El sol de media mañana entraba por las ventanas altas del palazzo Salvatore como si tuviera miedo de tocar el suelo. Todo estaba demasiado limpio. Los hombres de la limpieza habían trabajado toda la noche: no quedaba sangre en el mármol, ni casquillos en las alfombras, ni olor a pólvora en los pasillos. Solo quedaba el silencio, ese silencio pesado que sigue a las guerras cuando nadie está seguro de haber ganado.
Dante estaba de pie frente al ventanal de la biblioteca, de espaldas a mí, con la camisa blanca arremangada y el cabello aún húmedo de la ducha. Yo lo observaba desde el sofá, con la pierna vendada estirada sobre un cojín y el anillo de esmeralda brillando cada vez que movía la mano. Parecía un sueño demasiado frágil para ser real.
—¿Cuánto dura una tregua de dos años en tu mundo? —pregunté en voz baja.
Él no se giró de inmediato. Tomó aire, como si la pregunta pesara.
—Hasta que alguien se aburre o se siente lo bastante fuerte —respondió—. O hasta que un capo nuevo decide qu