El agua golpeaba el mármol de la ducha con un ritmo insolente, como si cada gota quisiera marcar su territorio. No era solo ruido: era un recordatorio vivo de que Max estaba ahí, dueño de esta casa, de mi destino y del aire que yo intentaba inhalar sin que se me partiera el pecho.
Apreté las manos sobre las rodillas. No era miedo, exactamente. Era una tensión más densa, un cóctel de rabia y autocontrol que me mantenía en pie.
El único consuelo —amargo, insuficiente— era que él también estaba atrapado. El testamento de su abuelo había escrito nuestras condenas con tinta de notario: un año más como esposos o la herencia, las propiedades, todo lo que blindaba su apellido, se esfumaría. En ese “todo” descansaba el único salvavidas capaz de rescatar a mi padre de la deuda que lo ahogaba.
Y Max lo sabía. Por eso manejaba la situación con la paciencia cruel de un depredador que no tiene prisa en matar. Dosificaba su veneno con la precisión de un joyero tallando una piedra: sin desperdiciar ni un corte.
Me vestí con el único vestido de lino que había traído: gris, sin brillo ni adornos. No era bonito, pero tampoco complaciente. Las zapatillas amortiguaban mis pasos, pero no podían silenciar la alerta que me recorría como electricidad. En esta casa, cualquier ruido podía ser una bala invisible.
Abrí el armario del ala oeste y el pasado me emboscó sin pedir permiso. Vestidos de diseñador que alguna vez usé como “señora Undurraga”, joyas que brillaban más que mi voz. No eran prendas: eran disfraces a su medida. Recordé una gala en València, horas fingiendo sonrisas mientras él cerraba negocios con una copa en la mano. Esa noche, entre la música y el murmullo de los inversores, juré que no volvería a vestir lo que él eligiera.
Me giré, cerrando el armario con más fuerza de la necesaria. El eco fue tragado por las alfombras gruesas, que absorbían hasta la posibilidad de un sobresalto. Los techos altos parecían tragarse el calor y devolverlo en un susurro de frialdad. En las paredes, retratos de antepasados Undurraga me seguían con ojos severos, como si juzgaran la intrusión de mi sangre.
Me senté en el borde de la cama. La habitación era una trampa de lujo: seguridad reforzada, cámaras discretas, personal leal solo a él. Las paredes parecían encogerse, estrujando el oxígeno. Un nudo intentó subir a mi garganta, pero lo tragué. No pensaba llorar aquí. No otra vez.
La puerta se abrió de golpe. La atmósfera cambió. Más espesa. Más difícil de inhalar.
Max apareció con una toalla ceñida a la cintura, y el vapor se arrastró detrás de él como un animal obediente. Su olor a cedro y metal caliente me invadió antes de que hablara. Gotas de agua surcaban su piel en líneas que quise borrar de mi mente. Mi cuerpo, traidor, no siempre obedecía a mi rabia.
Su cabello, húmedo y rebelde, caía sobre la frente. Los ojos, tan afilados como vidrio roto, me estudiaban con calma quirúrgica, evaluando cuánto tardaría en quebrarme. Se acercó a la mesa, ajustó su reloj con movimientos lentos, dejando que el silencio se espesara hasta incomodar.
—¿Qué quieres? —mi voz se aferró a lo poco que quedaba de mi resistencia.
—Nada. Solo que recuerdes que esta es mi casa. Y que estás aquí porque yo lo decidí. —Su sonrisa no tenía calor, solo filo.
—No soy tu prisionera, Max. Soy tu esposa.
Su risa fue seca, cortante.
—En el papel. En todo lo demás… no eres nada.
No bajé la vista. No se la daría.
—¿Creíste que me hiciste daño? —avanzó un paso—. No. Lo que duele es que me mintieras. Que no me amaras. Que te fueras… no, eso no dolió.
Sus palabras eran un bisturí. Y yo, la paciente despierta, sin anestesia.
Su perfume se mezcló con el calor de su aliento. Rozó con los dedos el respaldo de la silla junto a mí. Mis hombros se alzaron apenas, como si un hilo invisible tirara de ellos.
—Tenemos una cena con inversores en dos horas. Ponte algo que parezca de esposa.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Convencerlos de que somos un matrimonio sólido. Y si no… —su voz se volvió cuchillo— ya sabes las consecuencias.
Herencia. Libertad. Familia.
Se giró para irse, pero su teléfono vibró sobre la mesita. No vi el nombre, pero sí el gesto: el ceño fruncido al ignorar la llamada. Isabela. El fantasma siempre presente.
—Esta noche jugarás en mi equipo, Lorena. O perderás todo lo que proteges.
—¿Tu equipo? —mi sarcasmo apenas cabía en un hilo de voz—. ¿El que comparte cama con mi mejor amiga y espera un hijo? No juego en ese lado.
Se detuvo. Su mirada ya no era gélida; era depredadora.
—No menciones a Isabela.
—¿Por qué? ¿Porque es la madre de tu hijo? ¿La mujer que amas? ¿La que me traicionó y me destrozó? ¿O porque temes que los socios sepan que el CEO es un tramposo?
Su puño se cerró. El ambiente se cargó como antes de una tormenta.
—Ella no es el problema.
—Claro que sí. Es la razón por la que estoy aquí. Ella tendrá algo que yo nunca: un hijo tuyo. Y yo… solo soy tu esposa por contrato.
Algo se rompió en su mirada. No era tristeza. Era una grieta peligrosa.
—Te lo advierto: no te metas con ella.
—No lo hago. Solo te recuerdo lo que está en juego. No solo tienes una esposa que aparentar, Max. También una amante y un hijo que esconder.
Me sostuvo la mirada hasta que el aire pareció coagularse entre nosotros.
—Esta noche sonreirás. Harás que todos crean que somos perfectos. Y si no… —se inclinó apenas— yo también tengo secretos. Y no arriesgaré todo por tu orgullo.
La puerta se cerró, pero la tensión quedó flotando.
Me quedé de pie unos segundos, con el pulso clavado en las sienes. Caminé hasta el armario y aparté telas frías hasta encontrar un vestido negro, ceñido, sin adornos. No sería su víctima esta noche.
Me lo probé y el espejo me devolvió una mujer distinta a la que él recordaba: más fría, más calculadora.
La luz del atardecer bañaba la habitación en un oro cansado. Abrí un cajón y saqué un broche que había escondido años atrás: último regalo de mi madre. No valía nada para él, pero para mí… era un escudo.
En el baño, el maquillaje se convirtió en armadura. Labios rojos como amenaza velada, ojos delineados con pulso de cirujano. Cada trazo borraba a la esposa dócil que él creía controlar.
Ensayé sonrisas frente al espejo. Las falsas eran más fáciles ahora. Podía inclinar la cabeza y suavizar la boca sin perder la dureza de la mirada.
Un golpe seco en la puerta.
—Treinta minutos —la voz de Max, amortiguada por la madera.
No respondí. Me calcé los tacones. El eco de cada clic sobre el mármol era un juramento: esta vez, no iba a perder.
Pasé junto a la ventana y vi la noche extenderse sobre los jardines. Las luces de la mansión se encendían como ojos vigilantes. Algún lugar, en otro ala, Max debía estar vistiéndose también, preparando su propia máscara.
La noche me esperaba, cargada de apuestas. Y yo, lista para cambiar las reglas.