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Capítulo 4: El Secuestro Y La Marca

Dante se abrochó el pantalón con eficiencia fría, recogió mi vestido del suelo y me lo tendió sin mirarme directamente a los ojos. Su expresión era neutra, como si acabara de cerrar un negocio rutinario en una de sus reuniones mafiosas.

—Las deudas están pagadas —dijo, su voz plana, desprovista de la pasión de momentos antes—. Mañana, tu madre tendrá el mejor tratamiento disponible. Médicos privados, lo que sea necesario.

Asentí, incapaz de hablar, vistiéndome con movimientos mecánicos. El vestido rojo ahora se sentía sucio, arrugado, un recordatorio tangible de mi caída. Salí del estudio con las piernas temblando, el eco de mis tacones en el pasillo de mármol sonando hueco. En el corredor, Elena me esperaba como una sombra acechante. Sus ojos marrones se estrecharon al verme: el cabello revuelto, los labios hinchados por los besos, el rubor traicionero en mis mejillas.

—Puta —siseó, tan bajo que solo yo pude oírlo, su voz destilando veneno puro—. ¿Crees que no lo sé? Lo huelo en ti. Dante es mío, por alianza o no. Si te acercas de nuevo, te destruiré.

Sus palabras me golpearon como un puñetazo, pero no respondí. Solo caminé, descalza ahora —había perdido un tacón en algún momento—, hasta el baño más cercano al final del pasillo. Me metí en la ducha amplia, dejando que el agua caliente escaldara mi piel, intentando lavar el olor de Dante, el sudor, el semen. 

Pero los recuerdos no se iban con el jabón; se quedaban grabados en mi mente, en mi cuerpo. Lloré bajo el chorro, sollozos ahogados por el ruido del agua, pensando en cómo Vittorio Russo, ese consejero traidor con su sonrisa paternal falsa, me había metido en esto. ¿Sabía él de la oferta de Dante? ¿Era parte de algún engaño mayor?

Mientras me secaba, mi móvil vibró en el bolso que había dejado en el lavabo. Un mensaje de Sophia, mi amiga pelirroja y compañera en esta locura: 

“Enzo Ferrara acaba de secuestrar a Giovanni. Dicen que es el comienzo de una guerra. Ten cuidado, Isabella. Los celos de Elena podrían ser el menor de tus problemas.”

Cerré los ojos, apoyándome en el espejo empañado. El secuestro de Giovanni Esposito, el guardaespaldas leal de Dante, era el primer movimiento en un tablero de traiciones que se extendía más allá de esta noche. 

Enzo, ese rival astuto, planeaba algo grande: quizás un golpe contra los Salvatore, usando secuestros para desestabilizar. Y yo, en medio de todo, con el cuerpo aún sensible por el toque de Dante, me había convertido en un peón en este juego de mafia. 

Los celos de Elena hervían, listos para explotar en engaños que podrían costarme todo. Marco Lombardi, el hermano de Dante, seguramente ya estaba moviendo piezas para rescatar a Giovanni, pero ¿a qué costo?

Salí del palazzo al aire frío de la noche romana, el viento azotando mi cabello húmedo. El drama apenas comenzaba; el sexo con Dante no era el final, sino el catalizador de un torbellino de traiciones, celos y peligros que amenazaban con arrastrarme al abismo. Por mi madre, seguiría adelante, pero ahora llevaba el peso de secretos que podrían matarme.

El amanecer me encontró en el hospital, sentada junto a la cama de mi madre. Luciana dormía tranquila por primera vez en meses; los nuevos médicos privados, pagados por Dante, ya habían empezado el tratamiento. Pero la paz era una ilusión. Mi móvil vibró sin parar: mensajes de Sophia, de Vittorio, de números desconocidos.  

“Giovanni torturado en un almacén del puerto. Enzo exige a Dante en persona. Traición confirmada.” 

Salí corriendo. El palazzo Salvatore era un avispero: hombres armados, Marco gritando órdenes, Elena llorando en un rincón con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Dante estaba en el centro, camisa arremangada, una pistola en la cintura. Me vio y su expresión se endureció.  

—Tú no deberías estar aquí —dijo.  

—Giovanni es mi escolta. Si muere, me quedo sin protección.  

Marco intervino, voz grave.  

—Vamos al puerto. Tú te quedas, Isabella.  

No escuché. Subí al coche blindado con ellos.  

El almacén olía a sal y sangre. Giovanni colgaba de una cadena, el torso desnudo cubierto de cortes. Enzo Ferrara, moreno y elegante en su traje gris, fumaba un cigarrillo junto a él.  

—Dante Salvatore —saludó con sorna—. Trajiste a tu puta. Qué considerado.  

Dante dio un paso.  

—Suelta a Giovanni. Hablemos.  

Enzo sonrió, sacó un cuchillo y lo presionó contra el cuello del gigante.  

—Primero, una demostración.  

Antes de que nadie reaccionara, el cuchillo bajó. No cortó la garganta; cortó la mejilla de Giovanni, un tajo profundo que hizo brotar sangre como un río. Giovanni rugió.  

Dante levantó la pistola.  

—Última advertencia.  

Enzo soltó la cadena. Giovanni cayó al suelo, jadeando.  

—Esto es por meterte con lo que es mío —dijo Enzo, mirando directamente a mí—. La próxima vez, será ella.  

Salimos de allí con Giovanni en brazos. En el coche, Dante me tomó la mano.  

—Te marqué anoche. Ahora eres un objetivo.  

—No pedí esto —susurré.  

—No, pero lo tienes.  

En el palazzo, Elena esperaba. Al ver a Dante sosteniendo mi mano, sus ojos se llenaron de lágrimas falsas.  

—¿Otra vez con la puta del hospital? —gritó—. ¡Eres mío por alianza!  

Dante la ignoró, me llevó a su habitación. Cerró la puerta.  

—Quítate la ropa.  

—¿Ahora? —pregunté, temblando.  

—Necesito verte. Comprobar que estás entera.  

Me desnudé. Sus dedos recorrieron mi piel, buscando heridas. Encontró una marca roja en mi muslo: su mordisco de la noche anterior.  

—Esto te protege —dijo—. Nadie toca lo que es mío.  

Me besó con furia, como si quisiera borrar el miedo. No hubo sexo; solo posesión. Sus manos en mi cintura, mi espalda contra la pared, su boca marcando mi cuello.  

—Dime que eres mía —exigió.  

—Solo por mi madre —mentí.  

Él supo que era mentira.  

Esa noche, Vittorio Russo desapareció. Su anillo de la familia apareció en el escritorio de Dante con una nota:  

“El próximo será ella.” 

Los celos de Elena, la traición de Vittorio, el secuestro de Giovanni… todo convergía. Yo era el centro de la tormenta, y Dante acababa de declararme suya en un mundo donde eso significaba guerra.  

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