Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl eco del disparo aún resonaba en mis oídos cuando Dante me arrastró escaleras abajo, sus dedos apretándome la muñeca como grilletes. El palazzo estaba en caos: hombres gritando órdenes, el olor a pólvora impregnando el aire.
Bajamos al sótano, un lugar que nunca había visto, paredes de piedra húmeda, una sola bombilla colgando del techo. Elena estaba allí, atada a una silla, sangre en el hombro donde la bala la había rozado. Sus ojos marrones me encontraron y ardieron con odio puro. — No eres más que una Puta —escupió—. ¿Crees que esto te salva? Dante le dio una bofetada seca. El sonido fue como un latigazo. —Cállate —dijo—. Habla solo cuando te pregunte. Me miró. —Quédate aquí. Y solo mira. No era una petición. Me apoyé contra la pared, la camisa de Dante aun colgando de mis hombros, oliendo a él y a sexo. Giovanni, estaba vendado, pero firme, cerró la puerta. Solo quedábamos los cuatro. Dante se agachó frente a Elena. —¿Dónde está Vittorio? Ella sonrió, con los labios partidos. —Muérete sin saberlo. Otra bofetada. Más sangre. Pero no habló. Dante se levantó, se acercó a mí. Sus manos en mi cintura, me giró contra la pared. Sentí su aliento en mi nuca. —Necesito que la mires —susurró—. Que veas lo que pasa cuando tocan lo mío. Me besó el cuello, mordió la marca que ya tenía. Sus manos bajaron, subieron la camisa, me dejaron expuesta al aire frío. Elena gruñó de rabia. Dante me abrió las piernas con la rodilla, se desabrochó el pantalón. Entró en mí sin preámbulos, lento, esta vez, cada centímetro, una declaración. Gemí contra la pared. —Mírala —ordenó. Lo hice. Elena me miraba, lágrimas de furia salían de sus ojos, mientras Dante me follaba contra la pared. Cada embestida era un mensaje: *esto es mío, esto es poder*. Mis pechos rebotaban contra la pared, el dolor mezclándose con el placer. Él gruñó en mi oído. —Dilo. —Soy tuya —jadeé, con la voz quebrada. Elena gritó, forcejeó contra las cuerdas. Giovanni la silenció con un trapo en la boca. Dante aceleró, una mano en mi clítoris, la otra en mi garganta. El orgasmo me golpeó como un puñetazo, mis piernas cedieron. Él me sostuvo, y se corrió dentro de mí con un gruñido bajo, su semen caliente marcándome de nuevo. Se retiró, se abrochó el pantalón. Y me giró, luego me besó la frente. —Ahora habla — dijo volteando a ver a Elena. Ella lloró, pero habló. Vittorio estaba en un piso franco en Trastevere. Con Enzo. Planeaban un golpe esa misma noche: matar a Marco, culpar a Dante, y después tomar el control. Dante asintió. —Giovanni, llévala arriba. Sin visitas. Sin comida. Sin agua. Hasta que yo diga. Subimos. El palazzo estaba en movimiento: coches arrancando, armas cargándose. Dante me llevó a su habitación, y cerró la puerta. —Te quedas aquí —dijo—. Con Sophia. Nadie entra, nadie sale. Sophia apareció minutos después, pálida, con sus ojos avellana llenos de miedo. —Isabella, esto es una guerra —susurró—. Enzo tiene a la mitad de los hombres comprados. Me senté en la cama, las piernas aun temblando por el reciente orgasmo. Dante se arrodilló frente a mí, y tomó mi rostro. —Si no vuelvo… —No digas eso. —Escúchame. Hay un pasadizo detrás del armario. Que te lleva al garaje. Si algo pasa, tomas el Mercedes negro. Llaves están en el cajón. Conduce al hospital. No pares. No mires hacia atrás. Asentí, con lágrimas cayendo. Él me besó, largo y profundo, como si quisiera grabarse en mí. —Te encontraré —prometió. Salió. La puerta se cerró. El silencio fue peor que los disparos. Horas después, el móvil de Sophia vibró. Un mensaje de un número bloqueado: “El palazzo está rodeado. Vittorio viene por ella. Dile a Dante que pierda.” Sophia me miró. —¿Qué hacemos? Miré el armario. Y Después el pasadizo. —Nos vamos Sophia—dije. Pero cuando abrí el armario, algo cayó: una caja pequeña. Dentro, un anillo. El de Vittorio. Y una nota en sangre seca: “Te dije que el próximo sería ella.” El palazzo tembló con una explosión lejana. La guerra había llegado a la puerta. El estruendo de la explosión sacudió el palazzo como un trueno divino. Las luces parpadearon, se apagaron, y la oscuridad nos tragó. Sophia gritó; yo solo sentí el latido de mi propio corazón golpeándome las costillas. El anillo de Vittorio rodó por el suelo hasta detenerse contra mi pie descalzo, el oro manchado de sangre seca brillando débilmente bajo la luz de emergencia que se encendió segundos después. La nota estaba arrugada en mi mano, las palabras garabateadas con prisa: “Te dije que el próximo sería ella.” —Isabella, ¡vamos! —urgió Sophia, tirando de mi brazo. Abrí el armario de golpe. Detrás de las camisas de Dante, un panel de madera falsa cedió con un clic cuando presioné el borde superior, tal como él había dicho. El pasadizo era estrecho, olía a humedad y a polvo antiguo. Sophia encendió la linterna del móvil; el haz tembloroso iluminó escalones de piedra que bajaban en espiral. Cerré el panel tras nosotras. El sonido de la explosión se amortiguó, pero el suelo seguía vibrando. Bajamos rápido. Mis piernas aún temblaban por el sexo en la bodega, por la marca de Dante en mi cuello, por el miedo que me atenazaba el estómago. Sophia iba delante, su cabello pelirrojo recogido en una trenza deshecha, los pendientes grandes que siempre llevaba ahora perdidos en algún lugar del caos. Llegamos al garaje subterráneo: un Mercedes negro reluciente esperaba, las llaves en el contacto como Dante había prometido. —Conduce tú —dije, mi voz apenas un susurro—. Yo no puedo. Sophia asintió, se subió al asiento del conductor. Yo me acomodé a su lado, la camisa de Dante aun colgando de mis hombros, demasiado grande, oliendo a él y a pólvora. El motor rugió cuando giró la llave. Las puertas automáticas del garaje se abrieron lentamente, revelando un infierno afuera. El patio del palazzo era un campo de batalla. Hombres corrían, disparaban, y caían. Un coche explotó a nuestra izquierda, lanzando una bola de fuego que iluminó la noche. Sophia pisó el acelerador. El Mercedes saltó hacia adelante, esquivando cuerpos y escombros. Un hombre —uno de los nuestros, reconocí el tatuaje Salvatore en su cuello— golpeó el capó con la palma ensangrentada antes de caer. —¡Cuidado! —grité.






