Ellis Spencer pensó que se había librado del legado familiar al convertirse en la Doctora Harris, alejada de la mafia. Pero cuando su padre cae gravemente enfermo y su hermano Ian reclama el poder, se ve obligada a regresar al círculo de enemigos que la espera, incluso en su propia familia. Sin embargo, no será la única sorpresa: el testamento de su padre la nombra la nueva líder de la mafia americana. Obligada a formar una alianza incómoda con Alessandro Bianchi, su enemigo más temido, en un matrimonio forzado, Ellis se enfrenta a un dilema: ¿será él su peor enemigo… o su único aliado? En este juego mortal de poder, todos juegan sucio, y ella está lista para ganar.
Leer másEl salón de reuniones olía a café fuerte, cuero viejo y pólvora contenida. La mesa ovalada en el centro era nueva, pero ya tenía cicatrices: un par de muescas en la madera, una quemadura en la esquina derecha y una grieta que parecía una advertencia. Como todo en ese mundo, nada era enteramente nuevo. Solo reciclado, reconstruido, renombrado.Ellis se sentó en la cabecera sin pedir permiso. A su derecha, Alessandro. A su izquierda, Ian.Eran fuego y gasolina. Y ella, el encendedor.El Italiano no dejaba de mover la pierna bajo la mesa. Una señal de que algo no le cerraba. Ian, en cambio, tenía los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Como si sospechara que iba a escuchar algo que no le iba a gustar.No estaban equivocados.—Gracias por venir —dijo Ellis, sin preámbulos. Su tono era seco, marcial—. No voy a fingir que esto es una reunión cordial. Si están aquí, es porque los necesito. Y si los necesito, es porque estamos en guerra.Ambos hombres asintieron, aunque sin disimular su
El tono vibró en el bolsillo de su saco. Alessandro miró la pantalla, reconoció el nombre, y sin pedir permiso, se apartó del grupo. Caminó hacia el pasillo exterior, donde las paredes de piedra amortiguaban las voces y el aire era más fácil de respirar.—¿Qué pasa, amigo? Aún no acaba la reunión —respondió, con la voz más controlada de lo que se sentía.—Es tu hermano —contestó Aristide al otro lado—. No está por ningún lado. No sé cómo logró moverse, y con esa herida…El italiano apretó los dientes. No dijo nada. El veneno del coraje se le subió hasta los ojos.—Peina la zona. No debería estar tan lejos —ordenó, empezando a caminar de un lado a otro, como un animal enjaulado—. Por Dios, está herido. ¿Qué diablos busca huyendo? Ahora estaba a salvo… Ahí afuera solo es carnada para los buitres.—Micah no es el mismo —dijo Aristide tras un silencio cargado de tensión—. La última vez que lo vi, sentí que se estaba despidiendo. Pero… hay algo más, Alessandro. Algo que oculta. No sé qué e
—¿Crees que Micah estará bien?El Italiano se frotó el rostro con una mano. Estaba exhausto. Los últimos días habían sido más intensos que todos sus años de carrera criminal juntos.—No lo sé —murmuró—. Hay algo distinto. Algo que no logro identificar en él. Sé que es mi hermano… pero no lo parece.La Doctora lo observó con atención, captando el gesto casi imperceptible que acompañó su confesión. No era fácil para él hablar así.—¿A qué te refieres?—Es como si Micah fuese otro. Nadie representa una amenaza tan grande para nosotros como Ian. Y aun así, mi hermano no dudó en fugarse con su prometida.Ellis permaneció en silencio. Estaba procesando. Sopesando.—No solo arriesgó su vida —continuó el Italiano—. Puso en jaque la organización entera. Mi posición. Y sobre todo… la tuya. Y parecía no importarle en lo más mínimo.La Doctora se acercó. Tomó su rostro entre las manos, obligándolo a mirarla.—¿Crees que quiso hacerte daño a propósito?La pregunta le golpeó con más fuerza de la qu
Ellis llegó al punto indicado treinta minutos después. La camioneta frenó a un costado del camino, lejos de las luces. Se bajó, ajustó la chaqueta y miró al frente: una bodega oxidada, medio derruida, iluminada apenas por una farola parpadeante. Sacó su teléfono, revisó el mensaje otra vez. Sin respuesta nueva. Suspiró. —Lo típico… —murmuró, guardándolo. Massimo se acercó desde la oscuridad. —Tenemos visual de tres hombres en la entrada. Otros dos en el tejado. No parecen pesados, pero están armados. Ellis asintió. —¿Vehículos? —Una camioneta negra, sin placas. Probablemente tienen salida trasera. Ella lo pensó unos segundos. —¿Ves a Micah? Massimo negó. —No desde aquí. Ellis respiró hondo. —Bien. Me acerco sola, como acordamos. Tú y los demás, atentos. Si no salgo en veinte minutos, entran. Massimo no estaba convencido, pero no discutió. —Entiendo. Ellis comenzó a caminar. Cada paso sonaba seco contra la grava. Los hombres en la entrada la vieron acercarse y bajaron l
⸻—Alessandro, tengo información: Micah ha vuelto.El Italiano no contestó de inmediato. Se quedó en silencio, la vista fija en el suelo, las manos entrelazadas sobre la mesa. Sus facciones se endurecieron poco a poco. No necesitaba decir nada: estaba procesando, calculando, conectando las piezas.Micah. Su hermano menor. El mismo que se había largado con Francesca, con la prometida de su peor enemigo. No solo fue una traición familiar. Fue un golpe directo al orgullo, a la organización, al respeto ganado con esfuerzo. Y ahora estaba de vuelta.¿Por qué regresaría? ¿Qué estaba buscando? ¿Qué esperaba conseguir?Nada tenía sentido.Para Alessandro, Francesca había jugado su propia carta desde el principio. Su excusa de “fui secuestrada” no le cuadraba. Nadie en su círculo creía eso. Francesca no era de las que se dejaban llevar. Si se fue, fue porque quiso. Punto.Ellis entró a la oficina justo en ese momento, sin anunciarse.—¿Qué pasa? —preguntó, alzando una ceja, mirándolo desde la
La sala estaba cargada de humo, perfume caro y tensión. Cada rostro en esa mesa representaba una parte del viejo imperio criminal americano. Hombres grises, algunos con el cabello blanco como la nieve que cubría Chicago esa noche, otros con trajes tan afilados como sus intenciones. Todos estaban ahí por una razón: saber quién demonios tomaría el trono vacío que había dejado el último Spencer.Y ella entró como un terremoto en tacones.Ellis cruzó la sala sin bajar la mirada ni una vez. No necesitaba hacerlo. Sabía que todos la observaban. No como a una líder, todavía no. La veían como a una anomalía. Una mujer joven. Una doctora. La supuesta heredera de un legado bañado en sangre. Pero eso iba a cambiar.Detrás de ella, Alessandro Bianchi caminaba como un ejército de un solo hombre. Traje negro, mirada letal. Si había dudas sobre la veracidad de la alianza entre ambas familias, bastaba con ver cómo sus ojos se fijaban en la espalda de Ellis: protectores, devotos, peligrosos.Alessandr
Alessandro no dijo nada de inmediato. No era un hombre dado a los gestos amables, y mucho menos a consolar. Su vida había sido una sucesión de decisiones frías y necesarias, pero había algo en esa mujer entre sus brazos, algo que rompía cada regla no escrita que había seguido hasta ahora.La sostuvo unos segundos más, sabiendo que, aunque no lo pidiera, Ellis necesitaba ese momento. Y también, porque en el fondo, él mismo lo necesitaba.Finalmente, cuando ella se separó apenas lo suficiente para mirarlo, Alessandro deslizó su mano hacia su rostro. El pulgar rozó su mejilla con una suavidad insólita, limpiando una lágrima que Ellis ni siquiera había notado que había caído.—Esto no ha terminado —dijo con una gravedad tranquila—. De hecho… apenas empieza.La crudeza de sus palabras no era para herirla, sino para recordarle quiénes eran. Y lo que venía.Ellis asintió. El temblor de su cuerpo había disminuido, reemplazado ahora por una dureza nueva en su mirada. Alessandro la había sacado
Ellis estaba acostumbrada al silencio. A las horas vacías que se deslizaban lentamente mientras las paredes de su celda la rodeaban. Los días se mezclaban entre ellos, sin cambios, sin novedades. El único sonido que podía escuchar era el de los guardias haciendo su ronda, sus botas resonando en los pasillos fríos. Aunque había aprendido a no esperar nada, siempre había algo que la mantenía alerta.Había algo en el aire esa mañana, algo diferente. No sabía qué, pero lo sentía. Sus ojos se movieron hacia la puerta de su celda, esperando lo inevitable: un nuevo día de control y monotonía.Pero no fue así.Un ruido la sacó de su letargo. Un paso diferente, más rápido. La puerta se abrió con un sonido pesado. Ettore, uno de los guardias que la había atendido los últimos días, estaba allí, pálido, visiblemente nervioso. No era el mismo hombre que entraba todos los días con indiferencia. Hoy había algo en su mirada.—¿Qué pasa? —preguntó Ellis, su voz grave pero controlada.Ettore vaciló, mi
El olor a humedad era lo de menos. Después de tres días encerrada en esa celda subterránea, Ellis ya no se inmutaba por los detalles. El verdadero problema era el silencio. No el silencio real —porque a veces escuchaba pasos, murmullos, la tos de algún guardia—, sino el otro, el que venía de afuera. Nadie había intentado contactarla. Nadie había entrado a negociar. Nadie había traído noticias.Eso solo significaba una cosa: querían que se quebrara.Pobres imbéciles.Se acomodó contra la pared, con la espalda erguida y la mirada fija en el punto donde la luz de la bombilla parpadeaba. Era un patrón, y los patrones hablaban. El parpadeo ocurría cada nueve segundos. Había cronometrado todo. Las rondas de los guardias. El sonido de los generadores. Incluso el momento exacto en que uno de ellos —el más joven, probablemente nuevo en el juego— se detenía frente a la puerta como si quisiera decirle algo… pero no se atrevía.Había sangre seca en su mejilla, cortes superficiales en los brazos y