… no es Leandro, su prometido. Es Lissandro. El gemelo oscuro. El mafioso que todo el mundo teme. Un pacto secreto entre hermanos cambia su destino. Lo que sería un simple intercambio por un mes se convierte en una red de deseo, mentiras y sentimientos imposibles de contener. Annabel cree que está más enamorada que nunca. Pero mientras se entrega a un amor que la consume, la verdad late en las sombras: ella está amando Al hermano equivocado.
Leer másEl vaso de whisky giraba lentamente en la mano de Lissandro San Marco. El hielo chocaba contra el cristal con un tintineo metálico, un sonido que en cualquier otra circunstancia sería irrelevante, pero que allí, en esa oficina oscura, sonaba como un reloj de arena marcando el tiempo de una decisión peligrosa. Sus ojos grises, fríos y acerados, estaban fijos en el hombre frente a él. O más bien, en su reflejo distorsionado: su gemelo.
Leandro San Marco. El orgullo de la familia. El hijo perfecto. El heredero CEO de la empresa que su padre había construido con disciplina y ambición. Traje impecable, cabello perfectamente peinado, sonrisa de publicidad. El contraste absoluto con él: la oveja negra, el mafioso, el hombre al que toda la ciudad temía nombrar en voz alta.
Lissandro arqueó una ceja, como si la mera presencia de su hermano fuera motivo de burla.
Leandro carraspeó. A pesar del aire acondicionado, una gota de sudor se deslizó por su frente.
El mafioso soltó una carcajada seca, tan dura que heló el aire.
—¡No es una cualquiera! —espetó Leandro, los ojos encendidos.
Lissandro ladeó la cabeza y bebió un sorbo lento antes de responder.
El silencio se hizo insoportable. Leandro tamborileó los dedos sobre la mesa, incómodo. Su obsesión lo consumía y ni siquiera el juicio cruel de su hermano lograba frenarlo.
El mafioso soltó una risa grave.
—Lissandro, esto no será gratis. Te daré el 40% de mi empresa.
Él lo pensó. No sería malo tener ese 40%; además podría usar sus puertos para mover mercancía sin que Leandro se diera cuenta. La desesperación de su hermano podía ser provechosa.
—¿Y qué harás con esto, Leandro? —levantó el brazo, dejando que la luz resaltara los trazos negros de sus tatuajes—. Te recuerdo que tengo tatuajes en casi todo el brazo y tú, hermanito, eres demasiado cobarde para eso. Le temes hasta a las inyecciones.
—Estoy dispuesto a tatuarme el brazo entero si hace falta —contestó el CEO, con una sonrisa ansiosa, casi maniaca—. El viaje es en un mes. Tengo tiempo.
Los ojos grises del mafioso se estrecharon.
—¡NO ES UNA PUTA, MlERDA! —bramó Leandro, golpeando la mesa con un puño que ni siquiera hizo temblar los papeles.
Lissandro rió con desprecio.
Leandro respiró hondo.
Deslizó un contrato donde estipulaba que el 40% de su empresa pasaba a manos de su hermano. Lissandro lo leyó por encima, luego levantó la mirada con una sonrisa macabra.
Leandro no dudó.
Un silencio pesado cayó entre ellos. El whisky sabía más amargo que nunca.
—Eres un hijo de puta —dijo Lissandro.
Leandro esbozó una sonrisa torcida.
El aire se volvió denso.
—No te preocupes. Me hice la vasectomía hace dos años. Además, Annabel insiste en llegar virgen al matrimonio. Es culpa suya. Los hombres tenemos necesidades.
—Claro, que seas un perro traidor es culpa de tu novia —murmuró Lissandro.
—Ella nunca lo sabrá. Después que me saque las ganas con mi secretaria, la despediré y la mandaré lejos. Es que si la vieras… es un mujerón: caderas anchas, pechos que me hacen querer morderlos, un trasero que me mata. Nada que ver con el cuerpo simple de Annabel.
—Claro, lo que digas. Ahora vete. Tengo cosas que hacer.
—¿A quién matarás ahora?
—Ese no es tu problema.
—Bueno, hermanito, nos vemos en un mes.
Leandro, excitado por la victoria, sacó el teléfono.
El mafioso se quitó la camisa despacio, dejando que la piel tatuada hablara por él. Sombras, calaveras, frases en latín. La vida escrita en tinta. Leandro tomó una foto y sonrió satisfecho.
Lissandro lo miró marcharse, sintiendo que dejaba tras de sí un hedor de traición. Cuando la puerta se cerró, giró el vaso de whisky entre sus dedos. El hielo golpeó el cristal como un eco lejano.
Pensó en Annabel. La dulce Annabel, con sus ojos claros y su risa suave, tan inocente que ni siquiera sospechaba que era una moneda de cambio en el juego de dos gemelos. No merecía nada de lo que su hermano planeaba.
—Bueno… —susurró con un destello cínico en los labios—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
* * *
En la cocina de un departamento luminoso, Annabel tarareaba una canción mientras revisaba la bandeja en el horno. El aroma a muffins de arándanos llenaba el aire. Sus manos, pequeñas y delicadas, movían los moldes con cuidado. Una sonrisa se dibujaba en su rostro: en pocos minutos podría llevarlos a la oficina de su prometido. Un detalle simple, pero lleno de amor. Desde niños, los muffins de arándanos eran sus favoritos; su propia abuela se los enseñó a preparar cuando corrían libres por su casa de campo.
No escuchó la puerta abrirse. Solo reaccionó cuando unos brazos fuertes rodearon su cintura y unos labios rozaron su cuello.
Leandro sonrió, aunque su mirada brillaba con algo distinto, algo más oscuro.
Ella lo observó curiosa mientras él se quitaba la chaqueta y luego la camisa.
Leandro giró el brazo para enseñarle el diseño fresco en su piel y otro en el pecho. Los mismos que, unas horas antes, había fotografiado en su gemelo.
Annabel llevó los dedos a sus labios, preocupada.
—Menos de lo que pensé —respondió él, con una sonrisa falsa—. ¿Te gusta?
Ella lo abrazó con ternura.
El CEO cerró los ojos, disfrutando del abrazo, pero una sombra cruzó por su mente: Annabel, en seis meses, llevaría el apellido San Marco. Se convertiría en su perfecta esposa. Una esposa que, sin saberlo, pronto estaría entre dos hombres idénticos pero con corazones opuestos: uno marcado por la obsesión y la traición, y el otro por la oscuridad y la venganza.
Michelle estaba en su habitación, frente al espejo, ajustándose el saco por décima vez.Respiraba hondo, pero el temblor de sus manos lo delataba.Carmen apareció en la puerta, con esa sonrisa suya que calmaba tormentas.—Mi niño, respira —le dijo con ternura.—Estoy muy nervioso —confesó Michelle, pasando una mano por su cabello.—Mi vida, eres el chico más guapo que he visto en mi vida. Y esa muchacha te adora, se le nota en los ojos.—¿Cómo que el más guapo? ¿Y yo qué? —intervino Armand, entrando con su sonrisa ladeada.—Aaash, siem
Agatha se dejó caer en su silla, agotada.Su respiración aún no se estabilizaba del todo.Llevó una mano al pecho, intentando convencerse de que ese temblor era solo cansancio… y no lo que realmente era.—Idiota… —murmuró para sí, refiriéndose a Leandro, pero la sola imagen de su sonrisa volvió a estremecerla.—Te trae loca, ¿cierto?La voz de Lucciano la hizo pegar un salto.Él estaba apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa traviesa y los brazos cruzados.—No hables burradas —replicó Agatha, incorporándose con brusquedad—. Jamás me gustaría un animal egocéntrico, narcisista y psicópata como ese.—Claro… —dijo él, alzando una ceja—. Y por eso quedas con la respiración agitada y roja como un tomate.Vamos, Agatha, no soy estúpido. Nos conocemos de toda la vida. Isa y tú son mis hermanas, aunque mi madre me haya adoptado, y las leo como la palma de mi mano.Jamás le habías dado tanto espacio a un hombre como se lo das a San Marco. Te mueve el piso, reconócelo.—Solo es un idio
Agatha salió después de siete horas de operación, tras incorporar los trasplantes.Leandro dormía en una camilla que había traído, cubierto por su saco.Eran las seis de la mañana.Agatha, al verlo, sonrió con cansancio.—Sí se quedó el animal… bien dicen que la curiosidad mató al gato.Caminó hacia él, y justo cuando iba a tocarlo, Leandro tomó su muñeca. Luego parpadeó un par de veces, enfocando la vista.—Mi fierecilla… al fin terminaste. ¿Te sirvió tu amiguito?—Así es. Ahora, ven a mi oficina, o no te podr&e
El sol de la mañana se filtraba entre los edificios de Milán, tiñendo la ciudad de tonos alegres.Anna caminaba tomada de la mano de Lissandro, sonriendo mientras él la guiaba por las calles empedradas.Habían pasado la mañana entre tiendas, cafés y risas.Lissandro la observaba como si cada gesto suyo valiera más que todo lo que pudieran comprar. De vez en cuando miraba alrededor y veía a los hombres de Lucien camuflados entre la multitud, cuidándolos desde las sombras, lo cual lo tenía tranquilo.—¿Estás cansada, mi pequeña? —preguntó, besando su frente.—Un poco… pero feliz. Es tan lindo ver la ciudad contigo —respondió ella, con esa sonrisa que él amaba más que nada.—Perfecto, porque aún no termina el paseo —dijo él misteriosamente, apretando su mano.—¿Qué planeas ahora, Lissandro?—Nada complicado. Solo un cambio de paisaje.Anna frunció el ceño, curiosa, mientras el auto negro los llevaba por las avenidas hasta el aeropuerto privado. Cuando el vehículo se detuvo frente al hang
La noche era espesa y húmeda.El motor del auto rugió una última vez antes de apagarse frente a la entrada trasera de la Clínica Amanecer.Leandro salió primero, el arma aún caliente entre sus manos; la mujer del vestido rojo —ahora con una bata blanca sobre los hombros— bajó del lado del copiloto, respirando agitada.Detrás del edificio, un grupo de enfermeros con mascarillas quirúrgicas esperaba bajo la luz fría de los fluorescentes.—Todo listo, doctora —dijo uno de ellos al verla llegar.—¿Y los pacientes? —preguntó ella, recuperando la compostura.—Ya están esperando. Solo falta el del hígado, no lo citamos como lo ordenó— Ese lo haremos mañana porque el sujeto bebió alcohol.Los enfermeros asintieron sin dudar nada.—Bien. Citamos a los de los demás órganos, ¿correcto?—Sí, doctora.El ambiente olía a desinfectante y gasolina.Leandro cerró la puerta del auto de un golpe, los ojos grises brillando entre las sombras.—Bonita bienvenida —murmuró—. Qué negocio tan pulcro tienes, d
Al otro lado del continente, lejos del brillo europeo y del refugio de Lissandro y Anna, Leandro San Marco entró en un bar exclusivo del centro de la ciudad.El lugar era discreto, elegante, con luces tenues y música suave que apenas cubría los murmullos de los empresarios y mafiosos que solían reunirse allí.Leandro caminaba con paso firme, el chaquetón oscuro abierto, la mirada fría pero serena.Necesitaba una noche de silencio, aunque el silencio, en su vida, era un lujo que pocas veces duraba.A su lado iba Saúl, su asistente más leal, sosteniendo una tablet.—Señor —dijo, mientras caminaban hacia la sección VIP—, los registros muestran que Bruno salió del país justo después del señor Lissandro y la señora Anna. Pero lo hizo bajo el nombre de Anton De Arce. Lo encontré gracias al reconocimiento facial.Leandro se detuvo un segundo, girando apenas la cabeza.—Vaya… el maldito anda siguiendo a mi hermano —su voz bajó, ronca—. Me pregunto cómo demonios sabe todos sus movimientos.—Po
Último capítulo