El golpe en la puerta fue suave, casi cortés, pero lo bastante firme como para interrumpir mi lectura fingida.
—Señorita —la voz grave del mayordomo se filtró por la rendija—, el señor Max solicita que se reúna con él en su despacho.
No dijo pide, dijo solicita. El matiz era evidente: una invitación disfrazada de orden.
—Dile que voy en un minuto.
Escuché sus pasos alejarse con el mismo compás marcado de siempre. Cerré el libro y lo dejé sobre la mesa sin mirar la página. Fingir concentración en la novela se había convertido en un gesto inútil; Max siempre encontraba la manera de irrumpir en mi calma, de empujarme hacia un borde invisible.
Respiré hondo y me levanté. Mi vestido sencillo contrastaba con la pesadez de la casa, con sus paredes cargadas de cuadros solemnes y ese aire opresivo que parecía extenderse desde la voluntad de su dueño. Cada encuentro con él era como avanzar por arena movediza: resistirse solo me hundía más.
Me encaminé al despacho. Allí lo encontré de pie junto