Mundo ficciónIniciar sesiónLa vida de Lorena da un vuelco cuando descubre que su esposo, Max, le ha sido infiel con su mejor amiga, quien ahora espera un hijo de él. En lugar de ceder a la humillación, Lorena exige el divorcio, pero la venganza toma un camino inesperado cuando un testamento obliga a la ex-pareja a convivir en la mansión familiar de Max. Atrapados en una relación de amor-odio, la tensión entre ellos se intensifica, mientras Lorena lucha por su orgullo y Max por redimirse, todo bajo la atenta mirada de la ex mejor amiga de Lorena.
Leer másMi corazón no se rompió. Se detuvo. Un golpe sordo y un vacío helado me subió por la garganta, ahogándome. Las rodillas me flaquearon y tuve que apoyarme en el marco de la puerta.
Ahí estaban.
Maximiliano Undurraga: mi esposo desde hace cinco años. El heredero de un imperio. El hombre que convirtió mi paciencia en cenizas.
Isabela Martín: mi amiga de la universidad. La mujer que estuvo a mi lado en funerales y madrugadas sin café. Mi dama de honor el día que pensé que comenzaba una vida feliz.
Dos pilares. Dos traidores.
Estaban de pie bajo la lámpara de araña, la luz dorada bañándolos. Max le decía algo en voz baja, y ella... ella rio. Una risa suave, íntima. Luego, él le tocó la mejilla. No fue un toque de amigos. Fue un toque de posesión.
Fue entonces cuando el vacío en mi pecho se convirtió en fuego. Enderecé la espalda. El mármol estaba frío bajo mis tacones, pero yo ardía.
Mis tacones resonaron cuando di el primer paso dentro del salón. Cada paso calculado, una declaración de que seguía siendo la dueña legal de esta casa.
Max siempre había querido esta mansión: techos que se perdían en las alturas, ventanales enormes, lámparas de cristal que costaban más que el salario anual de muchas personas. Todo lo que gritara poder y estatus.
Yo había soñado con lo opuesto. Una casa pequeña y acogedora, con un balcón lleno de plantas donde pudiera tomar café por las mañanas. Un lugar donde pudiéramos ser nosotros mismos, sin máscaras.
Pero Max había insistido, con esa voz persuasiva que usaba para cerrar tratos. «Piensa en el futuro, Lorena. Nuestros hijos crecerán aquí. Es lo que se espera de nosotros». Había logrado que mi sueño pareciera un capricho infantil.
Mis padres se sintieron fuera de lugar en la inauguración. «Es un palacio, hija», dijo mi padre, incómodo. «Solo espero que seas feliz aquí».
Ahora entendía que nunca se trataba de "nosotros".
Los encontré bajo la lámpara de araña del salón principal. La luz dorada que debería haber sido cálida se sentía fría como el hielo.
Max estaba de pie junto al sofá de cuero italiano, manos en los bolsillos del pantalón de sastre. Camisa blanca, primer botón desabrochado. Relajado. Su actitud era la de una reunión de negocios, no el final de nuestro matrimonio.
Sus ojos azules me estudiaron cuando entré, calculando mi reacción. Pero esta vez noté algo diferente: una tensión en la mandíbula que no sabía disimular completamente.
A su lado, sentada en el borde del sofá, en una postura tensa, estaba Isabela.
Mi hermana de corazón. La que me sostuvo la mano en el hospital cuando operaron a mi madre. La que buscó mi vestido de novia. La que lloró de emoción cuando Max me pidió matrimonio.
O eso pensé. Ahora recordaba cómo lo miraba en nuestra boda. Ciega de felicidad, lo interpreté como alegría por mí. Qué ingenua.
Ahora tenía una mano protectora sobre su vientre.
El embarazo le sentaba bien, admití con dolor. Su piel brillaba. Llevaba un vestido azul marino que realzaba sus curvas. Y mi perfume favorito. El que le regalé en su cumpleaños.
Se veía exactamente como la esposa perfecta que Max siempre había querido.
La madre de sus hijos que yo nunca pude ser.
El silencio se extendió entre nosotros.
—¿Podemos sentarnos y hablar de esto con calma, por favor?
La voz de Max tenía ese tono profesional de las juntas de trabajo. No había arrepentimiento. Solo eficiencia.
Una risa amarga se escapó de mis labios.
—¿Calma?
Di un paso hacia ellos.
—La calma es para los cementerios, Max. Para ti, la vida es una operación matemática. Calculas, ajustas, divides. Y yo debo aceptar el resultado.
Recordé la cena en casa de mis padres. Mi madre preparó su guiso especial. Mi padre, desconfiado de los hombres de traje, lo abrazó como a un hijo cuando Max prometió cuidarme siempre.
Lo único que había cuidado era su apellido.
—No hay nada que hablar. Solo hay una decisión que tomar.
Isabela se removió incómoda. Sus dedos tamborilearon sobre su vientre, su viejo gesto nervioso. Lo hacía antes de los exámenes o en entrevistas de trabajo.
Ahora lo hacía antes de destrozar lo que quedaba de nuestra amistad.
—Lorena...
Su voz tembló.
—Yo nunca quise hacerte daño. Tienes que creerme. Max me dijo que se sentía solo en este matrimonio, que tu relación se había vuelto fría. Que te amaba, pero de una manera diferente, como a una hermana. Y yo... yo lo creí.
Su mano se aferró a su vientre. Escudo y corona a la vez.
—¿Lo creíste? —repetí, dejando que cada palabra goteara veneno—. ¿O quisiste creerlo porque era la excusa perfecta? Siempre lo miraste, ¿verdad, Isa? Incluso cuando era mío.
Isabela bajó la mirada.
—Yo... no fue así. Fue...
—¿Qué fue, Isa? ¿Amor verdadero? ¿Destino? ¿O simplemente no pudiste resistir la tentación?
Max cruzó los brazos, observándonos como un espectador en un teatro. Siempre le había gustado ver a las mujeres pelear por él. Alimentaba su ego de una manera enfermiza.
—Lorena, por favor. Lo que pasó fue un error. Pero podemos solucionarlo si actuamos como adultos.
Dio un paso hacia mí. Sentí el impulso de retroceder. Su cercanía siempre tuvo un efecto en mí que detestaba admitir. Incluso ahora, mi cuerpo reaccionaba.
Me obligué a mantenerme firme.
—¿Un error?
Mi voz salió más fría de lo que esperaba.
—Esto no fue un error. Fue una elección. Me elegiste para las fotos, para los eventos, para la fachada. Y la elegiste a ella para darle lo que yo no podía.
—Lorena, él me prometió que iba a dejarte.
Isabela balbuceó, sus ojos brillaban con lágrimas que no me convencían.
—Me juró que lo nuestro era real. Me pidió que fuera paciente. Y yo lo hice porque... porque lo amo.
Lo amo.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una sentencia.
Mi risa sonó áspera, incluso para mis propios oídos.
—Qué conveniente que te hayas enamorado del esposo de tu mejor amiga. Qué romántico.
Max explotó:
—¡Ya basta, Lorena! ¡Nunca me amaste realmente!
El silencio que siguió fue absoluto. Hasta el reloj pareció detenerse.
Me acerqué hasta quedar a centímetros de distancia. Lo suficientemente cerca para ver las motas doradas en sus ojos azules. Lo suficientemente cerca para oler su colonia cara. Lo suficientemente cerca para que sintiera cada palabra como un golpe.
—¿Que nunca te amé?
El calor subió por mi garganta, quemando.
Recordé nuestro primer aniversario, bailando descalzos en la cocina de esta misma mansión a las tres de la mañana, después de una gala benéfica insoportable. Él había apagado la música clásica y había puesto esa vieja canción de rock que nos gustaba. Me había besado bajo la luz de la luna que entraba por el ventanal y había susurrado: «Eres lo único real en mi vida, Lorena».
—Te adoré, Max. Te entregué cinco años creyendo que yo era suficiente. Dejé mi apartamento, el que había decorado con tanto cuidado, para vivir en este mausoleo frío que elegiste tú. Renuncié a oportunidades laborales porque "no era apropiado" para la esposa de Maximiliano Undurraga. Sonreí en cenas aburridas con tus socios mientras hablaban de negocios que no me incluían. Me convertí en la muñeca perfecta que querías en tu brazo.
Hice una pausa, dejando que cada palabra se clavara.
—Pero para ti todo siempre fue un negocio. Tu matrimonio conmigo, tu affair con ella, y ahora este bebé. Yo solo soy el daño colateral.
Vi cómo algo cruzaba por su rostro. ¿Culpa? ¿Arrepentimiento? Desapareció tan rápido que casi lo imaginé.
Isabela se puso de pie.
—Lorena, tienes que entenderme. Yo también perdí cosas. ¿Crees que fue fácil ser la otra mujer? ¿Crees que disfruté durmiendo sola mientras él venía contigo cada noche?
Hizo una pausa. Cuando habló de nuevo, había un filo en su voz que nunca le había escuchado.
—Aunque al final, yo podré darle lo que tú nunca pudiste: un hijo.
El golpe fue preciso y cruel. Diseñado para herir donde más dolía. Sentí cómo las uñas se me clavaban en las palmas de las manos. El aire volvió a faltarme, y por un instante, la habitación giró.
Durante dos años había intentado quedar embarazada. Dos años de pruebas, de tratamientos, de esperanzas rotas mes tras mes. Dos años de ver la decepción en los ojos de Max cada vez que llegaba mi período. Dos años de sentirme inadecuada, rota, insuficiente.
Y ella lo sabía. Había estado ahí en cada llamada llorosa, en cada visita al médico, en cada resultado negativo.
Tragué el nudo amargo de mi garganta. No le di la satisfacción de verme caer. En cambio, sonreí.
—La comprensión se gana con lealtad, Isa. Y tú vendiste la tuya muy barato.
Vi cómo palidecía. Bien. Que sintiera aunque sea una fracción de lo que me había hecho sentir.
Me acerqué a la mesa de cristal con pasos medidos. Saqué los papeles del divorcio de mi bolso Hermès —el que Max me regaló en nuestro tercer aniversario, con una nota que decía "Para mi esposa perfecta"— y los dejé caer sobre la superficie pulida.
El sonido fue más satisfactorio de lo que esperaba.
—He tomado mi decisión. Quiero el divorcio.
El eco de mis palabras resonó en la habitación, rebotando contra las paredes altísimas, contra los ventanales fríos, contra el techo que Max tanto adoraba.
Por primera vez vi sorpresa genuina en los ojos de Max. Había esperado lágrimas, súplicas, dramáticos ruegos de que lo reconsiderara.
No había calculado esta determinación.
Su rostro cambió en cuestión de segundos. La sorpresa se transformó en esa sonrisa torcida que usaba cuando tenía una carta ganadora en una negociación. La había visto docenas de veces en cenas de negocios, en reuniones de la junta directiva.
Nunca pensé que la vería dirigida hacia mí.
—Lorena, me temo que no puedes hacer eso.
—¿Perdón?
El calor subió por mi pecho, reemplazando el frío calculado con furia pura.
—¿Que no puedo? ¿Por tus negocios? ¿Por tu imagen pública? ¿Por el dinero?
—Hay un detalle que quizás olvidaste.
Max recogió los papeles del divorcio, los hojeó con calma insultante, con el aire de quien revisa un contrato cualquiera y no el final de nuestro matrimonio, y los dejó caer de vuelta sobre la mesa.
—La última voluntad de mi abuelo.
Mi corazón se detuvo. Literalmente sentí cómo dejaba de latir por un segundo antes de acelerarse de forma errática.
—¿Qué voluntad?
—Si nos divorciamos antes de doce meses, ambos perdemos todo.
Caminó hacia mí con esa seguridad que siempre había tenido en los negocios. Cada paso calculado, cada movimiento diseñado para intimidar.
—Y no solo debemos permanecer casados. Debemos demostrar públicamente que aún nos amamos. Eventos, cenas, apariciones. Como la pareja perfecta que siempre proyectamos ser.
Los recuerdos de la lectura del testamento regresaron como un puñetazo al estómago. El abogado leyendo cláusulas interminables sobre el amor matrimonial, la continuidad familiar, la importancia de la imagen pública. Yo había estado distraída ese día, lidiando con mi propio duelo por el abuelo de Max, un hombre que siempre me había tratado con más cariño que su propio nieto. Había confiado en que Max se encargaría de los detalles legales.
Un error que ahora me costaba mi libertad.
Me di la vuelta y caminé hacia la salida del salón. Necesitaba aire. Necesitaba pensar lejos de su presencia, de su colonia, de esos ojos que aún podían desarmarme incluso cuando más los odiaba.
—Lorena, espera...
La voz de Max me siguió, pero no me detuve.
No podía quedarme ahí un segundo más.
DIEGOSalgo de la mansión quemando llanta. La frustración me hierve en la sangre. Lorena tiene razón. Maldita sea, sé que tiene razón, y eso es lo que más me duele.Conduzco sin rumbo por la M-30. El pasaje digital quema en mi bolsillo. Vuelo IB4032. Madrid - Barcelona. 7:00 horas. Asiento 4A.Podría ir igual. Podría inventarme una excusa para Amalia sin la ayuda de Lorena. Podría decirle que surgió una emergencia en una obra. Podría subirme a ese avión y plantarme en su puerta en el Eixample.Imagino la escena: ella abriendo la puerta, la sorpresa en sus ojos verdes, el beso de película, el perdón instantáneo.Pero luego, la realidad se filtra como agua sucia. Imagino su cara de dolor. Imagino el rechazo. Imagino romper lo poco que queda de su dignidad y de la mía. Imagino a Camila llorando de nuevo por mi culpa.Me detengo en una gasolinera en medio de la nada. Apago el motor. El silencio dentro del coche es asfixiante.Saco el móvil. Mis manos tiemblan. Abro Instagram. Entro en mi
MAXEl reloj de la sala de conferencias marca las 8:55 AM. El segundero avanza con un sonido casi imperceptible, pero en el silencio sepulcral de la habitación, cada clic suena como un martillazo.La mesa de cristal, inmensa y fría, nos separa. De un lado, estoy yo, con los documentos de cesión de acciones perfectamente alineados frente a mí. Del otro, está ella. Victoria Serrano.No lleva rojo hoy. Lleva un traje blanco inmaculado, de corte afilado. Parece un ángel vengador o un fantasma clínico. No ha tocado el café que mi asistente dejó hace diez minutos. Sus ojos están fijos en la vista panorámica de Madrid, dándome un perfil que conozco de memoria: la mandíbula tensa, el cuello erguido, la postura de alguien que prefiere romperse antes que doblarse.—Faltan cinco minutos, Victoria —digo. Mi voz no tiene emoción. Es la voz del CEO, no del hombre que alguna vez compartió un romance con ella.Ella gira la cabeza lentamente. Sus ojos están secos, pero hay un brillo febril en ellos qu
La calma que precede a la tormenta es un mito. No hay calma. Solo hay un silencio cargado de electricidad.Han pasado dos semanas desde que Camila se subió a ese tren hacia Barcelona, desde que la abracé en la estación de Atocha, sintiendo que me arrancaban una extremidad. Ella no miró atrás. Caminó hacia el control de seguridad con la espalda recta, una guerrera herida que se niega a cojear.Desde entonces, el silencio de Victoria ha sido ensordecedor.—Está demasiado tranquila —murmuro. Estoy en el despacho de Max en la mansión. Es sábado por la noche. Deberíamos estar viendo una película, eligiendo nombres para el bebé o simplemente respirando. En lugar de eso, estamos rodeados de carpetas azules.Max levanta la vista de su ordenador. Se ve cansado, pero es ese cansancio sexy y peligroso de un hombre que está cazando.—No está tranquila, Lorena. Está confiada. Cree que tiene el control porque soltó la bomba sobre Camila. Cree que ahora estamos a la defensiva, lamiéndonos las herid
DIEGOBajé los cuatro pisos del edificio de Camila sin sentir mis piernas. El sonido de mis pasos contra la madera vieja de la escalera resonaba como un cronómetro: Bar-ce-lo-na. Bar-ce-lo-na. Cada sílaba era un kilómetro de distancia. Cada sílaba era una confirmación de que había roto algo que no tenía repuesto.Salí a la calle. El aire de la mañana en Malasaña estaba frío, cargado de olor a pan recién horneado y basura de la noche anterior. Me apoyé contra la pared de ladrillo, buscando aire. Mi cerebro intentaba racionalizar la situación: "Es lo mejor. Ella necesita sanar. Tú elegiste a Amalia. Esto es lo que querías". Pero mi sistema corazón estaba gritando. Una alarma primitiva, visceral, me decía que acababa de abandonar mi refugio seguro para caminar hacia una tormenta sin paraguas.Dejé los lirios arriba. Dejé a mi hermana durmiendo en un sofá incómodo para limpiar mi desastre. Y dejé a la única mujer que me ha amado sin pedirme que fuera alguien diferente.Caminé hacia mi coc
Me desperté con la boca seca y la cabeza palpitando como si alguien estuviera golpeando un tambor dentro de mi cráneo. La luz del amanecer se filtraba por las cortinas, demasiado brillante, demasiado real.Durante un segundo bendito, no recordé nada. Luego todo volvió en una avalancha brutal: Victoria, el vino, mis confesiones patéticas, la historia sobre Max que ahora sabía que era mentira.La vergüenza me golpeó con tanta fuerza que tuve que cerrar los ojos de nuevo.Escuché voces en la sala. Una masculina, familiar, que hizo que mi corazón se detuviera.Diego.Me senté de golpe en la cama, ignorando cómo la habitación giró peligrosamente. Seguía vestida con la ropa de anoche, arrugada y manchada de vino. Me pasé las manos por el cabello enmarañado, intentando inútilmente parecer menos destrozada.La puerta de mi habitación estaba entreabierta. A través de la rendija, podía ver a Lorena de pie junto a la entrada del apartamento, bloqueando parcialmente mi vista de Diego.—No es buen
El edificio de Camila estaba a oscuras cuando llegué, excepto por una ventana en el tercer piso donde la luz parpadeaba con la irregularidad de alguien que ha estado bebiendo. Sabía que era su apartamento incluso antes de verificar el número.Llamé al timbre. Una vez. Dos veces. Al tercero, escuché pasos torpes arrastrándose hacia la puerta.—¿Quién es? —la voz de Camila sonaba pastosa, rota.—Soy yo. Lorena.Un silencio largo. Luego el sonido de cerrojos abriéndose.La puerta se entreabrió y Camila apareció en el umbral. Tenía el maquillaje corrido en manchas negras bajo los ojos, el cabello enmarañado cayendo sobre su rostro, una botella de vino medio vacía colgando de su mano derecha. Llevaba una camiseta arrugada que reconocí como una de Diego.—No deberías estar aquí —dijo, pero se hizo a un lado para dejarme pasar.El apartamento estaba en penumbras, iluminado solo por una lámpara de pie en la esquina. Botellas vacías decoraban la mesa de centro junto a un teléfono que parpadeab
Último capítulo