4. El Vértigo de la Venganza

El agua golpeaba el mármol de la ducha con un ritmo constante. No era solo ruido: era un recordatorio de que Max estaba ahí, dueño de esta casa, de mi destino y del aire que yo intentaba inhalar. Me mojé la cara, el agua fría haciendo que mis pensamientos se aclararan, pero el peso de la situación se mantuvo intacto.

Apreté las manos sobre las rodillas. No era miedo exactamente. Era una tensión densa, un cóctel de rabia y autocontrol que me mantenía en pie. Mi cuerpo se resistía a mostrar debilidad, pero el control era frágil.

El único consuelo era que él también estaba atrapado. El testamento de su abuelo había escrito nuestras condenas: un año más como esposos o la herencia se esfumaría. En esa herencia descansaba el único salvavidas capaz de rescatar a mi padre de la deuda que lo ahogaba.

Y Max lo sabía. Por eso manejaba la situación con la paciencia cruel de un depredador que no tiene prisa. Me observaba con esa calma distante, como si todo estuviera bajo control.

Me vestí con el único vestido de lino que había traído: gris, sin brillo ni adornos. No era bonito, pero tampoco complaciente. Las zapatillas amortiguaban mis pasos, pero no podían silenciar la alerta que me recorría como electricidad.

Abrí el armario del ala oeste y el pasado me emboscó sin pedir permiso. Vestidos de diseñador que alguna vez usé como "señora Undurraga", joyas que brillaban más que mi voz. No eran prendas: eran disfraces a su medida. Recordé una gala en Valencia, horas fingiendo sonrisas mientras él cerraba negocios con una copa en la mano.

Me giré, cerrando el armario con más fuerza de la necesaria. Los techos altos parecían tragarse el calor y devolverlo en un susurro de frialdad. En las paredes, retratos de antepasados Undurraga me seguían con ojos severos, como si juzgaran la intrusión de mi sangre.

Me senté en el borde de la cama. La habitación era una trampa de lujo: seguridad reforzada, personal leal solo a él. Las paredes parecían encogerse. Un nudo intentó subir a mi garganta, pero lo tragué. No pensaba llorar aquí. No otra vez.

La puerta se abrió de golpe. La atmósfera cambió. Max apareció con una toalla ceñida a la cintura, y el vapor se arrastró detrás de él. Su olor a cedro me invadió antes de que hablara. Gotas de agua surcaban su piel en líneas que quise borrar de mi mente. Mi cuerpo, traidor, no siempre obedecía a mi rabia.

Su cabello húmedo y rebelde caía sobre la frente. Los ojos, afilados como vidrio roto, me estudiaban con calma quirúrgica. Se acercó a la mesa, ajustó su reloj con movimientos lentos, dejando que el silencio se espesara.

—¿Qué quieres? —mi voz se aferró a lo poco que quedaba de mi resistencia.

—Nada. Solo que recuerdes que esta es mi casa. Y que estás aquí porque yo lo decidí. —Su sonrisa no tenía calor, solo filo.

—No soy tu prisionera, Max. Soy tu esposa.

Su risa fue seca, cortante.

—En el papel. En todo lo demás... no eres nada.

No bajé la vista. No se la daría. Había aprendido a no ceder, a no ser una espectadora pasiva de sus maniobras.

—¿Creíste que me hiciste daño cuando te fuiste? —avanzó un paso, sus ojos brillando con un fuego que ya no me alcanzaba—. No. Lo que duele es que me mintieras. Que no me amaras.

Sus palabras eran un bisturí. Y yo, la paciente despierta, sin anestesia. Cada palabra suya era una punzada, pero la rabia me mantenía firme.

Su perfume se mezcló con el calor de su aliento. Rozó con los dedos el respaldo de la silla junto a mí. Mis hombros se alzaron apenas. Me sentí pequeña en su presencia, como si hubiera retrocedido en el tiempo.

—Tenemos una cena con inversores en dos horas. Ponte algo que parezca de esposa.

—¿Y qué se supone que debo hacer?

—Convencerlos de que somos un matrimonio sólido. Y si no... —su voz se volvió cuchillo— ya sabes las consecuencias.

Herencia. Libertad. Familia. Todo lo que me quedaba, todo lo que debía proteger.

Se giró para irse, pero su teléfono vibró sobre la mesita. No vi el nombre, pero sí el gesto: el ceño fruncido al ignorar la llamada. Isabela. El fantasma siempre presente.

—Esta noche jugarás en mi equipo, Lorena. O perderás todo lo que proteges.

—¿Tu equipo? —mi sarcasmo apenas cabía en un hilo de voz—. ¿El que comparte cama con mi mejor amiga y espera un hijo? No juego en ese lado.

Se detuvo. Su mirada ya no era gélida; era depredadora. Un destello de furia recorrió sus ojos. Su control se desmoronó por un segundo. Solo un segundo, pero fue suficiente para que sintiera una chispa de victoria.

—No menciones a Isabela.

—¿Por qué? ¿Porque es la madre de tu hijo? ¿La mujer que amas? ¿O porque temes que los socios sepan que el CEO es un tramposo?

Su puño se cerró. El ambiente se cargó como antes de una tormenta.

—Ella no es el problema.

—Claro que sí. Es la razón por la que estoy aquí. Ella tendrá algo que yo nunca tendré: un hijo tuyo. Y yo... solo soy tu esposa por contrato.

Algo se rompió en su mirada. No era tristeza. Era una grieta peligrosa. Un resquicio de duda, de inseguridad.

—Te lo advierto: no te metas con ella.

—No lo hago. Solo te recuerdo lo que está en juego. No solo tienes una esposa que aparentar, Max. También una amante y un hijo que esconder.

Me sostuvo la mirada hasta que el aire pareció coagularse entre nosotros.

—Esta noche sonreirás. Harás que todos crean que somos perfectos. Y si no... —se inclinó apenas— yo también tengo secretos. Y no arriesgaré todo por tu orgullo.

La puerta se cerró, pero la tensión quedó flotando. Estaba claro que él no se detenía ante nada. Pero yo tampoco.

Me quedé de pie unos segundos, con el pulso clavado en las sienes. Caminé hasta el armario y aparté telas frías hasta encontrar un vestido negro, ceñido, sin adornos. No sería su víctima esta noche.

Me lo probé y el espejo me devolvió una mujer distinta a la que él recordaba: más fría, más calculadora. La mujer que había aprendido a ocultar su dolor detrás de sonrisas que no eran suyas.

La luz del atardecer bañaba la habitación en un oro cansado. Abrí un cajón y saqué un broche que había escondido años atrás: último regalo de mi madre. No valía nada para él, pero para mí era un escudo.

En el baño, el maquillaje se convirtió en armadura. Labios rojos como amenaza velada, ojos delineados con pulso de cirujano. Cada trazo borraba a la esposa dócil que él creía controlar.

Ensayé sonrisas frente al espejo. Las falsas eran más fáciles ahora. Podía inclinar la cabeza y suavizar la boca sin perder la dureza de la mirada.

Un golpe seco en la puerta.

—Treinta minutos —la voz de Max, amortiguada por la madera.

No respondí. Me calcé los tacones. El eco de cada clic sobre el mármol era un juramento: esta vez, no iba a perder.

Pasé junto a la ventana y vi la noche extenderse sobre los jardines. Las luces de la mansión se encendían como ojos vigilantes. En algún lugar, en otra ala, Max debía estar vistiéndose también, preparando su propia máscara.

Respiré hondo. Esta noche no sería solo una actuación. Sería el comienzo de mi contraataque. Había pasado demasiado tiempo siendo la víctima de sus juegos, la esposa sumisa que aceptaba migajas de atención.

Pero esa mujer había muerto el día que descubrí su traición con Isabela.

La que quedaba era más peligrosa. Había aprendido a jugar con las mismas reglas que él, y esta noche iba a demostrárselo.

Tomé mi bolso de mano y caminé hacia la puerta. Cada paso era calculado, cada respiración una preparación para la batalla que se avecinaba.

Los inversores esperaban ver a la esposa perfecta del poderoso Max Undurraga. Y eso era exactamente lo que verían.

Pero también verían algo más: una mujer que ya no tenía nada que perder.

Y eso, pensé mientras abría la puerta, me convertía en el adversario más peligroso que Max había enfrentado jamás.

La noche me esperaba, cargada de posibilidades. Y yo estaba lista para cambiar las reglas del juego.

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