El hospital olía a desinfectante y la esperanza era frágil. Me habían cosido los cortes, inyectado calmantes que apenas rozaban el dolor que llevaba dentro. Dante no había vuelto desde que corrió a ver a Marco. Giovanni, con el torso vendado y la cara hinchada, montaba guardia junto a la puerta de mi habitación privada como un perro herido pero fiel. Sophia dormía en la cama contigua, sedada, su cabello pelirrojo extendido sobre la almohada como sangre seca.
Yo no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la hoja de Vittorio rozándome la garganta, sentía el calor pegajoso de mi propia sangre. Y luego veía a Dante irrumpiendo entre el humo, los ojos azules encendidos de algo que nunca le había visto: pánico puro. “Te amo”, había dicho. Tres palabras que pesaban más que todas las balas disparadas esa noche.
La puerta se abrió sin ruido. Pensé que era él. No lo era.
Elena Vitale entró vestida de negro, el cabello corto perfectamente peinado, como si no acabara de matar a dos hombr