Capítulo 5: Sangre En La Piel

El anillo de Vittorio brillaba sobre el escritorio como un ojo acusador. Dante lo giró entre sus dedos, la luz de la lámpara arrancando destellos del oro. Yo estaba de pie junto a la ventana, el vestido aún arrugado por el viaje al puerto, el olor a sangre de Giovanni impregnado en mi nariz. Afuera, Roma dormía bajo una luna pálida; dentro, el silencio era un animal que nos acechaba.

—Vittorio era mi consejero —dijo Dante, voz baja—. Veinte años a mi lado. Y ahora esto.

Se levantó, se acercó. Su camisa estaba manchada de sangre seca; la de Giovanni, no la suya. Me tomó por la barbilla, obligándome a mirarlo.

—¿Tienes miedo?

—Sí —admití—. Pero no de ti.

—Qué mal. Porque deberías.

Me besó sin aviso, duro, como si quisiera castigarme por existir. Sus dientes atraparon mi labio inferior hasta que sentí el sabor metálico. Lo empujé, pero él me atrapó las muñecas, las clavó contra la pared junto a mi cabeza.

—Esta noche no hay tratos —susurró—. Solo tú y yo.

Me alzó en brazos, me llevó al sofá de cuero. Me sentó a horcajadas sobre él. Sus manos subieron por mis muslos, arrancando el vestido por encima de mi cabeza. Quedé en ropa interior negra, el encaje rasgado de la noche anterior aun colgando de un tirante.

—Quítatelo todo —ordenó.

Obedecí. Desabroché el sujetador, dejé que cayera. Él me miró como si quisiera grabarme en la memoria: pechos pesados, pezones endurecidos por el aire frío, la marca morada de su mordisco en el muslo. Se desabrochó la camisa, la tiró al suelo. Su torso era un campo de batalla: cicatrices nuevas y viejas, tatuajes que se movían con cada respiración.

Me tomó por las caderas, me bajó sobre su regazo. Sentí su erección contra mi centro, dura y caliente a través de la tela. Gemí sin querer.

—Dilo otra vez —exigió, deslizando una mano entre mis piernas—. Que eres mía.

—Soy tuya —jadeé, odiándome por la verdad que había en ello.

Me penetró con dos dedos, curvándolos dentro de mí hasta que mis caderas se movieron solas. Estaba empapada, traicionada por mi propio cuerpo. Él gruñó de aprobación, retiró los dedos y los llevó a mi boca. Los lamí, saboreándome a mí misma mezclada con él.

—Buena chica.

Me levantó, me giró, me puso de rodillas en el sofá. El cuero frío contra mis pechos. Escuché el sonido de su cremallera, luego el calor de su cuerpo detrás de mí. Entró de una sola embestida, llenándome por completo. Grité, el placer mezclado con un dolor dulce que me hizo apretar los puños.

—Más fuerte —supliqué, sin reconocer mi voz.

Dante obedeció. Sus manos en mis caderas, marcándome con dedos que dejarían moretones. Cada embestida era una declaración: *mía, mía, mía*. El sofá crujió, los cuadros en la pared temblaron. Sentí sus dientes en mi hombro, mordiendo hasta que la piel cedió. Sangre caliente corrió por mi espalda; él la lamió, saboreándola.

—Córrete para mí —ordenó, una mano bajando para acariciar mi clítoris en círculos rápidos.

El orgasmo me atravesó como un rayo, haciendo que mi cuerpo se convulsionara alrededor de él. Grité su nombre, las uñas arañando el cuero. Dante me siguió, derramándose dentro de mí con un rugido animal, sus caderas pegadas a las mías hasta que no quedó espacio entre nosotros.

Nos quedamos así, jadeando. Él salió lentamente, el semen resbalando por mis muslos. Me giró, me besó con una ternura que no esperaba. Sus labios sabían a sangre y a mí.

—Nadie te tocará —prometió contra mi boca—. Ni Enzo, ni Vittorio, ni Elena. Eres mía.

Asentí, incapaz de hablar. Me levantó, me llevó a la cama. Me acostó boca abajo, limpió la sangre de mi hombro con una camiseta suya. Luego se acostó a mi lado, un brazo pesado sobre mi cintura.

—Duerme —dijo—. Mañana empieza la guerra.

Cerré los ojos. El sueño llegó rápido, pero no trajo paz. Soñé con Vittorio, su anillo en mi dedo, su voz susurrando: *“El próximo será ella.”*

Desperté con el sonido de disparos lejanos. Dante ya no estaba a mi lado. En la mesita, una nota:

“Quédate dentro. Si sales, te mueres. Te encontraré.” DS.

Me vestí con una de sus camisas, demasiado grande, oliendo a él. Bajé al salón. Elena estaba allí, sola, un revólver en la mano. Me apuntó.

—Se acabó —dijo—. Dante eligió mal.

El disparo retumbó. Pero no fue su dedo en el gatillo.

Giovanni, vendado, pero vivo, irrumpió por la puerta lateral. La bala rozó el hombro de Elena; ella gritó, dejó caer el arma. Dante apareció detrás, con la aún pistola humeante.

—Llévensela —ordenó a sus hombres—. A la bodega. Sin visitas.

Elena me miró mientras la arrastraban, los ojos llenos de odio puro.

—Esto no termina aquí perra —siseó.

Dante se acercó, me tomó el rostro entre sus manos manchadas de pólvora.

—¿Estás bien?

Asentí, temblando.

—Acaba de empezar —dije.

Él sonrió, oscuro y peligroso.

—Entonces que empiece.

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