Ellis Spencer pensó que se había librado del legado familiar al convertirse en la Doctora Harris, alejada de la mafia. Pero cuando su padre cae gravemente enfermo y su hermano Ian reclama el poder, se ve obligada a regresar al círculo de enemigos que la espera, incluso en su propia familia. Sin embargo, no será la única sorpresa: el testamento de su padre la nombra la nueva líder de la mafia americana. Obligada a formar una alianza incómoda con Alessandro Bianchi, su enemigo más temido, en un matrimonio forzado, Ellis se enfrenta a un dilema: ¿será él su peor enemigo… o su único aliado? En este juego mortal de poder, todos juegan sucio, y ella está lista para ganar.
Leer másLa sala estaba cargada de humo, perfume caro y tensión. Cada rostro en esa mesa representaba una parte del viejo imperio criminal americano. Hombres grises, algunos con el cabello blanco como la nieve que cubría Chicago esa noche, otros con trajes tan afilados como sus intenciones. Todos estaban ahí por una razón: saber quién demonios tomaría el trono vacío que había dejado el último Spencer.Y ella entró como un terremoto en tacones.Ellis cruzó la sala sin bajar la mirada ni una vez. No necesitaba hacerlo. Sabía que todos la observaban. No como a una líder, todavía no. La veían como a una anomalía. Una mujer joven. Una doctora. La supuesta heredera de un legado bañado en sangre. Pero eso iba a cambiar.Detrás de ella, Alessandro Bianchi caminaba como un ejército de un solo hombre. Traje negro, mirada letal. Si había dudas sobre la veracidad de la alianza entre ambas familias, bastaba con ver cómo sus ojos se fijaban en la espalda de Ellis: protectores, devotos, peligrosos.Alessandr
Alessandro no dijo nada de inmediato. No era un hombre dado a los gestos amables, y mucho menos a consolar. Su vida había sido una sucesión de decisiones frías y necesarias, pero había algo en esa mujer entre sus brazos, algo que rompía cada regla no escrita que había seguido hasta ahora.La sostuvo unos segundos más, sabiendo que, aunque no lo pidiera, Ellis necesitaba ese momento. Y también, porque en el fondo, él mismo lo necesitaba.Finalmente, cuando ella se separó apenas lo suficiente para mirarlo, Alessandro deslizó su mano hacia su rostro. El pulgar rozó su mejilla con una suavidad insólita, limpiando una lágrima que Ellis ni siquiera había notado que había caído.—Esto no ha terminado —dijo con una gravedad tranquila—. De hecho… apenas empieza.La crudeza de sus palabras no era para herirla, sino para recordarle quiénes eran. Y lo que venía.Ellis asintió. El temblor de su cuerpo había disminuido, reemplazado ahora por una dureza nueva en su mirada. Alessandro la había sacado
Ellis estaba acostumbrada al silencio. A las horas vacías que se deslizaban lentamente mientras las paredes de su celda la rodeaban. Los días se mezclaban entre ellos, sin cambios, sin novedades. El único sonido que podía escuchar era el de los guardias haciendo su ronda, sus botas resonando en los pasillos fríos. Aunque había aprendido a no esperar nada, siempre había algo que la mantenía alerta.Había algo en el aire esa mañana, algo diferente. No sabía qué, pero lo sentía. Sus ojos se movieron hacia la puerta de su celda, esperando lo inevitable: un nuevo día de control y monotonía.Pero no fue así.Un ruido la sacó de su letargo. Un paso diferente, más rápido. La puerta se abrió con un sonido pesado. Ettore, uno de los guardias que la había atendido los últimos días, estaba allí, pálido, visiblemente nervioso. No era el mismo hombre que entraba todos los días con indiferencia. Hoy había algo en su mirada.—¿Qué pasa? —preguntó Ellis, su voz grave pero controlada.Ettore vaciló, mi
El olor a humedad era lo de menos. Después de tres días encerrada en esa celda subterránea, Ellis ya no se inmutaba por los detalles. El verdadero problema era el silencio. No el silencio real —porque a veces escuchaba pasos, murmullos, la tos de algún guardia—, sino el otro, el que venía de afuera. Nadie había intentado contactarla. Nadie había entrado a negociar. Nadie había traído noticias.Eso solo significaba una cosa: querían que se quebrara.Pobres imbéciles.Se acomodó contra la pared, con la espalda erguida y la mirada fija en el punto donde la luz de la bombilla parpadeaba. Era un patrón, y los patrones hablaban. El parpadeo ocurría cada nueve segundos. Había cronometrado todo. Las rondas de los guardias. El sonido de los generadores. Incluso el momento exacto en que uno de ellos —el más joven, probablemente nuevo en el juego— se detenía frente a la puerta como si quisiera decirle algo… pero no se atrevía.Había sangre seca en su mejilla, cortes superficiales en los brazos y
El silencio en el despacho de Alessandro era más cortante que un bisturí. No el silencio de la tranquilidad, sino ese que precede al desastre. Las paredes, forradas de madera italiana y con olor a poder viejo, parecían cerrarse sobre él. Había llamado tres veces al número seguro de Ellis. Nada. Silencio absoluto. Ni un mensaje, ni un error de red. Como si hubiera dejado de existir.Encendió un cigarro, aunque odiaba fumar. Era el tipo de noche que pedía humo, alcohol y respuestas que no tenía.La puerta se abrió sin que él diera permiso. Aristide entró con su andar cínico de siempre, pero con los ojos inusualmente opacos.—¿Qué pasa? —preguntó, sin ceremonia.Alessandro no lo miró al principio. Solo exhaló el humo con violencia.—La doctora desapareció.Aristide parpadeó.—¿Cómo que desapareció?—No responde. No está en su departamento. Su escolta no contesta. Su ubicación, bloqueada.—¿Y crees que se fue de vacaciones sin avisar? —ironizó Aristide.—Creo que si no la encontramos en l
El dolor llegó primero, palpitando detrás de sus ojos como un tambor tribal. Luego, la conciencia. Lenta, densa. Como si el aire estuviera hecho de alquitrán y cada respiro la arrastrara de vuelta a un cuerpo que no quería habitar.La oscuridad no venía de sus párpados cerrados. Era real. Dura. Ciega.Trató de moverse, pero las muñecas respondieron con un tirón seco y punzante. Atadas. Igual que los tobillos.Perfecto.La boca le sabía a metal y algodón viejo. Le habían puesto una mordaza. Clásico. Nada de creatividad, pensó con sarcasmo, mientras trataba de recordar la última cosa que vio. Un pasillo. Un guardaespaldas. ¿Bianchi? ¿No…? No, eso fue antes. El té con Alessandro. El contrato.Entonces…Una voz rasgó la oscuridad como un cuchillo afilado.—Pensé que serías más difícil de atrapar, sobrina.El corazón de Ellis dio un salto. Esa voz. Esa entonación grave, medida. Como si estuviera negociando una compra en lugar de encabezar un secuestro.Richard.Las piezas cayeron de golpe,
Ellis apenas había terminado de firmar la última línea del contrato cuando el celular de Alessandro vibró sobre la mesa. Él lo ignoró. No era el momento de distraerse con minucias. No cuando esa mujer frente a él acababa de ponerle un collar de fuego y él, como un idiota, había metido la cabeza con gusto.—Listo —dijo ella, empujando el cuaderno hacia él—. Ahora sí, puedes tenerme en tu casa sin que me convierta en rehén ni en problema legal.—¿Siempre eres así de encantadora al negociar?—Solo cuando estoy demasiado cansada para ser amable.Alessandro firmó. Ni siquiera lo pensó. Estaba exhausto, confundido, medio jodido por dentro… pero también sabía que acababa de hacer un trato con alguien que podía salvarle la vida o arrastrarlo al infierno. En su mundo, eso era casi un elogio.—¿Y ahora qué? —preguntó él, recostándose en la silla.—Ahora voy a asegurarme de que Maritza sobreviva la noche.Y eso hizo. Durante las siguientes horas, Ellis se movió como si no tuviera historia con na
Ian se había ido. Ellis no se movió. No todavía. No hasta que sus piernas, tensas por minutos de resistencia interna, se lo permitieron. Y cuando lo hizo, no fue hacia Alessandro. Fue hacia Maritza. —Necesito ver cómo está —dijo, más para sí que para él. Maritza estaba pálida, con un brillo sudoroso en la frente y los labios resecos. El balazo había sido limpio, pero el ambiente, el estrés, la pérdida de sangre… todo jugaba en su contra. Ellis le tomó el pulso, examinó la herida con movimientos precisos y rápidos. —La bala no tocó órganos vitales —dijo—, pero no aguanta otra crisis. Necesito sueros, antibióticos, morfina en dosis controladas, gasas, alcohol, aguja quirúrgica. Todo lo que se llevaría a un quirófano. Se incorporó y por fin se giró hacia Alessandro, quien aún seguía sentado, clavado en el sillón, como si el alma se le hubiera evaporado junto al nombre de sucesora. —¿Tienes a alguien de confianza? —preguntó, seca. Alessandro parpadeó, como si recién la esc
La habitación se tensó como si el aire hubiera sido reemplazado por electricidad estática. Alessandro parpadeó. Ian se quedó completamente inmóvil. Luego, explotó. —¿Qué mierda estás diciendo? —avanzó dos pasos más—. ¿Ahora eres la prometida del bastardo que me traicionó? —No soy tuya —le cortó Ellis, firme, seca—. Soy yo quien elige. —¡Eres mi hermana! —Exacto —replicó ella, dando un paso hacia él—. Y tú… tú eres quien vino a matarme. El silencio fue absoluto. Incluso Alessandro parecía contener la respiración. Ian apretó los dientes, cada músculo de su cuerpo tensándose como si se estuviera conteniendo para no hacer algo de lo que no podría volver atrás. —¿Eso crees? —dijo, con la voz baja, ronca—. ¿Que vine a matarte? Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Y él lo entendió. Ese fue el golpe. No verla con Alessandro. No escucharla llamarse su prometida. Sino eso. Saber que ella creía que su propio hermano la perseguía para matarla. —¿Cuándo car