2. El Precio de la Herencia

El aliento se me congela en la garganta. La sala, que antes me pareció un escenario para mi ira, se encoge, se vuelve claustrofóbica.

—Por el testamento —repite la voz de Max en mi cabeza, un eco que me golpea como una ola de hielo.

No hay nada en su rostro que insinúe una mentira. Sus ojos azules, tan fríos como un lago en invierno, me miran con una mezcla de desesperación contenida y una arrogancia que me hace querer gritar. ¿Cómo es posible que, incluso en un momento como este, él siga pareciendo el dueño de la situación?

El silencio regresa, pero esta vez es diferente. Ya no es el silencio de la traición, sino el de la sentencia.

Isabela, la patética y humillada traidora, parece darse cuenta de que su presencia ya no es relevante. Se levanta del sofá, con el rostro pálido y la mano aún en el vientre. Abre la boca, intentando decir algo, pero la miro con una furia tan intensa que la veo encogerse. Max ni siquiera se digna a mirarla. Su atención está enteramente en mí. En el problema que soy.

—El testamento de mi abuelo —comienza Max, con un tono irritantemente calmado. Es el tono que usa en la sala de juntas, el tono que utiliza para explicar por qué una inversión falló o por qué un competidor se fue a la quiebra. Habla de la herencia de mi vida como si fuera un reporte financiero—. Está lleno de cláusulas... excéntricas. El abuelo siempre tuvo una fascinación por la familia. Quería que su legado, el imperio que construyó, estuviera en manos de una familia unida. No de dos personas que se divorcian por una... indiscreción.

La palabra “indiscreción” me golpea como una bofetada. Mis puños se cierran tan fuerte que mis uñas se clavan en la palma de mi mano.

—¡¿Una indiscreción?! ¡Isabela está embarazada de un hijo tuyo! ¡Y tú lo llamas una indiscreción! No es una indiscreción, Max. Es una puñalada por la espalda. Es una traición.

Isabela, al borde de las lágrimas, se gira hacia él.

—¡Max, dile la verdad! ¡Dile que prometiste dejar a Lorena! ¡Dile que este bebé nos mantendrá juntos!

La voz de Isabela es un susurro apenas audible, y Max ni siquiera le presta atención. La ignora con una frialdad tan brutal que incluso yo me siento sorprendida. Con la mirada fija en mis ojos, Max se dirige a ella:

—Isabela, por favor. Sal de aquí.

—¡Pero Max!

—¡Ahora! No te atrevas a arruinar esto. Te veré en mi oficina mañana. Y no, Isabela. No tengo tiempo para tus dramas.

La orden es tan seca y despiadada que la voz de Isabela se quiebra en un sollozo. Se da la vuelta y, sin mirarme, sale del salón. Siento un pequeño, cruel y fugaz momento de satisfacción. Verla humillada es un bálsamo para mi alma herida. No puedo dejar de pensar que ella se lo merecía, pero al mismo tiempo, es un recordatorio de que ahora estoy sola con él. Un depredador que me ve como un problema a resolver.

Y ahí, sin que nadie más lo note, la verdad me golpea como un sello ardiente:

En un solo día perdí a mi esposo, a mi mejor amiga y mi libertad. Y ahora, por capricho de un muerto, estoy condenada a sonreír junto a mi verdugo durante un año más.

—Ahora que la distracción se ha ido, podemos hablar, Lorena —su tono es de nuevo el de un CEO negociando un acuerdo. Mi rabia hierve.

—¿Hablar? ¡No hay nada que hablar! Lo único que has hecho es convertir mi vida en un infierno. ¿Qué es lo que esperas de mí? ¿Qué espere pacientemente hasta que tu familia esté satisfecha con mi “demostración de amor”?

—El abuelo falleció hace dos meses, Lorena. El testamento se activó cuando se leyó hace una semana. Yo estaba esperando el momento para decírtelo.

—¿Y ese momento es hoy? ¿Después de la revelación de que estás esperando un hijo con mi mejor amiga? ¡¿De verdad crees que te voy a creer?! —mi voz está cargada de furia.

—Escúchame —dijo Max—. El testamento tiene un plazo. Para heredar el 51% de las acciones de la empresa familiar, tenemos que estar casados durante un año después de su muerte. Pero esa no es la parte más cruel. El abuelo, en su delirio, dejó otra cláusula: tenemos que pasar tiempo juntos, en eventos sociales, en cenas de gala, incluso en la empresa, demostrando que nuestro matrimonio es “feliz” y que estamos trabajando para... “salvarlo”.

La ironía es tan amarga que me dan ganas de reír. Un matrimonio por contrato. El abuelo de Max, un hombre que nunca conocí, me ha atado a mi torturador. Y ahora, el dolor de la traición se mezcla con el terror de un futuro incierto.

—¿Qué obtengo yo de todo esto? —pregunto, con un tono de mujer de negocios, no de esposa herida.

Max parece sorprendido. Le he quitado el guion.

—La mitad de la herencia es tuya. Un imperio de veinte mil millones de dólares. Tú serás la CEO adjunta. Tú serás la cabeza visible. Tú, serás la mujer que salva mi compañía, mi reputación.

—¿Y qué hay de Isabela? —pregunto, con veneno en la voz—. ¿La madre de tu hijo? ¿Qué hay de ella?

Max se encoge de hombros.

—Ella no tiene nada que ver con esto. Este es un trato entre tú y yo.

La arrogancia en su voz es tan densa que puedo sentirla. No puedo creerlo. La madre de su hijo. La mujer que destruyó mi vida, la amiga que me traicionó, y ahora, él pretende borrarla de la ecuación con solo unas palabras. Yo no soy un objeto, no soy un trozo de papel que se puede firmar para solucionar un problema.

—No soy tu socia —le respondo—. Y no me vengas con tus juegos. Tú has estado con esa mujer. Ella está esperando un hijo tuyo. Y tú, estás aquí, diciéndome que la olvide. ¿Qué me hace pensar que no me vas a volver a traicionar? ¿Qué me hace pensar que no la vas a seguir viendo en secreto? ¿Qué me hace pensar que no te vas a acostar con ella otra vez, y que me vas a mentir en la cara?

Max, por primera vez, parece exasperado.

—No te voy a mentir, Lorena. No te voy a traicionar. Te juro que la empresa y la herencia de mi abuelo es lo más importante para mí. Y no voy a arriesgarlo por ella.

La mirada que le doy es de pura burla.

—No mientes, ¿verdad? No mientes. Solo eres un hombre que se acuesta con mi mejor amiga mientras está casado conmigo. Me engañas. Y después, me dices que es una “indiscreción”. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que soy una muñeca que puedes manipular a tu antojo?

—No. No lo eres. Y no te voy a manipular. Te voy a dar lo que quieres. Vas a tener la mitad de la herencia, vas a ser CEO adjunta, vas a tener una posición de poder, vas a ser una mujer rica. ¿Qué más quieres, Lorena? ¿Quieres venganza? ¿Quieres que la exilie? ¡Lo haré! ¡Lo que quieras, pero quédate! Yo no voy a perder el legado de mi abuelo por tu estúpido orgullo. Es mi herencia. Es mi responsabilidad mantenerla.

La voz de Max, que se había mantenido en un tono de negocios, se quiebra. En ese momento, en sus ojos, vi algo que no había visto antes. Un dolor. Un miedo. El miedo de un hombre que se da cuenta de que su orgullo ha perdido todo.

Pero mi corazón, que ahora era una piedra helada, no sintió compasión.

—Está bien —le dije—. Acepto.

Vi una chispa de alivio en sus ojos. Él pensó que había ganado.

—Pero tengo mis condiciones —dije, alzando una mano—. La mansión será mi cárcel durante este tiempo, pero no estaré obligada a convivir contigo. Yo ocuparé mi ala y tú la tuya. No nos cruzaremos, no te hablaré y, desde luego, no fingiré que te amo. No me lo pidas. Si quieres fingir, hazlo tú; yo no te debo nada. El matrimonio es solo un contrato, ¿no? Bien. Mi parte será acompañarte en fiestas y eventos. La tuya, dejarme en paz.

Max, por un momento, dudó. Pero luego, asintió.

—Trato hecho. El ala oeste es tuya. No me cruzaré en tu camino.

—Y una cosa más —le dije. Me incliné hacia él, con mi voz siendo un susurro que solo él podía escuchar—. Tú has traicionado a la mujer que amabas. Y yo, solo me he traicionado a mí misma, pero te prometo que vas a pagar por esta traición. No sé cuándo, no sé cómo, pero te lo juro. Te vas a arrepentir de haberme usado.

El contrato ha sido firmado. Y la guerra, en mi corazón, ha empezado.

No voy a pasar este año contando los días.

Voy a pasar este año construyendo el día en que Max pierda todo lo que cree que controla.

Ese será mi verdadero legado.

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