Mundo ficciónIniciar sesiónEl sonido del agua golpeando el mármol atravesaba la pared. Max estaba en la ducha. En su baño, conectado a mi habitación por esa maldita puerta. Me senté en el borde de la cama, intentando ignorar el sonido. Pero era imposible. Cada gota era un recordatorio de su cercanía, de que solo una pared nos separaba.
La realidad era que no podía quedarme quieta. Me levanté y caminé al armario. Lo abrí y el pasado se materializó. Vestidos de diseñador que alguna vez usé como "señora Undurraga", joyas que brillaban. No eran prendas: eran disfraces a su medida. Los cerré con más fuerza de la necesaria. Y en ese momento, la puerta que conectaba nuestras habitaciones, se abrió de golpe.
Max apareció con una toalla ceñida a la cintura. El vapor se arrastró detrás de él. Su olor a cedro me invadió antes de que hablara. Gotas de agua surcaban su piel en líneas que quise borrar de mi mente. Mi cuerpo, traidor, no siempre obedecía a mi rabia.
—¿Qué haces aquí? —mi voz se aferró a lo poco que quedaba de mi resistencia —. Te dije que si usabas esa puerta se acaba el trato.
—Solo vine a recordarte que tenemos una cena con inversores en dos horas —se acercó a la mesa, ajustó su reloj con movimientos lentos—. Ponte algo adecuado para la esposa del heredero de la familia Undurraga.
—Es hora de que te tomes en serio nuestros acuerdos. No volveré a tolerar que hagas lo que quieras.
—Nuestros acuerdos son para el público —su voz se volvió aun más fría—. En privado, esta sigue siendo mi casa. Y ahora debes prepararte para convencerlos. Y si no... ya sabes las consecuencias.
Su teléfono vibró. No vi el nombre, pero sí el gesto: el ceño fruncido al ignorar la llamada. Isabela. El fantasma siempre presente.
—Esta noche jugarás en mi equipo, Lorena. O perderás todo lo que proteges.
—¿Tu equipo? —repetí con sarcasmo—. ¿El que comparte cama con mi mejor amiga y espera un hijo?
Se detuvo. Su mirada ya no era gélida; era depredadora.
—No menciones a Isabela.
—¿Por qué? ¿Porque es la madre de tu hijo? ¿La mujer que amas? ¿O porque temes que los socios sepan que el CEO es un tramposo?
Su puño se cerró. El ambiente se cargó de tensión eléctrica.
—Te lo advierto: no te metas con ella.
—No lo hago —me acerqué—. Solo te recuerdo lo que está en juego. No solo tienes una esposa que aparentar, Max. También una amante y un hijo que esconder.
Me sostuvo la mirada hasta que el aire pareció espesarse entre nosotros.
—Esta noche harás que todos crean que somos perfectos.
—¿Y si no? —lo desafié, sintiendo el poder crecer en mí—. ¿Qué harás, Max? ¿Destruirás a mi familia? Inténtalo. Pero recuerda que yo también puedo destruir la tuya. Una sola palabra sobre Isabela y tu hijo bastardo a la prensa, y veremos qué orgullo te queda.
La puerta se cerró. La tensión quedó flotando. Me quedé de pie unos segundos, con el pulso palpitando en las sienes. Estaba claro que él no se detendría ante nada. Pero yo tampoco.
Caminé hasta el armario y aparté telas frías hasta encontrar un vestido negro, ceñido, sin adornos. No sería su víctima esta noche.
Me lo probé y el espejo me devolvió una mujer distinta a la que él conocía.
El maquillaje se convirtió en armadura. Labios rojos como amenaza. Ojos delineados a la perfección. Cada trazo borraba a la esposa dócil que él controlaba.
Un golpe seco en la puerta.
—Treinta minutos.
La voz de Max, amortiguada por la madera.
No respondí.
Me calcé los tacones.
Pasé junto a la ventana. Las luces de la mansión se encendían como ojos vigilantes. En la otra ala de la mansión, Max estaba vistiéndose también, preparando su propia máscara.
Respiré hondo.
Esta noche no sería solo una actuación. Sería el comienzo de mi contraataque.
Tomé mi bolso de mano y caminé hacia la puerta. Cada paso era calculado, cada respiración una preparación para la batalla.
Los inversores esperaban ver a la esposa perfecta del poderoso Max Undurraga.
Y eso era exactamente lo que verían.
Pero también verían algo más: una mujer que ya no tenía nada que perder. Bajé las escaleras con la espalda recta, la barbilla alta. El vestido negro se movía con cada paso con suavidad. Max me esperaba al pie de la escalera. Traje oscuro, corbata perfectamente anudada, el cabello peinado hacia atrás. La imagen del empresario exitoso. Pero cuando nuestros ojos se encontraron, algo pasó entre nosotros. Una chispa de reconocimiento. De desafío. De atracción que ninguno de los dos quería admitir.
—Estás... presentable —dijo con voz controlada.
—Y tú sigues siendo un mentiroso.
Sonreí con dulzura venenosa.
—Pero esta noche, seremos el matrimonio perfecto. ¿No es eso lo que querías?
Su mandíbula se tensó. Extendió el brazo.
—Vamos. Nos esperan.
Tomé su mano para que me guiara hasta la entrada. Me detuve antes de cruzar la puerta. El salón de eventos estaba dispuesto como un escenario. Luces que bañaban las paredes, música suave, copas alineadas. El aroma del vino caro construía un aire de opulencia. Me ofreció el brazo, pero no lo tomé de inmediato, obligándolo a inclinarse hacia mí. Antes de aceptar, rocé deliberadamente mis dedos por su palma, tan lento que vi cómo se le dilataban las pupilas, antes de clavar mis uñas justo donde sabía que le dolería.
—No empieces con tus juegos, Lorena —murmuró tan bajo que solo yo pude escucharlo—, esta noche somos el matrimonio perfecto. Ni una palabra fuera de lugar.
—¿Cómo las palabras que le dijiste a Isabela cuando la llevaste a la cama? —repliqué con dulzura venenosa—. Tranquilo, Max. Sé exactamente qué papel interpretar.
Me miró fijo, pero no respondió.
Reconocí algunos rostros: el señor Montalva. La señora Herrera con su sonrisa falsa. Y al fondo, Vargas, el socio más importante de Max.
—Ahí están —Max me apretó el brazo—. Recuerda: somos felices.
—Muy felices —murmuré. Nos acercamos al grupo. Max me presentó con su voz más encantadora. —Mi esposa, Lorena. Mi inspiración —añadió, besándome la mano con teatralidad.
—Y tu mayor inversión —completé yo, con una sonrisa—. Después de todo, has invertido tanto... tiempo en mí. ¿No es así, cariño? La palabra "tiempo" quedó flotando en el aire como una acusación velada. Vi cómo su sonrisa se tensaba imperceptiblemente.
—Lorena siempre fue mi mejor decisión —dijo, recuperando el control.
—Qué afortunados son —intervino la señora Herrera—. En estos tiempos, ver un matrimonio tan sólido es refrescante.
—Oh, sí —respondí, mirando directamente a Max—. Muy sólido. Tan sólido como el cemento. Frío y duro. Max me apretó la mano bajo la mesa, lastimándome. Sonreí más ampliamente.
—¿Todo bien? —preguntó Montalva, notando la tensión.
—Perfecto —respondió Max—. Mi esposa tiene un sentido del humor muy... particular.
—Es que conozco tan bien a mi esposo —dije, inclinándome hacia él—. Cada detalle. Cada secreto. ¿No es cierto, amor? Sus ojos me advirtieron que me estaba pasando de la línea. Pero no me detuve. Vargas, que había estado observando en silencio, sonrió con interés.
—Es raro ver tanta pasión después de años de matrimonio. Ustedes dos parecen recién casados.
—Oh, todos los días son nuevos con Max —respondí—. Nunca sé qué sorpresa me tiene preparada. La cena transcurrió en esa cuerda floja. Yo lanzaba comentarios con doble sentido, Max intentaba contenerme con miradas de advertencia. Un invitado de cabello plateado levantó su copa.
—¡Por el amor que se nota entre ustedes! Max me tomó la mano bajo la mesa. Apretó fuerte. Mi mano libre se posó sobre su muslo, aparentemente tierna, pero mis uñas se clavaron lo suficiente para que sintiera cada una.
—Por nosotros —dije con voz melosa.
—Por siempre —agregó Max, y me besó la sien con una intensidad que parecía pasión, pero yo sentí como amenaza. Giré mi rostro en el último segundo para que sus labios quedaran demasiado cerca de mi boca, sin darle la satisfacción de tocarme.
—Cuéntennos —intervino la señora Gutiérrez—, ¿cuál es el secreto de un matrimonio tan exitoso? Max abrió la boca para responder, pero me adelanté. —La comunicación. Max siempre me cuenta todo. Absolutamente todo. No hay secretos entre nosotros. —Hice una pausa deliberada—. ¿Verdad, mi amor? Cada reunión nocturna, cada llamada a medianoche, cada... compromiso.
—Y la confianza —añadió—. Saber que tu pareja nunca te traicionará.
Me reí. Una risa suave, musical.
—Ah, la confianza. Es tan frágil, ¿no creen? Se construye en años y se destruye en... ¿cuánto te tomó a ti, Max? ¿Una noche? ¿Dos? La ironía era tan espesa que casi podía cortarse con cuchillo.
Cuando llegó el momento del baile, Max me llevó a la pista. Agarró mi cintura con firmeza y su mano tomó la mía. Nos movimos al ritmo, pero el espacio entre nosotros era un campo de batalla.
—¿Qué crees que estás haciendo? —siseó contra mi oído.
—Actuando —respondí—. Como me pediste.
—Te estás pasando.
—¿De verdad? —me incliné más cerca—. Pensé que querías que fuera convincente. Su mano en mi cintura se apretó hasta que sentí cada uno de sus dedos marcándome a través de la tela del vestido.
—Eres una...
—¿Qué? —lo interrumpí, mirándolo directo a los ojos—. ¿Una esposa que hace su trabajo? ¿O una mujer que aprendió de tu ejemplo? Bailamos en silencio por unos momentos, pero yo no había terminado. Me acerqué más, hasta que mi boca rozó su oreja.
—¿Así la abrazabas a ella, Max? —susurré—. ¿En medio de alguna fiesta, pretendiendo que nadie veía? Su brazo se puso rígido alrededor de mi cintura.
—Cuidado, Lorena —murmuró contra mi pelo, su voz peligrosamente baja.
—Oh, yo siempre tengo cuidado —respondí dulcementemente—. Pero los accidentes... pasan. Como el accidente de que te acostaras con mi mejor amiga. O el accidente de que ella quedara embarazada.
—Basta.
—¿Por qué? ¿Te molesta que mencione a la madre de tu hijo mientras bailamos? Qué incómodo debe ser para ti. Max me giró bruscamente, apartándonos del centro de la pista hacia una esquina más oscura. Su rostro estaba a centímetros del mío, sus ojos ardiendo con una mezcla de rabia y algo más que no quise reconocer.
—Una más —su voz era hielo—, y te juro que no me importará lo que piensen los inversores.
—¿Me amenazas? —lo miré—. Qué original. Pero sabes qué, Max, ya no me das miedo. Ya no tienes nada con qué amenazarme.
—Tu familia...
—Mi familia está atrapada igual que yo —lo interrumpí—. Así que sí, voy a actuar. Pero será a mi manera. La música cambió a algo aún más lento. Otros matrimonios se unieron a la pista, ajenos a la guerra silenciosa que se libraba entre nosotros. Seguimos bailando, pero cada movimiento era una provocación. Cuando él me acercaba, yo encontraba la manera de rozarlo en lugares que sabía lo afectaban. Lo estaba torturando. Y él lo sabía.
Su respiración se había vuelto irregular. Podía sentir la tensión en cada músculo de su cuerpo, la guerra interna que libraba entre mantener el control y responder a mis provocaciones.
—Lorena —su voz sonó ronca, diferente—. Estás jugando con fuego.
—Aprendí del mejor —susurré contra su cuello, sintiendo cómo se estremecía—. ¿O ya lo olvidaste? Me atrajo más contra él, eliminando cualquier espacio entre nuestros cuerpos. Era una advertencia y una rendición al mismo tiempo. Su teléfono vibró en su bolsillo. Una vez. Dos veces. Tres. Vi cómo su mandíbula se tensaba, cómo sus ojos se oscurecían con cada vibración. Isabela lo estaba llamando. Ahora. En medio de nuestro baile. Y yo iba a usar eso. Me aparté ligeramente, lo suficiente para mirarlo a los ojos con una sonrisa que sabía que lo destruiría.
—¿No vas a contestar? —susurré—. Tal vez sea urgente. Tal vez algo le pasó al bebé. Hice una pausa, dejando que el veneno de mis palabras se hundiera. —O tal vez tu amante te extraña.
—Señor Undurraga —la voz de Vargas nos interrumpió.







